A solo
dos
horas
del
Cairo
por una
moderna
autopista
que
bordea
el brazo
occidental
del Nilo
y
anunciada
por los
brillos
del
Mediterráneo,
se llega
a
Alejandría.
Sus
legendario
origen,
su
historia
que
involucró
todos
los
imperios
de la
antigüedad,
guardiana
de
ciencia
y
filosofía
en los
borrosos
siglos
del
medioevo
europeo,
inspiración
de
teólogos
y
poetas,
son
motivo
suficiente
para
volver
a una
cultura
que
sobrepasó
a
Egipto.
Y en
coro con
Neguib
Mahfouz:
“Alejandría
por fin.
Dama del
rocío,
flor de
nimbo
blanco.
Seno
luminoso,
húmeda
de agua
celestial.
Corazón
de
nostalgia
empapado
en miel
y
lágrimas.”
Alejandría,
defendida
hasta la
muerte
por
Cleopatra
de quien
diría
Kavafis
“la
última
de una
raza
solitaria”,
envilecida
ante el
martirio
de
Hipatia,
amada en
los
sueños
de
Justine
y de
Clea en
el
célebre
cuarteto.
El Faro,
símbolo
del
poder
económico
de la
ciudad y
una de
las
siete
maravillas
del
mundo
clásico,
que por
más de
un
milenio
soportó
los
embates
de
terremotos
hasta su
colapso
en el
siglo
XIV, se
volvió a
iluminar
desde el
16 de
octubre
de 2002,
desde su
nueva
biblioteca,
ya no
con las
temidas
llamas
del
fanatismo
religioso,
sino con
la labor
unificada
de la
UNESCO,
la
Comunidad
Europea
y el
gobierno
egipcio,
con
diseño
del
consorcio
noruego
Sonohata,
en la
culminación
del
proyecto
de un
profesor
de
Historia
de la
Universidad
de
Alejandría.
A la
muerte
de
Alejandro
Magno en
el 323
a.C.,
Ptolomeo,
uno de
sus
generales,
fundó en
Egipto
la
dinastía
de los
Lágidas
y
concretó
el sueño
del
Macedonio
de
erigir
una
ciudad
con
espíritu
griego.
Impulsado
por el
deseo de
comprender
la
civilización
egipcia
y
convencido
de que
el
conocimiento
detenta
el
poder,
Ptolomeo
I inició
una
colección
privada
de
documentos
en
diferentes
lenguas
mediante
un
edicto
que
obligaba
a los
viajeros
a
entregar
cualquier
manuscrito
que
portaran
al
llegar
al
puerto.
Los
textos
eran
copiados
por
expertos
y
devueltos
a sus
dueños,
en
muchos
casos
copias
de los
originales
entregados.
Prontamente
los
escritos
en
rollos
de
papiro,
en
griego,
hebreo,
arameo,
nabateo,
árabe,
indio y
por
supuesto
egipcio
llenaron
sus
espacios.
Las
obras de
Homero
se
separaron
en
‘libros’, se
copiaron
las
tragedias
de
Esquilo,
Sófocles
y
Eurípides
y se
terminó
la
clasificación
de la
flora y
de la
fauna
iniciada
por
Aristóteles
y
Teofrasto.
En el
130 a.C.
se
tradujeron
al
griego
los
cinco
primeros
libros
de la
Torá, lo
que se
conocería
luego
como la
Biblia
de los
Setenta.
La
biblioteca
llegó a
albergar
más de
500 mil
libros y
un
catálogo
de 120
volúmenes,
y cuando
su
número
excedió
el área
dispuesta
ciento
cincuenta
años
antes,
se
estableció
una
biblioteca
hija,
con el
tiempo
más
importante
que la
madre.
El
bibliotecario,
cargo
honorífico
y de la
más alta
dignidad,
era
seleccionado
entre
escritores
y
científicos
que
contribuyeron
a
esparcir
el Foco
Alejandrino.
Dentro
del 'Museion',
emplazamiento
que
abarcaba
la
biblioteca,
un
observatorio
astronómico,
un
zoológico
y un
parque,
Aristarco
de Samos
calculó
la
distancia
entre la
tierra y
la luna
en el
siglo II
AC y
Eratóstenes
dedujo
la
circunferencia
de la
tierra.
