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VIGÍA
DE
PIEDRA.
Una
iglesia
de
curiosa
construcción
preside
las
casas
de
Retortillo,
en el
valle
de
Campoo. |
La
influencia
de la
cultura
romana en
la
Península
Ibérica no
respondió
exclusivamente
a una
conquista
irrefutable
de una
tierra sin
dueño
permanente,
testigo de
una
sucesión
de oleadas
de
diferentes
pueblos.
El Derecho
romano, la
lengua
latina o
la
religión
cristiana
son la
herencia
que nos
dejaron
escrita
los
descendientes
de Julio
César, así
como
numerosas
obras
arquitectónicas.
Si el
acueducto
es un
símbolo
que sella
la ciudad
de
Segovia, y
los
visitantes
de Mérida
guardan en
el
recuerdo
su teatro,
el
yacimiento
arqueológico
de
Julióbriga,
en
Cantabria,
resalta
exultante
entre los
restos
romanos
hallados
en esta
comunidad.
La ‘ciudad
fortificada
de Julio’
es
vigilada
por el
pueblo de
Retortillo,
en el
valle de
Campoo,
con el
aire
impertérrito
de
aquellos a
los que no
alcanza la
brisa del
mar.
Rodeada de
altas
montañas,
Julióbriga
ostentó en
la era
romana el
privilegio
de ser la
capital de
la
comarca,
pero fue
destronada
por
Reinosa. A
partir del
siglo 19
a. C., los
romanos
fundaron
ciudades
en zonas
estratégicas
donde
habían
tenido
lugar
conflictos
de gran
envergadura,
como las
Guerras de
Augusto
contra los
cántabros.
Por ello,
cuatro
siglos más
tarde,
decidieron
robar
veinte
hectáreas
al sur de
Cantabria,
de las que
sólo una
ha sido
resucitada
por varias
excavaciones
durante la
pasada
centuria.
Una casa
noble
bautizada
como ‘La
Llanuca’,
un templo
y la plaza
pública
son, entre
otras
piezas,
los
testigos
que luchan
contra el
olvido de
aquel
asentamiento
civil.
Edificios
como ‘La
Llanuca’,
que se
extienden
a partir
del siglo
I a.C.,
responden
al
prototipo
de
arquitectura
doméstica
que se
reproduce
por las
áreas
periféricas
del
Imperio de
Roma.
Tumbas
y
sarcófagos
Desde esta
vivienda
hasta la
iglesia
románica
de Santa
María,
está
diseñado
un patrón
importado
por los
invasores,
las
avenidas
porticadas,
que
escoltan a
otra
típica
vivienda
romana. En
las
inmediaciones
del centro
religioso,
que fue
levantado
en el
siglo XII,
descansa
una
necrópolis
medieval
escondiendo
tumbas de
lajas y
sarcófagos
de piedra.
Desde una
altura de
más de 900
metros,
mientras
se
observan
en el
horizonte
los
movimientos
de las
aguas del
pantano
del Ebro,
los
numerosos
descubrimientos
mobiliarios,
como
anillos y
colgantes
de
cerámica
de lujo, y
una plaza
pública,
en torno a
la que se
desarrollaba
la vida de
la ciudad,
invitan a
dibujar la
existencia
de unos
conquistadores
cuyo
tesoro
legado,
treinta
siglos
después,
continúa
caminando
de la mano
de la
insaciable
curiosidad
de los
arqueólogos. |