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13/12/04

Jacinto Antón ● El País

La verdadera historia de Pompeya
La gran erupción del Vesubio del año 79, que sepultó una de las ciudades más activas del Imperio Romano, vuelve a la actualidad con nuevos hallazgos científicos y el éxito de la novela histórica ‘Pompeya’, de Robert Harris.

Todo yace sumergido en llamas y triste ceniza. Ni los dioses hubieran tenido poder para hacer algo parecido”. ‘Epigramas’, Marcial.

En este preciso lugar, el Vesubio mató al almirante Plinio. Sabio, curioso, corajudo, el gran Cayo Plinio Segundo, llamado el Viejo, autor de la monumental Historia natural, valiente soldado nombrado por el emperador Vespasiano comandante de la flota del Tirreno, tuvo las santas narices de querer ir a ver qué demonios pasaba aquel funesto 24 de agosto del año 79 con el monte Vesubio, del que brotaba una aterradora nube de humo en forma de ominoso pino (nosotros diríamos que con aspecto de hongo de explosión atómica).

Ni corto ni perezoso, y cubriendo su impulso de curiosidad –esa sana curiosidad científica que está en la base de sus escritos y que al final le fue a costar la vida– con el pretexto de una suerte de acción de protección civil ante litteram, Plinio zarpó desde su base de Misenum a bordo de uno de los barcos de la flota y, tras atravesar el golfo de Nápoles y detenerse frente a Pompeya para observar la que estaba cayendo, atracó en Stabiae.

Desde aquí tendré mejor vista, se diría el almirante naturalista. Así que aquí estamos, en la playa de lo que hoy es Castellammare di Stabia y que realmente arroja una panorámica sensacional de la bahía, con el Vesubio en el centro –sin penacho humeante, gracias a Dios–, tratando de imaginar la salvaje escena que se brindó a los ojos de Plinio y sus sensaciones en ese culminante (y postrer) momento de su carrera.

Parece un buen sitio para iniciar este viaje a los últimos días de Pompeya, en la estela de los nuevos descubrimientos sobre cómo se produjo esa catástrofe y la estupenda novela que ha escrito Robert Harris recreando el suceso (Pompeya, editorial Grijalbo). Pocas cosas recuerdan este mediodía melancólico y gris aquella volcánica jornada en tiempos de Tito.

En el paseo marítimo, unas atracciones infantiles duermen ajenas al drama colosal que se desarrolló hace veinte siglos. Es cierto que el paseo lleva el nombre de un héroe marino: el capitán de corbeta Domenico Baffigo, medaglie d’oro al valor militar, bárbaramente asesinado por los nazis el 11 de septiembre de 1943 durante su defensa de la cantera naval de la localidad. ¡Cuánta gente valiente ha muerto por aquí, Dios santo! En el puerto, a la izquierda puede verse un par de grandes catamaranes de pasajeros de la compañía Tirrena (pero no son trirremes).

En el borde del mar, la arena sucia se introduce en los zapatos. Bandadas de gaviotas se pelean, entre grandes risotadas, por los montones de porquería de que está sembrada la playa, y sobre la pared de un chiringuito cerrado alguien ha escrito con trazo feroz: “Ti amo, Rosalia”.

Otro Plinio, el Joven, sobrino del nuestro y adoptado por él, nos ha dejado un testimonio excepcional sobre la muerte del sabio –y el desastre que también él contempló, desde Miseno– en dos cartas enviadas al historiador Tácito. Constituyen el primer relato de una erupción volcánica. Leerlas en voz alta aquí, en la misma playa, con un cojín en la cabeza como el que se puso la gente aquel día para protegerse de la lluvia de proyectiles de piedra pómez con la que rociaba el mundo el Vesubio, podrá parecer extravagante, pero crea todo un clima.

