La
gran
erupción
del
Vesubio
del
año
79,
que
sepultó
una de
las
ciudades
más
activas
del
Imperio
Romano,
vuelve
a la
actualidad
con
nuevos
hallazgos
científicos
y el
éxito
de la
novela
histórica
‘Pompeya’,
de
Robert
Harris.
“Todo
yace
sumergido
en
llamas
y
triste
ceniza.
Ni los
dioses
hubieran
tenido
poder
para
hacer
algo
parecido”.
‘Epigramas’,
Marcial.
En
este
preciso
lugar,
el
Vesubio
mató
al
almirante
Plinio.
Sabio,
curioso,
corajudo,
el
gran
Cayo
Plinio
Segundo,
llamado
el
Viejo,
autor
de la
monumental
Historia
natural,
valiente
soldado
nombrado
por el
emperador
Vespasiano
comandante
de la
flota
del
Tirreno,
tuvo
las
santas
narices
de
querer
ir a
ver
qué
demonios
pasaba
aquel
funesto
24 de
agosto
del
año 79
con el
monte
Vesubio,
del
que
brotaba
una
aterradora
nube
de
humo
en
forma
de
ominoso
pino
(nosotros
diríamos
que
con
aspecto
de
hongo
de
explosión
atómica).
Ni
corto
ni
perezoso,
y
cubriendo
su
impulso
de
curiosidad
–esa
sana
curiosidad
científica
que
está
en la
base
de sus
escritos
y que
al
final
le fue
a
costar
la
vida–
con el
pretexto
de una
suerte
de
acción
de
protección
civil
ante litteram,
Plinio
zarpó
desde
su
base
de
Misenum
a
bordo
de uno
de los
barcos
de la
flota
y,
tras
atravesar
el
golfo
de
Nápoles
y
detenerse
frente
a
Pompeya
para
observar
la que
estaba
cayendo,
atracó
en
Stabiae.
Desde
aquí
tendré
mejor
vista,
se
diría
el
almirante
naturalista.
Así
que
aquí
estamos,
en la
playa
de lo
que
hoy es Castellammare
di
Stabia
y que
realmente
arroja
una
panorámica
sensacional
de la
bahía,
con el
Vesubio
en el
centro
–sin
penacho
humeante,
gracias
a
Dios–,
tratando
de
imaginar
la
salvaje
escena
que se
brindó
a los
ojos
de
Plinio
y sus
sensaciones
en ese
culminante
(y
postrer)
momento
de su
carrera.
Parece
un
buen
sitio
para
iniciar
este
viaje
a los
últimos
días
de
Pompeya,
en la
estela
de los
nuevos
descubrimientos
sobre
cómo
se
produjo
esa
catástrofe
y la
estupenda
novela
que ha
escrito
Robert
Harris
recreando
el
suceso
(Pompeya,
editorial
Grijalbo).
Pocas
cosas
recuerdan
este
mediodía
melancólico
y gris
aquella
volcánica
jornada
en
tiempos
de
Tito.
En el
paseo
marítimo,
unas
atracciones
infantiles
duermen
ajenas
al
drama
colosal
que se
desarrolló
hace
veinte
siglos.
Es
cierto
que el
paseo
lleva
el
nombre
de un
héroe
marino:
el
capitán
de
corbeta
Domenico
Baffigo,
medaglie
d’oro
al
valor
militar,
bárbaramente
asesinado
por
los
nazis
el 11
de
septiembre
de
1943
durante
su
defensa
de la
cantera
naval
de la
localidad.
¡Cuánta
gente
valiente
ha
muerto
por
aquí,
Dios
santo!
En el
puerto,
a la
izquierda
puede
verse
un par
de
grandes
catamaranes
de
pasajeros
de la
compañía
Tirrena
(pero
no son
trirremes).
En el
borde
del
mar,
la
arena
sucia
se
introduce
en los
zapatos.
