Como
suerte
de
festejo
por el
10º
aniversario
de la
primera
visita
de
Cornelius
Castoriadis
a Buenos
Aires,
la sede
argentina
del
Fondo de
Cultura
Económica
comienza,
con el
formidable
“Sobre
El
Político
de
Platón”,
la
publicación
de los
seminarios
inéditos
del
pensador
griego
agrupados
bajo el
título
general
“La
creación
humana”.
Este
pequeño
libro
tiene
una
historia,
una
hermosa
historia.
Su punto
de
partida,
un
seminario,
grabado
en cinta
magnética
y
realizado
semana
tras
semana,
entre el
19 de
febrero
y el 30
de abril
de 1986,
ante un
público
de
estudiantes
de la
École
des
Hautes
Etudes
en
Sciences
Sociales
y
consagrado
a uno de
los
diálogos
más
difíciles
de
Platón,
El
Político.
En 1992,
Pascal
Vernay,
junto
con tres
de sus
amigos,
efectuó
una
primera
elaboración
de la
trascripción
en bruto
y la
presentó
a quien
llamábamos
Corneille,
que se
mostró a
la vez
sorprendido
–“No
sabía
que
había
escrito
un nuevo
libro”–,
entusiasmado
y, como
lo era
con
respecto
a sí
mismo,
severo.
Desde
entonces,
el texto
fue
modificado,
adensado
y
precisado
una vez
más en
algunos
aspectos
de
detalle.
Así
nació,
en vida
de
Corneille,
un
equipo
cuya
colaboración
proseguiría
tras su
muerte y
que se
propone
publicar,
con el
rigor
necesario,
la
totalidad
de los
seminarios
dirigidos
por
Castoriadis:
tarea
enciclopédica
si las
hay.
Pascal
Vernay
dice lo
esencial
en el
prólogo
que
redactó.
De su
trabajo
puedo
decir lo
que a él
le
resultaba
imposible
mencionar:
cuán
notable
es, y en
qué
aspectos.
Platón
es un
autor
que en
el Fedro
y El
Político,
justamente,
condenó
la
escritura,
don
perverso
del dios
egipcio
Teuth.
La ley
escrita
no se
sostiene
frente a
la
ciencia
encarnada
en el
filósofo
en el
poder.
Los
poetas
deben
ser
expulsados
de la
ciudad
de La
República,
y la
escritura
no es
más que
un
deúteros
ploûs,
un
second
best, un
remedio
para
salir
del paso
en
comparación
con la
palabra
y la
memoria
vivas.
Entre la
palabra
imposible
y la
escritura
teórica,
Platón
escogió
un
compromiso
sublime:
el
diálogo.
El
diálogo
es a la
palabra
lo que
el mito
es a la
verdad.
La
trascripción
que
debemos
a Pascal
Vernay
es el
resultado
de un
compromiso
similar,
sin duda
más
próximo
que el
diálogo
platónico
a la
palabra
pronunciada,
pero que
se sitúa
voluntariamente
entre lo
oral y
lo
escrito.
En el
caso de
ciertos
seminarios
célebres,
hubo
transcriptores
que, por
pretender
ser
absolutamente
fieles,
cayeron
en la
confusión
y a
veces en
el
ridículo.
No
sucede
así con
el
seminario
sobre El
Político.
Al
presentar
hace
unos
veinte
años la
candidatura
de
Cornelius
Castoriadis
a la
École
des
Hautes
Etudes
en
Sciences
Sociales,
yo
recordaba
un
diálogo
mantenido
en
Ferney
con
respecto
a
Voltaire.
“Sólo me
parece
un poco
débil en
derecho
romano”,
decía un
famoso
profesor...
de
derecho
romano.
“Yo
–replicó
D’Alembert–
tengo la
misma
opinión
en lo
que se
refiere
a la
matemática.”
Yo
trataba
de
explicar
a mis
colegas
que,
como
especialista
de la
cultura
griega
antigua,
no me
parecía
que
Castoriadis
fuera en
absoluto
“un poco
débil”
en esa
materia;
muy por
el
contrario,
tenía
mucho
que
aprender
de él. Y
efectivamente,
aprendí
mucho.
Da la
casualidad
de que
en mi
primer
diálogo
con
Castoriadis,
yo
conocía
la
revista
que él
dirigía
con
Claude
Lefort,
Socialisme
ou
Barbarie,
y a
fines de
1958
había
tenido
un
contacto
fugaz
con el
grupo,
pero
sólo
conocía
muy poco
y
superficialmente
al
hombre.
