Evora
empequeñece
a quien la
contempla.
Sin
pretenderlo,
la ciudad
genera una
sensación
extraña,
impropia
en
cualquier
otro lugar
de
Portugal.
El
caminante
siente que
sobre sus
hombros
debe
cargar con
veinte
siglos de
pesada y
extraordinaria
historia.
Más tarde
se
enterará
de que por
aquí
pasaron
las más
excelsas
culturas,
de que los
romanos y
árabes
erigieron
templos
suntuosos
y murallas
infranqueables,
y que una
vez
reconquistados
estos
pagos los
cristianos
pusieron
los
pilares de
plazas
primorosas,
iglesias
altísimas
y palacios
de mucho
mérito. La
ciudad
vieja
queda
arracimada
murallas
adentro,
trenzando
una
compleja
tela de
araña cuyo
excelso
triángulo
forman el
Templo de
Diana, la
catedral
(Sé) y la
Praça do
Giraldo.
La
historia
recuerda
que el
templo
romano fue
erigido un
siglo
después de
que
naciera
Cristo.
Reducido a
huesos en
el siglo V
por los
bárbaros
del Norte,
aún debió
padecer
tiempos
peores
cuando sus
únicas
columnas
en pie
fueron
sustento
de un
castillo
medieval,
tiranizado
por sus
enemigos.
No quedó
aquí la
cosa. El
pobre
templo
soportó la
felonía de
terminar
siendo,
siglos
después,
matadero
municipal.
La estampa
que hoy
luce fue
recuperada
en 1871
cuando un
puñado de
evorenses
cayeron en
la cuenta
de los
méritos
que reunía
aquel
amasijo de
piedras.
Frente al
templo se
alza el
convento
de los
Lóios,
recuperado
como
suntuosa
pousada, y
a su lado
la iglesia
gótica del
mismo
nombre.
Hay que
dejarse
caer por
el Largo
do Marquês
de
Marialva
y, antes
de entrar
al museo
de la
ciudad,
pedir
amparo en
la Sé. Por
fuera
parece más
una
fortaleza
militar
que un
templo.
Sus dos
campanarios
y la
soberbia
torre
linterna
que
preside la
bóveda
mayor
apenas la
endulzan.
Pero esa
amarga
sensación
se quiebra
cuando se
traspasan
las
arquivoltas
a la
entrada y
la luz
tenue del
interior
lo calman,
como por
obra de un
hechizo.
De
repente,
todo es
distinto.
Pese a sus
colosales
magnitudes,
las tres
naves
parecen
hechas a
medida del
hombre.
Las
primeras
obras
datan de
1200.
Cincuenta
años
después
estaba
terminada
en su
mayor
parte. La
catedral
es un fino
ejemplo
del
tránsito
entre el
románico y
el gótico.
Hay por
ella
capillas
de corte
barroco,
altares
manuelinos
e imágenes
de un
realismo
que
estremece.
El coro
alto es el
más
ilustrado,
ejemplo
del
renacimiento
portugués,
y el
órgano de
al lado
viene a
ser, según
dicen, el
más
antiguo de
Europa. El
claustro
es un
lugar
consagrado
a la
quietud.
El tesoro
catedralicio
queda a
buen
recaudo
bajo un
conjunto
de salas
góticas.
En una de
ellas se
expone el
relicario
del Santo
Lenho, un
pedazo de
la Cruz de
Cristo
traído
desde
Tierra
Santa a
mediados
del XIII.
El Museo
de Evora
ocupa un
palacio
dieciochesco
en cuyo
claustro
han
desenterrado
aljibes y
hornos de
época
árabe.
Destacan
los
primeros
lienzos de
Josefa de
Obidos,
una
pintora
nacida en
Sevilla a
principios
del siglo
XVII, pero
consagrada
en
Portugal.
En una
gran sala
se alzan
las trece
tablas
flamencas
tituladas
«Vida de
la
Virgen».
La
historia
nos
recuerda
que fueron
encargadas
a
principios
del XVI
por el
magnánimo
obispo
Afonso de
Portugal.
La Evora
burguesa
pulula por
la Praça
do
Giraldo,
que debe
su nombre
a un
caballero
sanguinario
y ladrón
que,
buscando
el favor
del Rey
Afonso
Henriques,
prometió
tomar la
ciudad a
los moros.
En su
empeño,
degolló a
un viejo y
a su hija
pequeña
que esa
noche,
quién lo
diría,
vigilaban
las
puertas de
la
ciudadela.
Aquello
aconteció
en 1165, y
desde
entonces
Evora es
cristiana.
La plaza
tiene
soportales
a uno de
sus lados.
Bajo las
arcadas de
aliento
andalusí
hay
comercios
tradicionales,
bares de
toda la
vida y
librerías
cuyos
dueños
están muy
duchos
sobre la
historia
de su
ciudad y
algunos de
ellos
cuentan
que esta
plaza fue
escenario
de quema
de
herejes.
La plaza
la preside
la iglesia
de Santo
Antão, un
templo de
corte
renacentista
con
azulejos
de cierto
mérito.
De Giraldo
parte una
calle
cuesta
abajo que
conduce al
templo de
San
Francisco.
Al doblar
la esquina
y entrar
en la
plazoleta,
la iglesia
aparece
grandiosa.
De hecho,
aseguran
los
entendidos
que
estamos
ante uno
de los
monumentos
mejor
resueltos
del arte
gótico-manuelino.
Vinculada
a las
grandes
gestas
descubridoras,
la iglesia
franciscana
posee una
sola y
colosal
nave
cubierta
por una
bóveda
ojival.
Al lado,
abre cada
día la
Capilla de
los Huesos
(Capela
dos Ossos).
No existe
lugar más
tétrico en
todo
Portugal.
Tres
frailes
franciscanos
tuvieron
la idea de
reunir los
huesos de
miles de
muertos
repartidos
por una
treintena
de
parroquias,
conventos
y
cementerios
de la
ciudad.
Reunieron
hasta
cinco mil
cráneos.
Con ellos
trataron
de
aleccionar
en los
dictados
que la
religión
confiere a
la vida y
a la
muerte.
Lejos de
ello, este
lugar
causa
miedo,
repugnancia
y dolor.
Pero no se
lleven a
engaño.
Evora no
es una
ciudad
enterrada
en la
osamenta.
Evora es
una ciudad
viva,
abierta y
colosal,
luminosa y
mayúscula;
una
ciudad, en
definitiva,
Patrimonio
de la
Humanidad. |