Bandadas
de
gaviotas
se
pelean,
entre
grandes
risotadas,
por
los
montones
de
porquería
de que
está
sembrada
la
playa,
y
sobre
la
pared
de un
chiringuito
cerrado
alguien
ha
escrito
con
trazo
feroz:
“Ti
amo, Rosalia”.
Otro
Plinio,
el
Joven,
sobrino
del
nuestro
y
adoptado
por
él,
nos ha
dejado
un
testimonio
excepcional
sobre
la
muerte
del
sabio
–y el
desastre
que
también
él
contempló,
desde
Miseno–
en dos
cartas
enviadas
al
historiador
Tácito.
Constituyen
el
primer
relato
de una
erupción
volcánica.
Leerlas
en voz
alta
aquí,
en la
misma
playa,
con un
cojín
en la
cabeza
como
el que
se
puso
la
gente
aquel
día
para
protegerse
de la
lluvia
de
proyectiles
de
piedra
pómez
con la
que
rociaba
el
mundo
el
Vesubio,
podrá
parecer
extravagante,
pero
crea
todo
un
clima.
“El
noveno
día
antes
de las
calendas
de
septiembre,
hacia
la
séptima
hora
[24 de
agosto,
entre
las
dos y
las
tres
de la
tarde],
mi
madre
señaló
a mi
tío
una
nube,
inusual
en su
tamaño
y
apariencia…”.
Al
grito
entusiasta
de
“audaces
Fortuna
iuvat”,
Plinio
el
Viejo
corrió
hacia
el
desastre.
Plinio
el
Joven,
a la
sazón
de 18
años,
pero
ya
mucho
más
prudente,
declinó
acompañarle.
“Grandes
llamas
y
vastos
fuegos
brotaron
de
diferentes
puntos
del
monte
Vesubio”,
escribe.
Debió
parecer
un
castigo
divino:
terremotos,
el mar
retirándose
y
dejando
en
seco
un
muestrario
de
criaturas
marinas
para
regresar
luego
en
forma
de
tsunami.
Cayó
una
noche
falsa
“más
negra
y
espesa
que
todas
las
noches”,
en la
que
estallaban
feroces
relámpagos.
Al
irse
desplomando
la
nube
de
cenizas,
gas
venenoso
y
piedra
pómez
se
producen
varias
olas
de lo
que
los
expertos
denominan,
con
esdrújulo
placer,
flujo
piroclástico:
una
masa
gaseosa
ardiente
de
alta
densidad
que
contiene
en
suspensión
una
gran
cantidad
de
partículas
sólidas.
Esas
monstruosas
avalanchas
sucesivas
a 300
grados
arrasan
cuanto
encuentran
a su
paso.
La
última,
la
misma
que
asuela
Pompeya
en un
gran
final
apocalíptico,
hirviendo
a los
habitantes
que
atrapa,
llega
hasta
Stabia,
donde
se
extingue.
Plinio
ve el
dantesco
espectáculo
desde
un
verdadero
palco
de
honor,
de pie
en la
playa;
pero
el
horror
desborda
la
pantalla:
siente
que se
ahoga
y cae
sobre
la
arena,
retorciéndose.
¿El
gas
venenoso
o un
infarto?
En su
novela,
Robert
Harris
le
imagina
enfrentando
con
una
última
punzada
de
curiosidad
la ola
de
fuego
que se
le
traga.
El
visitante,
cargado
de
libros,
guías,
mapas
y
plumas
de
gaviota,
se
retira
al bar
Plinio,
precisamente,
y es
recibido
con la
untuosa
cordialidad
típica
de la
zona y
propicia
una
animada
conversación
sobre
la
antigüedad
clásica.
Un
cliente
que
debe
de ser
el
erudito
local,
aunque
parece
el
lugarteniente
de
Vito Genovese,
apunta
la
tesis
de que
Plinio
no
murio
en
Stabia,
sino
más
cerca
de
Pompeya,
en lo
que
era su
puerto
marítimo,
en
Bottaro,
en el
delta
del
río
Sarno.