Junto
con
Lefort y
algunos
otros,
Corneille
participaba
en un
círculo
de
reflexión
puesto
bajo los
auspicios
de
Saint-Just.
François
Châtelet,
Jean-Pierre
Vernant
y yo
recibimos
la
solicitud
de
presentar
ante
este
círculo
la causa
de la
democracia
griega.
Vernant
había
publicado
en 1962
Los
orígenes
del
pensamiento
griego,
en el
que
explicaba
que
aquélla
era hija
de la
ciudad y
estaba
modelada
sobre el
político.
Châtelet,
por su
parte,
había
escrito
El
nacimiento
de la
historia,
libro en
el que
mostraba
que
también
la
historia,
en
cuanto
disciplina
fundada
por
Hecateo,
Heródoto
y
Tucídides,
estaba
íntimamente
asociada
a la
estructura
cívica.
En lo
que a mí
respecta,
acababa
de
terminar,
junto
con
Pierre
Lévêque,
un libro
sobre
Clístenes
de
Atenas,
es
decir,
sobre el
fundador,
luego de
Solón
pero de
una
manera
más
radical
que
éste, de
la
democracia
ateniense.
Yo era
joven y,
para
decirlo
de una
vez, un
poco
presumido,
orgulloso
más allá
de lo
razonable
de mi
ciencia
nueva.
¿Cómo
había
nacido
la
democracia?
En Chíos,
tal vez
–prácticamente
ya no se
cree
así–, y
luego en
Atenas.
A mi
juicio,
se
instituía
a partir
de dos
experiencias:
la
tiranía,
creadora
de
igualdades,
y la
colonización,
fuente
de
invenciones
políticas;
y sobre
un
fundamento:
la
esclavitud.
Comprendí
rápidamente
que no
tenía
frente a
mí a
aficionados
sino a
expertos
y que
Castoriadis,
en
particular,
disfrutaba
de una
intensa
familiaridad
con
todos
los
grandes
textos,
los de
los
filósofos,
los
historiadores,
los
trágicos.
En
cuanto a
la
democracia,
lejos de
ser
“formal”,
como
decían
los
imbéciles,
era en
Atenas
el
ejemplo
mismo de
la
autoinstitución
de la
sociedad.
Yo no
refrendaría
obligatoriamente
todo lo
que
Corneille
escribió
sobre la
Grecia
antigua.
¿De qué
serviría,
si no
fuera
así, el
diálogo
con una
obra? Lo
cierto
es que
se trata
de una
gran
obra y
de un
vigoroso
pensamiento.
El
lector
tiene en
sus
manos
uno de
los
mejores
textos
que haya
producido
ese
espíritu
increíblemente
fértil.
Un
diálogo
de
Platón,
El
Político,
un
diálogo
con
Platón
y, como
dice
Pascal
Vernay,
“un
magnífico
fragmento
de agorá
filosófica
en que
Platón y
Castoriadis
se
enfrentan
con lo
mejor de
sus
recursos
y un
objeto:
la
democracia”.
Hay
muchas
maneras
de
estudiar
a
Platón.
Castoriadis
procede,
según la
imagen
del
Fedro,
como un
buen
carnicero,
poniendo
en
evidencia
lo que
llama su
“estructura
extravagante”,
con sus
tres
digresiones,
sus ocho
incidentes
y sus
dos
definiciones,
ninguna
de las
cuales
es
válida.
Podríamos
oponer
el
trabajo
de
Castoriadis
al de
otro
exegeta
que
trabajó
mucho
sobre
Platón,
Leo
Strauss.
Como
Castoriadis,
Strauss
seguía
el texto
con la
mayor
precisión
posible,
al
extremo
de
amoldarse
a él.
Pero el
resultado
es una
constante
justificación
de los
menores
detalles
de la
argumentación.
Castoriadis,
al
contrario,
se
dedica a
hacerlo
variar,
a
mostrar
que lo
que en
apariencia
es
secundario
es en
realidad
esencial
-así
sucede,
por
ejemplo,
con el
mito–, y
que la
denuncia
contra
los
sofistas
se
adapta
muy bien
a los
procedimientos
sofísticos.
