La
sugestión
del
lugar es
intensa:
emerge
de un
pasado
de poder
y de
gloria.
De la
fascinación
de
monumentos
mutilados.
De una
fastuosidad
casi
inconcebible.
De la
nostalgia
que
provoca
lo que
ya no
existe.
Esto es
Villa
Adriana,
y
todavía
más...
Podría
parecer
una
leyenda.
Una
fábula
de otras
épocas
traída
al mundo
actual a
través
de las
voces de
los
historiadores.
En
cambio,
no es
así. El
sitio
que ha
acunado
un mito,
despierta
emociones
contradictorias
en
quienes
lo
visitan
porque
todos
comprenden
que allí
se
esconde
"algo"
más, y
que para
descubrirlo,
primero
será
necesario
conocer
aspectos
de la
vida y
de la
personalidad
de su
propietario.
Se trata
de
Adriano,
un
emperador
que
además
de
cumplir
con sus
funciones
de
gobierno
busca
hacer
realidad
sus
sueños.
En otras
palabras,
los
concreta
en una
Villa
situada
en las
cercanías
de
Tívoli,
a
escasos
kilómetros
de Roma.
Amigo
lector,
si está
de
acuerdo,
le
invito a
ir a su
encuentro.
A
trasponer
los
umbrales
de la
residencia
de
Adriano.
Una
acción
que sólo
representa
avanzar
por un
sendero
polvoriento,
lo que
por
cierto
resulta
más
complicado
es "ver"
la Villa
con los
ojos y
los
sentimientos
del
emperador.
Un ser
extraño.
Sensible.
Fascinante.
Un
hombre,
un
emperador
Repasemos
las
señas
particulares
del
protagonista
que hoy
nos
convoca.
Adriano
nace en
el 76
d.C. en
Itálica,
una
colonia
vecina a
Sevilla
(España).
Cuando
apenas
cuenta
con 18
años es
"adoptado"
por
Trajano,
al que
sucede
en el
trono.
Si bien
posee
una
formación
militar,
no le
interesa
sumar
territorios
al
Imperio,
por
medio de
la
guerra.
Prefiere
mantener
la paz
usando
una
estrategia
defensiva.
Se
limita a
levantar
murallas
(se
conservan
intactas
en el
Sur de
Inglaterra)
con el
fin de
desalentar
a
probables
enemigos,
y a
vigilar
las
extensísimas
fronteras
imperiales.
De
inteligencia
brillante,
le gusta
escribir,
filosofar,
y
defender
a los
más
vulnerables
(Trabaja
en leyes
que
favorecen
las
condiciones
de vida
de los
esclavos
hasta
que
aquellos
consiguiesen
la
categoría
de
"liberto",
o sea la
libertad).
No
pierde
de vista
el
patrimonio
público.
Es más,
lo
administra
como si
fuese un
experimentado
economista.
Ama todo
lo
bello,
en
especial,
expresiones
artísticas
de la
civilización
griega.
Dicha
afición,
lo lleva
a
residir
largas
temporadas
en
Atenas.
Viajero
incansable.
Agudo
observador,
tiene
debilidad
por la
arquitectura:
le atrae
diseñar
y
construir
edificios.
Bajo su
dirección
se
restaura
el
Pantheon
de Roma
(había
sido
destruido
por un
voraz
incendio).
Erige
templos
al pie
de la
Acrópolis
Ateniense,
también,
fortalezas,
puentes
y
palacios.
¿Su obra
más
anhelada?
La Villa
que
estamos
a punto
de
conocer.
Retratos
de una
obsesión
A
propósito.
Ud.
¿cómo la
imagina?
Le
adelanto
que no
se
ajusta a
los
cánones
de una
villa
tradicional.
¿Por
qué? Le
respondo.
Adriano
pretende
reunir
en ella,
panoramas,
escenarios,
edificaciones,
obras de
arte que
reproduciesen
aquello
que -en
sus
innumerables
viajes-
lo había
deslumbrado.
Es
decir,
convierte
la Villa
en un
álbum
fotográfico,
que
"hojea"
cada vez
que lo
domina
la
nostalgia.
Su
comportamiento
no tiene
nada de
raro. Es
de una
simplicidad
apabullante.
¿Acaso,
nunca le
sucedió,
después
de unas
vacaciones?
Estoy
segura
de que
sí, ya
que
ningún
viajero
parte
sólo
para
enviar
postales
o
agendar
paisajes.
Un
viajero
recoge
polvo en
los
ojos, en
los
zapatos,
en la
ropa, en
el alma.
Al
regresar,
la
memoria
agrupa
las
partículas
de polvo
y vuelve
a
transformarlas
en casa
y
castillos
de
piedra;
en arena
de
playas,
en
lechos
de ríos
o
desiertos;
en
templos,
obeliscos,
pueblos
fantasmas
o
ciudades
de
cemento.
Adriano,
con la
convicción
de
alcanzar
esa
meta,
inicia
en el
118 d.C.
la
construcción
de la
Villa, y
prosigue
agregando
"recuerdos
de
viaje" a
lo largo
de 20
años.
¿Los
arquitectos
responsables
de
tremenda
empresa?
Anónimos
desconocidos.
Sus
nombres
no
figuran
en
textos
de la
época.
Claro
que hay
una
razón.
El único
artífice
del
proyecto
es el
propio
Adriano.
Bien es
hora de
saber
cómo
"era" en
su etapa
de mayor
esplendor.
La Villa
Imperial
ocupa
300
hectáreas.