Allí,
en
1899,
fue
descubierto,
explica,
un
grupo
de 73
esqueletos
de
víctimas
de la
erupción,
entre
ellos
el de
un
hombre
anciano
cubierto
de
joyas
valiosísimas
(más
de un
kilo
de
oro) y
que
portaba
al
cinto
una
lujosa
espada.
El
ajado
cráneo
que,
contra
el
parecer
de la
mayoría
de los
estudiosos,
se ha
atribuido
a
Plinio
fue
robado
del
Museo
dell’Arte
Sanitaria
de
Roma,
donde
estaba
depositado,
aunque
luego
fue
recuperado
en el
jardín…
Huyendo
de la
vieja
Stabia
y de
la
imagen
de la
cabeza
del
noble
Plinio
rodando
entre
las
rosas,
los
pasos
–bien,
el
coche–
nos
llevan
ahora
al
otro
extremo
de la
bahía.
A Cuma,
a los
predios
de la
hórrida
y
frenética
sibila.
¿Habrían
recibido
los
pompeyanos
algún
oráculo
advirtiéndoles
de lo
que
les
esperaba?
En su
novela,
Harris,
según
confesó
a
quien
firma
estas
líneas
en una
conversación
en su
casa
en
Kintbury,
en la
campiña
inglesa,
inventa
el
episodio:
Popidio,
el
malo
de la
historia,
hace
una
consulta,
y la
respuesta
es que
cuando
los
césares
se
hayan
convertido
en
polvo
y el
imperio
se
haya
desvanecido,
Pompeya
perdurará.
Lo que
los
ricos
de la
ciudad
no
saben
es que
no se
trata
de una
respuesta
positiva,
sino
de una
verdadera
maldición:
Pompeya
y sus
habitantes
perdurarán,
por
supuesto…
muertos,
como
en un
grand
guignol
arqueológico.
De
todas
formas,
es
difícil
que la
sibila
pronosticara
que en
1943
los
aliados
iban a
bombardear
las
ruinas
creyendo
que en
ellas
se
ocultaba
una
división
Panzer
alemana
(destruyeron
multitud
de
tesoros
arqueológicos,
entre
ellos
los
esqueletos
y
figuras
de la
Villa
de los
Misterios).
Se
llega
al
parque
arqueológico
de
Cuma
pasando
por
sitios
tan
alegres
como
el
lago
Averno,
la
Solfatarra
de
Pozzouli
(un
cráter
humeante
y
lleno
de
barro
en
ebullición)
y el
anfiteatro
Flavio,
donde
lanzaron
a San
Gennaro
a los
leones
(éstos
declinaron
comérselo,
así
que
hubo
que
decapitarlo).
En
Miseno
se
puede
visitar
la
famosa
Piscina
Mirabilis,
la
gran
cisterna
destinada
a
aprovisionar
la
flota
romana,
que
desempeña
un
papel
destacado
en la
novela
de
Robert
Harris.
El
Antro
de la
Sibila,
donde
se
supone
que
ésta
ofrecía
sus
aviesas
predicciones,
es un
lugar
lúgubre,
más
aún
porque
hoy es
tarde
y ya
han
cerrado.
Sólo
cabe
denostar
la
paradójica
falta
de
previsión
de la
adivina
y
mosquearse
con
los
empleados
del
garaje
de
Bacoli
que
han
orientado
mal al
visitante,
sin
duda
considerando
que
l’Antro
della
Sibila
era
una
casa
de
mala
nota.
Sin
embargo,
uno
puede
consolarse
recitando
unos
versos
de la Eneida
entre
las
basuras
que se
acumulan
junto
a la
puerta
del
recinto
–“y
rebrama
su voz
en la
caverna
/
entrevelando
en
sombras
la
verdad”–,
mientras
el
viento,
émulo
de
Virgilio,
arrastra
papeles
grasientos.
¿Qué
deparará
el
mañana
en la
ciudad
muerta?
Amanece
en
Pompeya,
asombrosamente
húmeda.
El
madrugón
ha
servido
para
disfrutar
un
atisbo
de la
urbe
sepultada
libre
de
turistas.