“El noveno día antes de las calendas de septiembre, hacia la séptima hora [24 de agosto, entre las dos y las tres de la tarde], mi madre señaló a mi tío una nube, inusual en su tamaño y apariencia…”. Al grito entusiasta de “audaces Fortuna iuvat”, Plinio el Viejo corrió hacia el desastre. Plinio el Joven, a la sazón de 18 años, pero ya mucho más prudente, declinó acompañarle. “Grandes llamas y vastos fuegos brotaron de diferentes puntos del monte Vesubio”, escribe.

Debió parecer un castigo divino: terremotos, el mar retirándose y dejando en seco un muestrario de criaturas marinas para regresar luego en forma de tsunami. Cayó una noche falsa “más negra y espesa que todas las noches”, en la que estallaban feroces relámpagos. Al irse desplomando la nube de cenizas, gas venenoso y piedra pómez se producen varias olas de lo que los expertos denominan, con esdrújulo placer, flujo piroclástico: una masa gaseosa ardiente de alta densidad que contiene en suspensión una gran cantidad de partículas sólidas. Esas monstruosas avalanchas sucesivas a 300 grados arrasan cuanto encuentran a su paso. La última, la misma que asuela Pompeya en un gran final apocalíptico, hirviendo a los habitantes que atrapa, llega hasta Stabia, donde se extingue.

Plinio ve el dantesco espectáculo desde un verdadero palco de honor, de pie en la playa; pero el horror desborda la pantalla: siente que se ahoga y cae sobre la arena, retorciéndose. ¿El gas venenoso o un infarto? En su novela, Robert Harris le imagina enfrentando con una última punzada de curiosidad la ola de fuego que se le traga. El visitante, cargado de libros, guías, mapas y plumas de gaviota, se retira al bar Plinio, precisamente, y es recibido con la untuosa cordialidad típica de la zona y propicia una animada conversación sobre la antigüedad clásica.

Un cliente que debe de ser el erudito local, aunque parece el lugarteniente de Vito Genovese, apunta la tesis de que Plinio no murio en Stabia, sino más cerca de Pompeya, en lo que era su puerto marítimo, en Bottaro, en el delta del río Sarno. Allí, en 1899, fue descubierto, explica, un grupo de 73 esqueletos de víctimas de la erupción, entre ellos el de un hombre anciano cubierto de joyas valiosísimas (más de un kilo de oro) y que portaba al cinto una lujosa espada. El ajado cráneo que, contra el parecer de la mayoría de los estudiosos, se ha atribuido a Plinio fue robado del Museo dell’Arte Sanitaria de Roma, donde estaba depositado, aunque luego fue recuperado en el jardín…

Huyendo de la vieja Stabia y de la imagen de la cabeza del noble Plinio rodando entre las rosas, los pasos –bien, el coche– nos llevan ahora al otro extremo de la bahía. A Cuma, a los predios de la hórrida y frenética sibila. ¿Habrían recibido los pompeyanos algún oráculo advirtiéndoles de lo que les esperaba?

En su novela, Harris, según confesó a quien firma estas líneas en una conversación en su casa en Kintbury, en la campiña inglesa, inventa el episodio: Popidio, el malo de la historia, hace una consulta, y la respuesta es que cuando los césares se hayan convertido en polvo y el imperio se haya desvanecido, Pompeya perdurará. Lo que los ricos de la ciudad no saben es que no se trata de una respuesta positiva, sino de una verdadera maldición: Pompeya y sus habitantes perdurarán, por supuesto… muertos, como en un grand guignol arqueológico.

De todas formas, es difícil que la sibila pronosticara que en 1943 los aliados iban a bombardear las ruinas creyendo que en ellas se ocultaba una división Panzer alemana (destruyeron multitud de tesoros arqueológicos, entre ellos los esqueletos y figuras de la Villa de los Misterios).

Se llega al parque arqueológico de Cuma pasando por sitios tan alegres como el lago Averno, la Solfatarra de Pozzouli (un cráter humeante y lleno de barro en ebullición) y el anfiteatro Flavio, donde lanzaron a San Gennaro a los leones (éstos declinaron comérselo, así que hubo que decapitarlo).

