ROMA.
El
primer «Dictator
Perpetuus»,
que
forzó
con su
espada
la
transformación
de la
República
romana
en el
Imperio,
sacudió
el mundo
antiguo
hasta
sus
cimientos
en los
cinco
años
desde su
marcha
sobre
Roma
hasta
que fue
asesinado.
En el
año 49,
cuando
el
Senado
le
ordenó
que se
alejara
con sus
legiones,
Cayo
Julio
César
cruzó el
Rubicón
para
asaltar
el poder
y
unificarlo
en su
persona.
Una
carrera
tan
meteórica
como la
del
cometa
que
cruzó
los
cielos
de Roma
poco
después
de su
asesinato
en los
idus de
marzo
del año
44.
La unión
de la
pluma y
la
espada
El único
gran
genio
creativo
en toda
la
historia
de Roma,
según
Theodor
Mommsen,
superaba
a todos
sus
rivales
y sus
amigos,
no sólo
como
estratega,
sino
también
como
escritor
y orador
político,
exceptuando
a Marco
Tulio
Cicerón.
El joven
Cayo
Julio
comenzó
su
carrera
a «Señor
del
Mundo»
estudiando
oratoria
en la
isla de
Rodas,
lo cual
le
permitiría
acunar
frases
para la
historia
desde el
«Veni,
vidi,
vinci»,
que
conmemoró
en las
monedas
su
victoria
relámpago
sobre el
hijo de
Mitridates,
o la
legendaria
«Alea
jacta
est» al
cruzar
el
Rubicón,
hasta la
no menos
famosa,
«¿Tu
también,
hijo mio?",
pronunciada
en
griego
mientras
Bruto,
Casio y
otros
conjurados
ponían
un punto
final de
veintitrés
punaladas
a su
fulgurante
carrera.
Su
ilustre
familia,
la «gens
Julia»
se
proclamaba
descendiente
de
Afrodita,
la diosa
del
amor,
pero
Cayo
Julio
prefirió
casi
siempre
utilizar
otros
recursos.
Aparte
de
utilizar
gladiadores
como
«matones»
a sueldo
en sus
primeros
escarceos
políticos,
no dudó
en
gastar
la
herencia
familiar
en
espectáculos
circenses
para
ganarse
la
simpatía
del
populacho
de Roma,
que
lloraría
sinceramente
su
muerte y
daría
caza a
sus
asesinos.
En el
primer
triunvirato,
constituido
por el
Senado
el año
60 para
superar
la
crisis
de la
República,
Pompeyo
aportaba
el poder
político
y Craso
su
inmensa
fortuna.
Julio
añadió
lo que
tenia:
ambición.
Una
ambición
desmesurada
que,
tras la
muerte
de
Craso,
le
llevaría
a
desatar
la
guerra
civil
contra
Pompeyo
hasta
asumir
todo el
poder,
no solo
el
político
y el
militar
sino
también
el
religioso
como «Pontifex
Maximus»
en la
cúspide
de la
religión
de
Estado,
y muchos
signos
externos
de
«Imperator»,
el cargo
que
ejerció
por
primera
vez su
hijo
adoptivo
y
sucesor,
Octavio
Augusto.
El genio
militar
que
sometió
las
Galias y
que robó
el resto
del
poder al
co-triumviro
Pompeyo,
se
reveló
también
un genio
de la
pluma en
su
relato
de ambas
hazanas.
«De
bello
gallico»
y «De
bello
civile»
sirvieron,
naturalmente,
como
perfectos
instrumentos
de
propaganda
política
de un
líder
populista
y
reformista.
Uno de
sus
cambios,
el
calendario
«juliano»,
duró un
milenio
y medio
hasta
que fue
sustituido
por el
calendario
«gregoriano»
vigente
hoy día.
Un amor
que pasó
a la
historia
El gran
caudillo,
que tomó
en su
puño el
universo
conocido,
sucumbió
sólo
ante los
encantos
de
Cleopatra,
la mujer
más
poderosa
y
fascinante
del
mundo
antiguo.
Se la
encontró
en
Alejandría
cuando
era una
muchacha
de 21
años,
derrotada
por su
hermano
Tolomeo
en la
lucha
por el
trono de
Egipto.
Julio
César la
convirtió
en reina
de
Egipto y
se la
llevó a
Roma
como
amante,
desatando
la
envidia
de todas
las
matronas
de la
corte.
Era un
mujer
bella,
inteligente
y
exótica,
que
hablaba
siete
idiomas,
poseía
un trono
refinado
en
Alejandría,
había
seducido
al
hombre
más
poderoso
del
mundo y
marcaba
la moda
femenina
en Roma.
Era una
pareja
irresistible,
y ambos
entraron
juntos
en la
leyenda.