El
lado
negativo
es que
todos
los
vendedores
de
souvenirs
de la
zona
se
concentran
en el
paseante,
que en
un
momento
adquiere
una
copia
de un
gladiador
de
falso
bronce,
dos
camafeos
y tres
libros
asombrosamente
explícitos
sobre
el
erotismo
pompeyano
–“si
quieres
un
buen
revolcón,
Pompeya
es el
lugar
indicado:
¡nueve
burdeles!”,
exclama
un
personaje
de la
novela
de
Harris–.
Pompeya
era
una
ciudad
de
Venus,
a la
que
estaba
dedicada
desde
su
mismo
nombre
oficial:
Colonia
Veneria
Cornelia.
Más
claramente
lo
dice
el
autor
de uno
de los
numerosos
grafitos
amatorios:
“Me he
jodido
a la
tía de
la
taberna”
(Cuerpo
de
inscripciones
latinas,
IV,
8442).
La
verdad,
la
llegada
a la
ciudad,
por la
misma
Porte
Marine,
no es
tan
diferente
de la
del
protagonista
de
Pompeya,
el
inteligente
ingeniero
Atilio,
cuya
misión
es
descubrir
qué
diantres
le
ocurre
al
gran
acueducto
que
abastece
de
agua a
toda
la
región
y del
que el
líquido
ha
dejado
de
fluir
(lo
que
ocurre,
por
supuesto,
es que
el
volcán
ya
empieza
a
hacer
de las
suyas).
A
Atilio
le
ofrecen
papagayos
de la
India,
monos
africanos
y
esclavas
orientales
famosas
por
sus
habilidades
sexuales.
Encuentra
que
Pompeya,
con
20.000
habitantes,
es una
ciudad
de
buscones,
llena
de
gente
al
acecho,
hospitalaria
con
los
visitantes
mientras
pueda
esquilmarlos.
Habrá
que ir
con
cuidado.
Todo
eso, y
lo del
sexo,
no nos
lo
explicó
nuestra
primera
fuente,
el
erudito
Ceram
(claro
que el
ínclito
autor
de
Dioses,
tumbas
y
sabios
tampoco
nos
dijo
que en
realidad
se
llamaba
Kurt
Marek
y
había
sido
corresponsal
de
guerra
nazi
con el
mariscal
Keitel
en
Narvik).
Hace
fresco
y
amenaza
lluvia,
pero
cargado
como
va el
visitante
moderno
–que
además,
entusiasmado,
pronto
se
llena
los
bolsillos
de
lapilli,
las
piedrecitas
volcánicas
que
cubrieron
la
ciudad
como
un
granizo
negro
(una
capa
de
cuatro
a ocho
metros
de
grosor)
y que
están
todavía
por
todas
partes
en el
suelo–,
enseguida
está
sudando
como
si en
vez de
a
finales
de
otoño
estuviéramos
en
aquel
agosto
tórrido.
El
novelista
Harris
paseó
por
Pompeya,
mientras
pensaba
cómo
escribir
su
novela,
tratando
de
encontrar
un
punto
de
arranque
original
para
su
historia.
Fue a
encontrarlo
en el
lugar
seguramente
con
menos
glamour
de la
ciudad
sepultada
–incluyendo
la
actual
cafetería–:
el
Castellum
Aquae,
una
sosa
construcción
de
ladrillo
rojo
junto
a la
Puerta
del
Vesubio
que es
la
cisterna
principal
a la
que
llegaba
el
agua
del
acueducto.
“En
un
agosto
tan
caluroso
como
aquel
de la
erupción,
el de
2000”,
me
explicó
el
autor,
“noté
un
olor a
humedad
que se
secaba
sobre
la
piedra
y que
venía
de ese
edificio.
Observé
que la
línea
del
acueducto
se
dirigía
exactamente
hacia
el
monte Vesubio.
Ésa
iba a
ser mi
vía
para
entrar
en la
historia”.