En Miseno se puede visitar la famosa Piscina Mirabilis, la gran cisterna destinada a aprovisionar la flota romana, que desempeña un papel destacado en la novela de Robert Harris. El Antro de la Sibila, donde se supone que ésta ofrecía sus aviesas predicciones, es un lugar lúgubre, más aún porque hoy es tarde y ya han cerrado. Sólo cabe denostar la paradójica falta de previsión de la adivina y mosquearse con los empleados del garaje de Bacoli que han orientado mal al visitante, sin duda considerando que l’Antro della Sibila era una casa de mala nota.

Sin embargo, uno puede consolarse recitando unos versos de la Eneida entre las basuras que se acumulan junto a la puerta del recinto –“y rebrama su voz en la caverna / entrevelando en sombras la verdad”–, mientras el viento, émulo de Virgilio, arrastra papeles grasientos. ¿Qué deparará el mañana en la ciudad muerta?

Amanece en Pompeya, asombrosamente húmeda. El madrugón ha servido para disfrutar un atisbo de la urbe sepultada libre de turistas. El lado negativo es que todos los vendedores de souvenirs de la zona se concentran en el paseante, que en un momento adquiere una copia de un gladiador de falso bronce, dos camafeos y tres libros asombrosamente explícitos sobre el erotismo pompeyano –“si quieres un buen revolcón, Pompeya es el lugar indicado: ¡nueve burdeles!”, exclama un personaje de la novela de Harris–. Pompeya era una ciudad de Venus, a la que estaba dedicada desde su mismo nombre oficial: Colonia Veneria Cornelia. Más claramente lo dice el autor de uno de los numerosos grafitos amatorios: “Me he jodido a la tía de la taberna” (Cuerpo de inscripciones latinas, IV, 8442).

La verdad, la llegada a la ciudad, por la misma Porte Marine, no es tan diferente de la del protagonista de Pompeya, el inteligente ingeniero Atilio, cuya misión es descubrir qué diantres le ocurre al gran acueducto que abastece de agua a toda la región y del que el líquido ha dejado de fluir (lo que ocurre, por supuesto, es que el volcán ya empieza a hacer de las suyas). A Atilio le ofrecen papagayos de la India, monos africanos y esclavas orientales famosas por sus habilidades sexuales. Encuentra que Pompeya, con 20.000 habitantes, es una ciudad de buscones, llena de gente al acecho, hospitalaria con los visitantes mientras pueda esquilmarlos. Habrá que ir con cuidado.

Todo eso, y lo del sexo, no nos lo explicó nuestra primera fuente, el erudito Ceram (claro que el ínclito autor de Dioses, tumbas y sabios tampoco nos dijo que en realidad se llamaba Kurt Marek y había sido corresponsal de guerra nazi con el mariscal Keitel en Narvik). Hace fresco y amenaza lluvia, pero cargado como va el visitante moderno –que además, entusiasmado, pronto se llena los bolsillos de lapilli, las piedrecitas volcánicas que cubrieron la ciudad como un granizo negro (una capa de cuatro a ocho metros de grosor) y que están todavía por todas partes en el suelo–, enseguida está sudando como si en vez de a finales de otoño estuviéramos en aquel agosto tórrido.

El novelista Harris paseó por Pompeya, mientras pensaba cómo escribir su novela, tratando de encontrar un punto de arranque original para su historia. Fue a encontrarlo en el lugar seguramente con menos glamour de la ciudad sepultada –incluyendo la actual cafetería–: el Castellum Aquae, una sosa construcción de ladrillo rojo junto a la Puerta del Vesubio que es la cisterna principal a la que llegaba el agua del acueducto.

