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17/01/2004

Fco. Glez. López ● www.eltiempo.com

Nuevo faro en Alejandría

Visita a la moderna biblioteca que remplaza la legendaria que guardaba el saber de la antigüedad.

A solo dos horas del Cairo por una moderna autopista que bordea el brazo occidental del Nilo y anunciada por los brillos del Mediterráneo, se llega a Alejandría. Sus legendario origen, su historia que involucró todos los imperios de la antigüedad, guardiana de ciencia y filosofía en los borrosos siglos del medioevo europeo, inspiración de teólogos y poetas, son motivo suficiente para volver  a una cultura que sobrepasó a Egipto. Y en coro con Neguib Mahfouz: “Alejandría por fin. Dama del rocío, flor de nimbo blanco. Seno luminoso, húmeda de agua celestial. Corazón de nostalgia empapado en miel y lágrimas.” Alejandría, defendida hasta la muerte por Cleopatra de quien diría Kavafis “la última de una raza solitaria”, envilecida ante el martirio de Hipatia,  amada en los sueños de Justine y de Clea en el célebre cuarteto.

El Faro, símbolo del poder económico de la ciudad y una de las siete maravillas del mundo clásico, que por más de un milenio soportó los embates de terremotos hasta su colapso en el siglo XIV, se volvió a iluminar desde el 16 de octubre de 2002, desde su nueva biblioteca, ya no con las temidas llamas del fanatismo religioso, sino con la labor unificada de la UNESCO, la Comunidad Europea y el gobierno egipcio, con diseño del consorcio noruego Sonohata, en la culminación del proyecto de un profesor de Historia de la Universidad de Alejandría.

A la muerte de Alejandro Magno en el 323 a.C., Ptolomeo, uno de sus generales, fundó en Egipto la dinastía de los Lágidas y concretó el sueño del Macedonio de erigir una ciudad con espíritu griego. Impulsado por el deseo de comprender la civilización egipcia y convencido de que el conocimiento detenta el poder, Ptolomeo I inició una colección privada de documentos en diferentes lenguas mediante un edicto que obligaba a los viajeros a entregar cualquier manuscrito que portaran al llegar al puerto. Los textos  eran copiados por expertos y devueltos a sus dueños, en muchos casos copias de los originales entregados. Prontamente los escritos en rollos de papiro, en griego, hebreo, arameo, nabateo, árabe, indio y por supuesto egipcio llenaron sus espacios. Las obras de Homero se separaron en ‘libros’, se copiaron las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides y se terminó la clasificación de la flora y de la fauna iniciada por Aristóteles y Teofrasto. En el 130 a.C. se tradujeron al griego los cinco primeros libros de la Torá, lo que se conocería luego como la Biblia de los Setenta. La biblioteca llegó a albergar más de 500 mil libros y un catálogo de 120 volúmenes, y cuando su número excedió el área dispuesta ciento cincuenta años antes, se estableció una biblioteca hija, con el tiempo más importante que la madre. El bibliotecario, cargo honorífico y de la más alta dignidad, era seleccionado entre escritores y científicos que contribuyeron a esparcir el Foco Alejandrino.

Dentro del 'Museion', emplazamiento que abarcaba la biblioteca, un observatorio astronómico, un zoológico y un parque,  Aristarco de Samos calculó la distancia entre la tierra y la luna en el siglo II AC y  Eratóstenes dedujo la circunferencia de la tierra. Herófilo elaboró los trazos de la anatomía humana y estableció que el asiento de la inteligencia era el cerebro y no el corazón. Euclides, Arquímedes y Herón definieron las leyes de geometría, neumática, hidráulica, mecánica y magnética.

El primer incendio en el 48 AC., atribuido a César durante la batalla naval contra Ptolomeo XIII, traicionado por Cleopatra, destruyó un gran número de libros dispuestos en el puerto en espera de ser entregados a la biblioteca, sin que esta sufriese daño. Pero en el 391 la colección fue incendiada por cristianos al mando del patriarca Teófilo. La versión cristiana del fuego árabe carece de fundamento ya que cuando la ciudad fue conquistada por Omar en el 642, ya no quedaba rastro de la biblioteca; sin embargo se perpetuó la frase atribuida al califa: “si sus textos están en el Corán, sobran; y si no están, no hacen falta”.

En la misma estrecha franja de tierra frente al mar, donde hace 23 siglos matemáticas, astronomía, historia, geografía, medicina, ciencia y las arte alcanzaron su máximo esplendor, los egipcios han levantado un monumento al honor. Desde hace un año la estatua faraónica del Ptolomeo II, rescatada del mar de lo que se cree fue el palacio de Cleopatra, constructor de la primera biblioteca, marca el ingreso al complejo de 45 mil metros cuadrados que consta de tres edificios: el primero alberga cuatro salas de conferencias, coronado por cuatro pirámides en alusión a las tres de Giza y la cuarta como símbolo de la biblioteca original. En el centro, el planetario, esfera cuya iluminación nocturna evoca al planeta azul. Y a la derecha la biblioteca propiamente dicha, con la sala de lectura más grande del mundo. Sus muros externos de granito de Assuán, el mismo de las pirámides, albergan símbolos de 122 alfabetos antiguos y actuales. Su techo, de disposición oblicua, como el sol naciente que saluda al Mediterráneo, está compuesto por cientos de celosías con la forma del ojo de Horus, fuerza protectora del antiguo Egipto y emblema hasta hoy en las recetas médicas, es la imagen más reconocida del complejo.

En el interior, diez niveles, el primero para historia y religiones y el último para ciencia y tecnología. La división en tres salas no es por azar; el temor al riesgo histórico de un incendio, la dotó de un sistema de cortinas de protección que ante una alarma ultrasensible, las desplegarán para aislar los recintos. Todos los detalles se han guardado con exquisita precisión: los muros internos de hormigón poseen un sistema antirruido compuesto de orificios rectangulares que recuerdan la disposición de los rollos de la biblioteca original. Los verdes y los azules de las lámparas  garantizan la comodidad del lector. Todo se conjuga: arquitectura, estética y calidez de Alejandría para que la ciudad de Iskandar, nombre árabe de Alejandro se constituya en minarete de la ciencia del mundo, como saluda una valla al viajero.

Por Francisco González López
Profesor de Historia de la Medicina.
Universidad de Caldas.

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