Al
menos
otra
persona
en el
mundo
está
tan
entusiasmada
con
este
monumento
al que
no
dedicaría
ni
veinte
segundos
el
turista
japonés
más
entusiasta
de los
que
hoy
recorren
a paso
de
carga
la
ciudad.
Se
trata
de la
arqueóloga
catalana
Isabel
Rodà,
que,
lo que
son
las
cosas,
no
sólo
interviene
en el
célebre
nuevo
programa
de la
BBC
sobre
Pompeya,
sino
que es
la
comisaria
de una
exposición
–Aqua
romana–
que se
exhibe
actualmente
en el
Museo
de les
Aigües
de
Cornellà,
junto
a
Barcelona,
y que
dedica
buena
parte
de su
espacio
a la
ingeniería
hidráulica
romana.
Atilio
firmaría
sin
duda
la
frase
de
Frontino
que es
el
lema
de la
exposición
(y que
incluye
una
estupenda
maqueta
del
Castellum
Aquae):
“Tot
aquarum
tam
multis
necessariis
compares
aut
cetera
inertia
sed
molibus
pyramidas
videlicet
otiosas
fama
celebrata
opera
Graecorum”
(“Comparad
las
numerosas
moles
de las
conducciones
de
agua,
tan
necesarias,
con
las
ociosas
pirámides,
o bien
con
las
inútiles
pero
famosas
obras
de los
griegos”).
Ay,
Frontino,
los
griegos
vale,
pero
no nos
toques
las
pirámides.
Rodà
ha
leído
la
novela
de
Harris
y dice
que se
lo
pasó
estupendamente;
alaba
su
documentación
(con
las
lógicas
licencias
de la
novela
histórica),
que
haya
escogido
a un
aquarius
(fontanero)
de
protagonista
y que
use el
asunto
del
agua
como
aproximación
original
a un
tema
tan
socorrido
como
es el
de los
últimos
días
de
Pompeya.
En
fin,
empezamos
el
viaje
solos,
pero
ahora
ya
somos
multitud:
los
Plinio,
Harris,
Atilio,
el
malo
Popidio
y la
arqueóloga
Rodà.
Pronto
se
unirán
un
montón
de
cadáveres,
las
meretrices,
los
gladiadores
y
hasta
el
fantasma
de
Espartaco,
que se
escondió
una
temporada
en el
monte
Vesubio.
Cada
visitante
tendrá
su
lugar
favorito
en
Pompeya
(quizá
la
Casa
del
Fauno,
la
mansión
de los
Vetii,
la
oficina
del
garum
o,
ejem,
el
lupanar),
pero
el de
este
enviado
especial
es el
coqueto
templo
de
Isis.
Y no
únicamente
porque
el
otro
día
revoloteaba
por
sus
románticas
ruinas
entre
pinos
un
precioso
colirrojo
tizón
macho,
sino
porque
el
recuerdo
de las
exóticas
(y muy
egipcias)
ceremonias
que
aquí
se
realizaron
parece
impregnar
aún
todo
el
recinto.
Poco
antes
de la
erupción,
el
templo,
afectado
por el
terremoto
del
62,
fue
reconstruido
por un
liberto
como
una
forma
de
granjearse
prestigio
social: Popidio
Ampliatus.
“Sí,
mi
villano
es un
personaje
histórico,
como
la
gran
mayoría
de los
que
aparecen
en la
novela”,
dice
Harris.
“He
rastreado
todos
sus
nombres”.
El
Popidio
de la
narración
es
malvado,
pero
tiene
una
justificación
muy
pompeyana:
de
niño,
su amo
abusaba
sexualmente
de él.
Incluso
para
esto
hay
documentación;
reza
uno de
los
grafitos
obscenos
tan
frecuentes
en las
paredes
de la
urbe
sepultada:
“Ampliatus,
Icarus
te
pedicat”
(“Ampliato,
Ícaro
te
sodomiza”).
Pasear
por la
Via
dell’Abondanza,
una de
las
grandes
arterias
de
Pompeya,
es
como
jugar
a las
visitas,
con la
diferencia
de que
en las
casas
que
nos
abren
sus
puertas
todos
llevan
2.000
años
muertos.