“En un agosto tan caluroso como aquel de la erupción, el de 2000”, me explicó el autor, “noté un olor a humedad que se secaba sobre la piedra y que venía de ese edificio. Observé que la línea del acueducto se dirigía exactamente hacia el monte Vesubio. Ésa iba a ser mi vía para entrar en la historia”. Al menos otra persona en el mundo está tan entusiasmada con este monumento al que no dedicaría ni veinte segundos el turista japonés más entusiasta de los que hoy recorren a paso de carga la ciudad. Se trata de la arqueóloga catalana Isabel Rodà, que, lo que son las cosas, no sólo interviene en el célebre nuevo programa de la BBC sobre Pompeya, sino que es la comisaria de una exposición –Aqua romana– que se exhibe actualmente en el Museo de les Aigües de Cornellà, junto a Barcelona, y que dedica buena parte de su espacio a la ingeniería hidráulica romana.

Atilio firmaría sin duda la frase de Frontino que es el lema de la exposición (y que incluye una estupenda maqueta del Castellum Aquae): “Tot aquarum tam multis necessariis compares aut cetera inertia sed molibus pyramidas videlicet otiosas fama celebrata opera Graecorum” (“Comparad las numerosas moles de las conducciones de agua, tan necesarias, con las ociosas pirámides, o bien con las inútiles pero famosas obras de los griegos”). Ay, Frontino, los griegos vale, pero no nos toques las pirámides.

Rodà ha leído la novela de Harris y dice que se lo pasó estupendamente; alaba su documentación (con las lógicas licencias de la novela histórica), que haya escogido a un aquarius (fontanero) de protagonista y que use el asunto del agua como aproximación original a un tema tan socorrido como es el de los últimos días de Pompeya. En fin, empezamos el viaje solos, pero ahora ya somos multitud: los Plinio, Harris, Atilio, el malo Popidio y la arqueóloga Rodà. Pronto se unirán un montón de cadáveres, las meretrices, los gladiadores y hasta el fantasma de Espartaco, que se escondió una temporada en el monte Vesubio.

Cada visitante tendrá su lugar favorito en Pompeya (quizá la Casa del Fauno, la mansión de los Vetii, la oficina del garum o, ejem, el lupanar), pero el de este enviado especial es el coqueto templo de Isis. Y no únicamente porque el otro día revoloteaba por sus románticas ruinas entre pinos un precioso colirrojo tizón macho, sino porque el recuerdo de las exóticas (y muy egipcias) ceremonias que aquí se realizaron parece impregnar aún todo el recinto.

Poco antes de la erupción, el templo, afectado por el terremoto del 62, fue reconstruido por un liberto como una forma de granjearse prestigio social: Popidio Ampliatus. “Sí, mi villano es un personaje histórico, como la gran mayoría de los que aparecen en la novela”, dice Harris. “He rastreado todos sus nombres”. El Popidio de la narración es malvado, pero tiene una justificación muy pompeyana: de niño, su amo abusaba sexualmente de él. Incluso para esto hay documentación; reza uno de los grafitos obscenos tan frecuentes en las paredes de la urbe sepultada: “Ampliatus, Icarus te pedicat” (“Ampliato, Ícaro te sodomiza”).

Pasear por la Via dell’Abondanza, una de las grandes arterias de Pompeya, es como jugar a las visitas, con la diferencia de que en las casas que nos abren sus puertas todos llevan 2.000 años muertos. En la mansión de Octavius Quartio, los fantasmas togados parecen errar aún por los maravillosos jardines, plenos de fuentes y pérgolas en las que medran los mirlos. En el termopolio (bar) del Lararario resuena todavía el eco de las últimas conversaciones; aquí se halló incluso la caja registradora del establecimiento con la recaudación del día de la erupción, 683 sestercios.

De la fullonica (lavandería) de Stefanos emana un olor ácido: algún gracioso clasicista habrá hecho aguas menores recordando que el líquido que se empleaba para blanquear aquí la ropa era la orina, la humana generalmente, aunque la más apreciada, según las fuentes, era la de camello.

Uno cree errar realmente por la antigüedad, en pleno peplum, cuando de repente atraviesa transversalmente por el fondo de la calle un tren rojo que cubre la ruta circunvesubiana. Frente a la casa del Larario de Aquiles, una joven restauradora limpia con un cepillo de dientes un capitel compuesto.