Herófilo
elaboró
los
trazos
de la
anatomía
humana y
estableció
que el
asiento
de la
inteligencia
era el
cerebro
y no el
corazón.
Euclides,
Arquímedes
y Herón
definieron
las
leyes de
geometría,
neumática,
hidráulica,
mecánica
y
magnética.
El
primer
incendio
en el 48
AC.,
atribuido
a César
durante
la
batalla
naval
contra
Ptolomeo
XIII,
traicionado
por
Cleopatra,
destruyó
un gran
número
de
libros
dispuestos
en el
puerto
en
espera
de ser
entregados
a la
biblioteca,
sin que
esta
sufriese
daño.
Pero en
el 391
la
colección
fue
incendiada
por
cristianos
al mando
del
patriarca
Teófilo.
La
versión
cristiana
del
fuego
árabe
carece
de
fundamento
ya que
cuando
la
ciudad
fue
conquistada
por Omar
en el
642, ya
no
quedaba
rastro
de la
biblioteca;
sin
embargo
se
perpetuó
la frase
atribuida
al
califa:
“si sus
textos
están en
el
Corán,
sobran;
y si no
están,
no hacen
falta”.
En la
misma
estrecha
franja
de
tierra
frente
al mar,
donde
hace 23
siglos
matemáticas,
astronomía,
historia,
geografía,
medicina,
ciencia
y las
arte
alcanzaron
su
máximo
esplendor,
los
egipcios
han
levantado
un
monumento
al
honor. Desde
hace un
año la
estatua
faraónica
del
Ptolomeo
II,
rescatada
del mar
de lo
que se
cree fue
el
palacio
de
Cleopatra,
constructor
de la
primera
biblioteca,
marca el
ingreso
al
complejo
de 45
mil
metros
cuadrados
que
consta
de tres
edificios:
el
primero
alberga
cuatro
salas de
conferencias,
coronado
por
cuatro
pirámides
en
alusión
a las
tres de
Giza y
la
cuarta
como
símbolo
de la
biblioteca
original.
En el
centro, el
planetario,
esfera
cuya
iluminación
nocturna
evoca al
planeta
azul. Y
a la
derecha
la
biblioteca
propiamente
dicha,
con la
sala de
lectura
más
grande
del
mundo.
Sus
muros
externos
de
granito
de
Assuán,
el mismo
de las
pirámides,
albergan
símbolos
de 122
alfabetos
antiguos
y
actuales.
Su
techo,
de
disposición
oblicua,
como el
sol
naciente
que
saluda
al
Mediterráneo,
está
compuesto
por
cientos
de
celosías
con la
forma
del ojo
de Horus,
fuerza
protectora
del
antiguo
Egipto y
emblema
hasta
hoy en
las
recetas
médicas,
es la
imagen
más
reconocida
del
complejo.
En el
interior,
diez
niveles,
el
primero
para
historia
y
religiones
y el
último
para
ciencia
y
tecnología.
La
división
en tres
salas no
es por
azar; el
temor al
riesgo
histórico
de un
incendio,
la dotó
de un
sistema
de
cortinas
de
protección
que ante
una
alarma
ultrasensible,
las
desplegarán
para
aislar
los
recintos.
Todos
los
detalles
se han
guardado
con
exquisita
precisión:
los
muros
internos
de
hormigón
poseen
un
sistema
antirruido
compuesto
de
orificios
rectangulares
que
recuerdan
la
disposición
de los
rollos
de la
biblioteca
original.
Los
verdes y
los
azules
de las
lámparas
garantizan
la
comodidad
del
lector.
Todo se
conjuga:
arquitectura,
estética
y
calidez
de
Alejandría
para que
la
ciudad
de
Iskandar,
nombre
árabe de
Alejandro
se
constituya
en
minarete
de la
ciencia
del
mundo,
como
saluda
una
valla al
viajero.
Por
Francisco
González
López
Profesor
de
Historia
de la
Medicina.
Universidad
de
Caldas.