Cuenta
con 120
habitaciones,
salones
y
galerías
ricamente
ornamentadas.
¿Estilos
de la
decoración?
Variados.
Se
entrelazan
la
sensualidad
de
Egipto,
el
misterio
de
Oriente
y la
perfección
de las
esculturas
griegas.
Cubren
los
muros:
frescos,
mármoles
y
paneles
de
marfil.
Abundan
los
estucos
revestidos
con
láminas
de oro y
las
paredes
de
alabastro
capaces
de
"capturar"
en su
interior
la luz
del sol.
Debía
ser
fantástico
ser uno
de los
huéspedes
del
emperador.
Tener la
ocasión
de
asistir
a una
representación
en el
Teatro
Marítimo
(estaba
ubicado
en una
isla
artificial
en medio
de un
lago). O
concurrir
a las
Termas y
disfrutar
de los
baños o
de una
sesión
de
masajes.
O, tal
vez,
participar
de un
banquete,
recostado
sobre
uno de
los
divanes
del "Triclinium".
¿Que
dada las
circunstancias
los
platos
que
componían
el menú
podrían
haber
sido
poco
convencionales?
Nada de
eso, por
el
contrario.
El
emperador
piensa
que sus
compatriotas
"se
atiborran
de
hortalizas,
se
inundan
de
salsas y
se
envenenan
con
especies.
Comer
demasiado
-afirma-
es un
vicio
romano.
Yo fui
siempre
sobrio,
pero,
con un
toque de
voluptuosidad".
Frases
que
ayudan a
captar
su modo
de
manejar
las
sensaciones,
hasta
las más
elementales.
Bien,
sigamos
recorriendo
la Villa
sin
olvidar
un
detalle:
el
transcurrir
del
tiempo
hizo
estragos
en el
complejo.
Los
techos
se
derrumbaron.
Desaparecieron
los
mosaicos,
precipitaron
las
columnas
y las
galerías.
Todo fue
corroído,
degradado.
Poco
importa.
La magia
persiste
y
conmueve,
extrañamente,
al
visitante,
quizá,
porque
el alma
atormentada
del
emperador
no ha
decidido
aún
abandonarla
y
deambula
por los
caminos
solitarios.
El
Canope
Es el
monumento
más
impactante
de la
residencia,
y el
lugar
que
acoge
los
sentimientos
más
profundos
y
secretos
de
Adriano.
Amigo
lector,
para que
entienda
de qué
se
trata,
le
informo
que
Canope
fue una
antigua
localidad
egipcia
-la
actual
Abukir-
situada
a unas
15
millas
de
Alejandría,
en la
desembocadura
del Nilo.
La
sugestiva
belleza
de la
ciudad,
los
vientos
tibios
del mar,
el
floreciente
valle
que la
rodea, y
en
especial,
el
templo
de
Serapis
-una
divinidad
que
merced a
sus
oráculos
curaba
los
males
del
cuerpo y
del
espíritu-
la
transforman
muy
pronto
en un
boom
turístico.
Como
consecuencia
sus
zonas
costeras
se
pueblan
de
albergues,
negocios,
tertulias
que
frecuentan
alejandrinos,
cortesanas
y
extranjeros
ávidos
de
aventuras.
Todo, y
en
particular,
la
atmósfera
que allí
reinaba,
el
emperador
desea
re-crear
en su
Villa.
Para
lograrlo
manda
excavar
una
enorme
superficie,
que
repleta
de agua,
representa
al río
antes
mencionado
(En
realidad
se ve
igual a
una
larguísima
piscina
de
mármol).
En las
"riberas"
distribuye
edificios
-en
menor
escala-
idénticos
a los de
Canope.
Agrega
colinas
de
utilería,
una
magnífica
exedra,
dioses
paganos,
Cariátides
(de más
de 2
metros
de
altura)
y
"extras":
hermosas
esclavas
egipcias
y
bailarinas
que
circulan
entre
los
invitados.
¿Lo más
digno de
destacar?
El
templo,
que en
esta
ocasión,
no se
erigió
en honor
a
Serapis,
sino a
la
memoria
de
Antinoo,
el
favorito
del
emperador.
Un joven
que
muere
ahogado
durante
una
travesía
por el
Nilo.
Luego de
esa
tragedia,
Adriano
jamás
volvió a
ser el
mismo.
Es, a
partir
de
entonces,
un
hombre
entregado
a la
depresión
y a la
melancolía.
Agobiado
por el
dolor,
cierra
-definitivamente-
su álbum
fotográfico:
la
Villa, y
se
abraza a
su única
obsesión,
la que
aún lo
hace
vibrar:
Antinoo,
hasta el
día en
que su
vida se
apaga,
también.
Le
previne
que
resulta
casi una
herejía
visitar
la
residencia
imperial,
sin
tener
presente
a su
dueño.
Sin
duda,
hubiésemos
admirado
la
imponente
edificación,
el
anfiteatro,
las
Termas,
el
Ninfeo,
las
estatuas,
los
espejos
de agua,
los
pinos
que
corren
paralelos
a la
muralla
en parte
inexistente
de la
más
suntuosa
Villa
que el
mundo
haya
conocido,
pero, no
habríamos
interpretado
el
significado,
y la
trascendencia,
que le
otorgó
Adriano.
La de
ser un
cofre,
en el
que el
hombre
más
poderoso
del
Imperio
atesoraba
recuerdos
y
sueños.
Sueños
casi
imposibles,
que él
se
atrevió
a
convertir
en
realidad. |