“Hay que restaurar y conservar”, considera la arqueóloga Rodà. “Queda mucho por excavar en Pompeya, casi una tercera parte de la ciudad, y eso sin contar el territorio adyacente, donde había muchas villas y todas las estructuras de abastecimiento de la urbe. Pero excavar no es lo prioritario. Lo prioritario es el mantenimiento de lo que ya está excavado, que sufre tanto con las visitas masivas”.

El anfiteatro de Pompeya, donde se juntan Gladiador y las pelis de catástrofes tipo El coloso en llamas, es una pièce de resistance de la visita a las ruinas. A los pompeyanos les encantaban los combates: los organizaban masivamente los políticos locales ad captandum vulgus; para conseguir votos, como si dijéramos. La ciudad está llena de anuncios de luchas y de grafitos con frases sobre gladiadores –“Celado Octaviano, tracio, tres victorias: suspiro de todas las mujeres”– e imágenes incluso de algunos.

Cuatro jóvenes soldados musculosos y con el pelo cortado a cepillo cuchichean hoy en el centro de la arena como si fueran del equipo de Máximo, el personaje de Ridley Scott. Pisar este escenario ¿te hace más valiente o sólo más frágil? Luchar y morir aquí, en un día turbio como éste… Gentes crueles. Un grupo de perros sin dueño de los que abundan entre las ruinas se enzarza en una pelea con profusión de gruñidos y mordiscos. Cave canem. De repente, el terrible casco de gladiador murmillo con cresta y visera hallado en la Caserna dei Gladiatori se convierte en símbolo de una ciudad malvada, con prostitutas infantiles, esclavos y consagrada al beneficio –“salve lucrum”, reza en la entrada de las casas– y el enriquecimiento desalmado. ¿Era así Pompeya? ¿Mereció la suerte de Sodoma y Gomorra a la que le condenó la naturaleza? Era una ciudad muy comercial, muy activa; con mucho juego político, dinero rápido, corrupción, lobbies y negocio bajo mano, coinciden en señalar la arqueóloga Rodà y el novelista Harris. Reinaba una erotomanía viciosilla.

Hoy nos choca que en tantas casas y en la vía pública se diera rienda suelta a la obscenidad y figuraran por doquier coyundas, príapos y penes erectos con la leyenda “hic habitat felicitas”. Negocios y sexo: “Cuando me haces las cuentas, Batacarro, yo te daría por el culo” (CIL, IV, 2254). El visitante se planta en el foro y al elevar la vista se encuentra con la masa ingente del Vesubio. Suenan las campanas de una iglesia vecina y un vigilante se santigua entre las ruinas. La descripción de los momentos finales de Pompeya es la guinda en el thriller de Harris.

Se ha basado en las nuevas investigaciones de los vulcanólogos. Es difícil hacerse una idea de lo que fue aquello. Norman Lewis, que tuvo el dudoso privilegio de observar la mucho más modesta erupción del Vesubio de 1944, cuando era oficial de inteligencia en la Campania, escribió en su delicioso Nápoles 1944 (Península): “Fue el espectáculo más terrible que he presenciado y espero presenciar en la vida”. Le sorprendió la calidad “tridimensional” y plástica de la columna que brotaba del volcán y comparó esa nube gris con “un cerebro colosal palpitante”.

La explosión del año 79 equivalió a 100.000 bombas atómicas como la de Hiroshima. Después de una serie de prolegómenos similares a la mala digestión de un gigante (temblores, filtración de gases, pequeños vómitos), el fenómeno comenzó poco después de mediodía con la expulsión de una columna de ceniza, roca y piedra pómez que ascendió a 20 kilómetros de altura. Una hora después se inició la caída de ceniza y piedrecitas ligeras, que fueron creando una capa cada vez más gruesa sobre el suelo y los tejados.