En la
mansión
de
Octavius
Quartio,
los
fantasmas
togados
parecen
errar
aún
por
los
maravillosos
jardines,
plenos
de
fuentes
y
pérgolas
en las
que
medran
los
mirlos.
En el
termopolio
(bar)
del
Lararario
resuena
todavía
el eco
de las
últimas
conversaciones;
aquí
se
halló
incluso
la
caja
registradora
del
establecimiento
con la
recaudación
del
día de
la
erupción,
683
sestercios.
De la
fullonica
(lavandería)
de
Stefanos
emana
un
olor
ácido:
algún
gracioso
clasicista
habrá
hecho
aguas
menores
recordando
que el
líquido
que se
empleaba
para
blanquear
aquí
la
ropa
era la
orina,
la
humana
generalmente,
aunque
la más
apreciada,
según
las
fuentes,
era la
de
camello.
Uno
cree
errar
realmente
por la
antigüedad,
en
pleno
peplum,
cuando
de
repente
atraviesa
transversalmente
por el
fondo
de la
calle
un
tren
rojo
que
cubre
la
ruta
circunvesubiana.
Frente
a la
casa
del
Larario
de
Aquiles,
una
joven
restauradora
limpia
con un
cepillo
de
dientes
un
capitel
compuesto.
“Hay
que
restaurar
y
conservar”,
considera
la
arqueóloga Rodà.
“Queda
mucho
por
excavar
en
Pompeya,
casi
una
tercera
parte
de la
ciudad,
y eso
sin
contar
el
territorio
adyacente,
donde
había
muchas
villas
y
todas
las
estructuras
de
abastecimiento
de la
urbe.
Pero
excavar
no es
lo
prioritario.
Lo
prioritario
es el
mantenimiento
de lo
que ya
está
excavado,
que
sufre
tanto
con
las
visitas
masivas”.
El
anfiteatro
de
Pompeya,
donde
se
juntan
Gladiador
y las
pelis
de
catástrofes
tipo
El
coloso
en
llamas,
es una
pièce
de
resistance
de la
visita
a las
ruinas.
A los
pompeyanos
les
encantaban
los
combates:
los
organizaban
masivamente
los
políticos
locales
ad
captandum
vulgus;
para
conseguir
votos,
como
si
dijéramos.
La
ciudad
está
llena
de
anuncios
de
luchas
y de
grafitos
con
frases
sobre
gladiadores
–“Celado
Octaviano,
tracio,
tres
victorias:
suspiro
de
todas
las
mujeres”–
e
imágenes
incluso
de
algunos.
Cuatro
jóvenes
soldados
musculosos
y con
el
pelo
cortado
a
cepillo
cuchichean
hoy en
el
centro
de la
arena
como
si
fueran
del
equipo
de
Máximo,
el
personaje
de
Ridley
Scott.
Pisar
este
escenario
¿te
hace
más
valiente
o sólo
más
frágil?
Luchar
y
morir
aquí,
en un
día
turbio
como
éste…
Gentes
crueles.
Un
grupo
de
perros
sin
dueño
de los
que
abundan
entre
las
ruinas
se
enzarza
en una
pelea
con
profusión
de
gruñidos
y
mordiscos.
Cave canem.
De
repente,
el
terrible
casco
de
gladiador
murmillo
con
cresta
y
visera
hallado
en la
Caserna
dei
Gladiatori
se
convierte
en
símbolo
de una
ciudad
malvada,
con
prostitutas
infantiles,
esclavos
y
consagrada
al
beneficio
–“salve
lucrum”,
reza
en la
entrada
de las
casas–
y el
enriquecimiento
desalmado.
¿Era
así
Pompeya?
¿Mereció
la
suerte
de
Sodoma
y
Gomorra
a la
que le
condenó
la
naturaleza?
Era
una
ciudad
muy
comercial,
muy
activa;
con
mucho
juego
político,
dinero
rápido,
corrupción,
lobbies
y
negocio
bajo
mano,
coinciden
en
señalar
la
arqueóloga
Rodà y
el
novelista
Harris.
