De
Cartago a
las
puertas
del
desierto,
la
provincia
más rica
del
Imperio
conserva
los
monumentos
más
suntuosos
y los
mosaicos
más
sorprendentes.
Los
gladiadores
todavía
flexionan
sus
músculos
aceitados
para hacer
tragar
saliva a
las
doncellas,
que
admiran
sus
cuerpos
generosos
dominando
la arena
del circo.
Ellos son
los más
aplicados
del
gimnasio
de la
localidad
tunecina
de El Djem
(la
antigua
Thysdrus),
recompensados
con un
trabajo de
extras en
una
película
de romanos
de serie
B. Ellas,
universitarias
españolas
que viajan
con su
curso o
pícaras
jubiladas
nórdicas,
que
atrapan
con sus
cámaras
fotográficas
el
exotismo
que estos
émulos de
Gladiator
y
Terminator
añaden al
anfiteatro
mejor
conservado
de todo el
Magreb.
La
impresionante
mole del
edificio
se alza
hoy como
un coloso
en un
pueblo
polvoriento
y
pobretón,
de casas
bajas
diseminadas
a su
alrededor,
un
recordatorio
de que,
con sus
149 metros
de
longitud,
124 de
anchura,
36 de
altura y
capacidad
para
30.000
espectadores,
era el
tercer
anfiteatro
de mayor
tamaño de
todo el
Imperio
Romano,
tras el
Coliseo y
el de
Capua.
Comenzado
a finales
del siglo
II, el
edificio,
con tres
hileras de
arcadas y
dos
galerías
subterráneas
con jaulas
para
fieras,
habitáculos
para
luchadores
y
almacenes
para la
parafernalia
de las
representaciones
sangrientas,
fue
sucesivamente
matadero
de púgiles
para
deleite
del sádico
público
romano,
patíbulo
de
primitivos
cristianos,
palacio de
reyezuelos
bereberes
insurrectos,
fortaleza,
cantera y
cuartel,
aunque el
peor daño
para su
estructura
se produjo
durante la
Segunda
Guerra
Mundial,
cuando los
alemanes
bombardearon
a las
tropas
francesas
acampadas
en su
interior.
El destino
de El Djem
es
paradigmático
de todo el
Túnez
romano,
cuya
abundancia,
solidez y
magnificencia
sirvió de
reserva de
ideas y
materiales
para las
sucesivas
reconstrucciones
del país
que, tras
irrumpir a
sangre y
fuego,
llevaron a
cabo
bizantinos
y árabes. |