Hacia las seis de la tarde se hundían los techos por la acumulación de material volcánico, y la gente huía de la ciudad entre nubes de polvo y ceniza que habían oscurecido el cielo como si fuera de noche. Harris describe esa escena como las imágenes del atentado del 11-S, unidos los neoyorquinos del siglo XXI y los pompeyanos del I en una misma iconografía de la desesperación.

Se produjeron muertes entre los derrumbamientos, por asfixia a causa de los gases y por la caída de piedras de mayor grosor. Hubo gente que quedó angustiosamente atrapada en las casas, con las puertas y ventanas bloqueadas por el lapilli, como los que perecieron en la casa de Menandro. Otros escaparon para morir en las calles, como el grupo hallado en el Jardín de los Fugitivos, al menos tres familias completas.

En torno a las ocho de la mañana siguiente llegó la gran ola hirviente, la nube piroclástica, de ceniza y piedra incandescente que se desplomó del cielo y resbaló desde la pendiente del Vesubio a 300 kilómetros por hora. Y se tragó la ciudad, como siete horas antes otra había sepultado Herculano. Se calcula que sólo en Pompeya murieron unas 2.000 personas (se han encontrado 1.150 cuerpos). “Fue algo apocalíptico, pero gradual”, resume Rodà. “Tuvo un crescendo pasmoso”.

Harris relata muy bien esa sucesión de fases destructivas prologada por una serie de avisos y rematada por el gran final in bellezza (geológicamente hablando). ¿Qué les parecería a los pompeyanos todo ello? “Les habrá extrañado, inicialmente”, opina Isabel Rodà. “Luego pensarían seguramente que los dioses estaban enfadados. Los romanos eran más supersticiosos que religiosos. Se acordaban de santa Bárbara cuando tronaba. No sabían que el Mons Vesubius era un volcán. Después, al llegar lo peor, creerían estar ante un gran castigo divino”.

Mientras el enviado especial a Pompeya trata de imaginar cara al Vesubio lo que se siente al recibir (como el villano Ampliato) el impacto del muro de fuego con infernal olor a sulfuro, y vaporizarse, se oye un chillido. Es una joven con hechuras de Afrodita kallypigos que acaba de ver un cadáver. Se trata del hombre sentado que se cubre el rostro, uno de los más famosos moldes de los muertos de Pompeya y la visión que más impresionó de toda la ciudad, según propia confesión, a Robert Harris. Alguien ha colocado junto a la figura gris una rosa roja.

Éste y otros de las decenas de cuerpos moldeados por el procedimiento de inyectar yeso en la cavidad que dejaron en las cenizas petrificadas al descomponerse se exhiben en el Horreum –que no significa horror, sino granero– del foro, entre una polvorienta amalgama de ánforas y cerámica. “Unos lamentaban su suerte; otros, la suerte de sus seres queridos”, escribe Plinio el Joven. “Muchos alzaban sus manos a los dioses”.

Un hombre en decúbito, sobre una mesa, aparece congelado en un último estremecimiento. En una vitrina, una muchacha se tapa la boca con un pliegue de la túnica. “Podías oír los gemidos de las mujeres, los lloros de los niños y los alaridos de los hombres…”. Y en el centro del horror se alza la imagen misma del espanto: el perro retorcido. El destino preservó su inútil lucha por zafarse de la cadena. Todo el poder del volcán está escrito en sus estertores. Con estado de ánimo sombrío. Qué sobredosis de antigüedad y tragedia.

Los pasos llevan a la Porta Ercolano, y de allí, a través de la vía de los sepulcros, a la Villa de los Misterios, junto a la salida. En vano buscará uno en sus oscuras pinturas consuelo al gran memento mori, recuerdo de la muerte, que es Pompeya. Pero en el suelo, en un rincón donde ha brotado musgo con las últimas lluvias, se retuerce tratando de ocultarse una salamandra. “Este animal es tan intensamente frío que apaga el fuego a su contacto”, escribió Plinio el Viejo. Siguiendo los consejos del sabio, la tomamos en la mano y la apretamos contra el pecho como un talismán.

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