Reinaba
una
erotomanía
viciosilla.
Hoy
nos
choca
que en
tantas
casas
y en
la vía
pública
se
diera
rienda
suelta
a la
obscenidad
y
figuraran
por
doquier
coyundas,
príapos
y
penes
erectos
con la
leyenda
“hic
habitat
felicitas”.
Negocios
y
sexo:
“Cuando
me
haces
las
cuentas,
Batacarro,
yo te
daría
por el
culo”
(CIL,
IV,
2254).
El
visitante
se
planta
en el
foro y
al
elevar
la
vista
se
encuentra
con la
masa
ingente
del
Vesubio.
Suenan
las
campanas
de una
iglesia
vecina
y un
vigilante
se
santigua
entre
las
ruinas.
La
descripción
de los
momentos
finales
de
Pompeya
es la
guinda
en el
thriller
de
Harris.
Se ha
basado
en las
nuevas
investigaciones
de los
vulcanólogos.
Es
difícil
hacerse
una
idea
de lo
que
fue
aquello.
Norman
Lewis,
que
tuvo
el
dudoso
privilegio
de
observar
la
mucho
más
modesta
erupción
del
Vesubio
de
1944,
cuando
era
oficial
de
inteligencia
en la
Campania,
escribió
en su
delicioso
Nápoles
1944
(Península):
“Fue
el
espectáculo
más
terrible
que he
presenciado
y
espero
presenciar
en la
vida”.
Le
sorprendió
la
calidad
“tridimensional”
y
plástica
de la
columna
que
brotaba
del
volcán
y
comparó
esa
nube
gris
con
“un
cerebro
colosal
palpitante”.
La
explosión
del
año 79
equivalió
a
100.000
bombas
atómicas
como
la de
Hiroshima.
Después
de una
serie
de
prolegómenos
similares
a la
mala
digestión
de un
gigante
(temblores,
filtración
de
gases,
pequeños
vómitos),
el
fenómeno
comenzó
poco
después
de
mediodía
con la
expulsión
de una
columna
de
ceniza,
roca y
piedra
pómez
que
ascendió
a 20
kilómetros
de
altura.
Una
hora
después
se
inició
la
caída
de
ceniza
y
piedrecitas
ligeras,
que
fueron
creando
una
capa
cada
vez
más
gruesa
sobre
el
suelo
y los
tejados.
Hacia
las
seis
de la
tarde
se
hundían
los
techos
por la
acumulación
de
material
volcánico,
y la
gente
huía
de la
ciudad
entre
nubes
de
polvo
y
ceniza
que
habían
oscurecido
el
cielo
como
si
fuera
de
noche.
Harris
describe
esa
escena
como
las
imágenes
del
atentado
del
11-S,
unidos
los
neoyorquinos
del
siglo
XXI y
los
pompeyanos
del I
en una
misma
iconografía
de la
desesperación.
Se
produjeron
muertes
entre
los
derrumbamientos,
por
asfixia
a
causa
de los
gases
y por
la
caída
de
piedras
de
mayor
grosor.
Hubo
gente
que
quedó
angustiosamente
atrapada
en las
casas,
con
las
puertas
y
ventanas
bloqueadas
por el
lapilli,
como
los
que
perecieron
en la
casa
de
Menandro.
Otros
escaparon
para
morir
en las
calles,
como
el
grupo
hallado
en el
Jardín
de los
Fugitivos,
al
menos
tres
familias
completas.
En
torno
a las
ocho
de la
mañana
siguiente
llegó
la
gran
ola
hirviente,
la
nube
piroclástica,
de
ceniza
y
piedra
incandescente
que se
desplomó
del
cielo
y
resbaló
desde
la
pendiente
del
Vesubio
a 300
kilómetros
por
hora.
Y se
tragó
la
ciudad,
como
siete
horas
antes
otra
había
sepultado
Herculano.
Se
calcula
que
sólo
en
Pompeya
murieron
unas
2.000
personas
(se
han
encontrado
1.150
cuerpos).
“Fue
algo
apocalíptico,
pero
gradual”,
resume
Rodà.
“Tuvo
un
crescendo
pasmoso”.
Harris
relata
muy
bien
esa
sucesión
de
fases
destructivas
prologada
por
una
serie
de
avisos
y
rematada
por el
gran
final
in
bellezza
(geológicamente
hablando).
¿Qué
les
parecería
a los
pompeyanos
todo
ello?
“Les
habrá
extrañado,
inicialmente”,
opina
Isabel
Rodà.
“Luego
pensarían
seguramente
que
los
dioses
estaban
enfadados.
Los
romanos
eran
más
supersticiosos
que
religiosos.
Se
acordaban
de
santa
Bárbara
cuando
tronaba.
No
sabían
que el
Mons
Vesubius
era un
volcán.
Después,
al
llegar
lo
peor,
creerían
estar
ante
un
gran
castigo
divino”.
Mientras
el
enviado
especial
a
Pompeya
trata
de
imaginar
cara
al
Vesubio
lo que
se
siente
al
recibir
(como
el
villano
Ampliato)
el
impacto
del
muro
de
fuego
con
infernal
olor a
sulfuro,
y
vaporizarse,
se oye
un
chillido.
Es una
joven
con
hechuras
de
Afrodita
kallypigos
que
acaba
de ver
un
cadáver.
Se
trata
del
hombre
sentado
que se
cubre
el
rostro,
uno de
los
más
famosos
moldes
de los
muertos
de
Pompeya
y la
visión
que
más
impresionó
de
toda
la
ciudad,
según
propia
confesión,
a
Robert
Harris.
Alguien
ha
colocado
junto
a la
figura
gris
una
rosa
roja.
Éste y
otros
de las
decenas
de
cuerpos
moldeados
por el
procedimiento
de
inyectar
yeso
en la
cavidad
que
dejaron
en las
cenizas
petrificadas
al
descomponerse
se
exhiben
en el
Horreum
–que
no
significa
horror,
sino
granero–
del
foro,
entre
una
polvorienta
amalgama
de
ánforas
y
cerámica.
“Unos
lamentaban
su
suerte;
otros,
la
suerte
de sus
seres
queridos”,
escribe
Plinio
el
Joven.
“Muchos
alzaban
sus
manos
a los
dioses”.
Un
hombre
en
decúbito,
sobre
una
mesa,
aparece
congelado
en un
último
estremecimiento.
En una
vitrina,
una
muchacha
se
tapa
la
boca
con un
pliegue
de la
túnica.
“Podías
oír
los
gemidos
de las
mujeres,
los
lloros
de los
niños
y los
alaridos
de los
hombres…”.
Y en
el
centro
del
horror
se
alza
la
imagen
misma
del
espanto:
el
perro
retorcido.
El
destino
preservó
su
inútil
lucha
por
zafarse
de la
cadena.
Todo
el
poder
del
volcán
está
escrito
en sus
estertores.
Con
estado
de
ánimo
sombrío.
Qué
sobredosis
de
antigüedad
y
tragedia.
Los
pasos
llevan
a la
Porta
Ercolano,
y de
allí,
a
través
de la
vía de
los
sepulcros,
a la
Villa
de los
Misterios,
junto
a la
salida.
En
vano
buscará
uno en
sus
oscuras
pinturas
consuelo
al
gran
memento
mori,
recuerdo
de la
muerte,
que es
Pompeya.
Pero
en el
suelo,
en un
rincón
donde
ha
brotado
musgo
con
las
últimas
lluvias,
se
retuerce
tratando
de
ocultarse
una
salamandra.
“Este
animal
es tan
intensamente
frío
que
apaga
el
fuego
a su
contacto”,
escribió
Plinio
el
Viejo.
Siguiendo
los
consejos
del
sabio,
la
tomamos
en la
mano y
la
apretamos
contra
el
pecho
como
un
talismán. |