También
muestra
perfectamente
que El
Político,
con su
“resignación”,
de la
que
hablaba
Wilamowitz,
nos
introduce
en el
corazón
de lo
que es
la marca
por
excelencia
del
último
Platón,
la
mezcla,
la
aceptación
de lo
mixto,
incluso
de lo
metaxú,
lo
intermedio.
La
democracia
es el
peor de
los
regímenes
gobernados
por
leyes y
es el
menos
malo de
los
regímenes
anómicos.
Cuando
yo era
estudiante,
un libro
de Karl
Popper,
La
sociedad
abierta
y sus
enemigos,
atacaba
frontalmente
el
hechizo
(the
spell)
de
Platón.
Ese
libro
recién
se
tradujo
al
francés
en 1979.
Popper
hacía de
Platón
un
pensador
“reaccionario”
que
lanzaba
consignas
como
Back to
the
Tribal
Patriarchy,
“volvamos
a la
sociedad
tribal
patriarcal”.
De esta
forma,
el
ataque
erraba
por
completo
el
blanco.
Platón
no es
reaccionario
en el
sentido
en que
lo era,
por
ejemplo,
Charles
Maurras;
no sueña
con una
imposible
regresión.
El
estudio
de Las
Leyes
demuestra
su
perfecto
conocimiento
de los
mecanismos
jurídicos
y
políticos
de la
Atenas
del
siglo IV,
y en
Creta
confía a
un
extranjero
ateniense
la tarea
de
trazar
un
esquema
muy
detallado
de una
nueva
ciudad,
“segunda
en
unidad”
con
respecto
a la de
La
República.
Lo
cierto
es que
si bien
Platón
conoce
el mundo
que lo
rodea,
el que
lo
precedió,
lo odia.
Y su
odio no
recae
sólo
sobre la
democracia
de la
que es
contemporáneo,
la que
en el
momento
de su
muerte,
en 348
a.C., se
enfrenta
ya con
Filipo
de
Macedonia,
sino
sobre la
democracia
instituyente,
la de
Pericles,
a quien
ataca
directa
o
indirectamente
en el
Gorgias,
caricaturizándolo
con el
nombre
de
Calicles.
No hay
un
diálogo
de
Platón
–con la
única
excepción
de Las
Leyes–
que no
esté
claramente
situado
antes de
la
muerte
de
Sócrates
o en el
momento
de ésta,
en 399.
Todos
los
personajes
de
Platón
son, por
lo
tanto,
hombres
del
siglo V,
aun
cuando
él se
tome con
la
cronología
todas
las
libertades
posibles
e
imaginables.
El
ejemplo
del
Menéxeno,
ese
pastiche
sangriento
de la
oración
fúnebre
de
Pericles
en
Tucídides,
pastiche
puesto
en la
boca de
Aspasia,
una
mujer,
una
cortesana,
y,
además,
la
amante
oficial
de
Pericles,
muestra
que
Platón
sabe
perfectamente
dónde
hay que
golpear,
no a los
“demagogos”
de la
“decadencia”
sino en
el
corazón
mismo de
la
ciudad
que
pretendió
ser la
educadora
de
Grecia.
El
Político
nos lo
dice
desde
las
primeras
líneas:
tratar
al
sofista,
al
político
y al
filósofo
como si
fuesen
“de
igual
valor”
es
proferir
una
“burrada”.
El
Extranjero
de Elea
ha ido a
Atenas a
buscar
al
hombre
real,
único
digno,
en
última
instancia,
de
gobernar
la
ciudad;
y no al
ciudadano
capaz de
dar su
opinión
no sobre
cuestiones
técnicas
sino
sobre
los
grandes
problemas
que se
plantean
a la
ciudad,
como lo
muestra
perfectamente
el mito
del
Protágoras,
que
refleja
sin duda
alguna
el
pensamiento
del gran
sofista:
todo ser
humano
dispone
de un
mínimo
de
conocimiento
práctico
político.
Con
perversidad,
Platón
juega
con la
ambigüedad
de la
téchne,
como si
la
política
fuera de
la
órbita
de un
saber
técnico.
Pero
todo
consiste
en
saber,
precisamente,
si el
rey
puede
dirigir
la
ciudad
sin
destruir
sus
fundamentos.
Castoriadis
destaca,
con
razón,
que en
Grecia
el “rey”
es un
personaje
marginal.
En
Atenas
es un
arconte,
un
magistrado
anual,
elegido
por
sorteo.
Sus
funciones
son
puramente
religiosas.
Su
mujer,
la
“reina”,
desposa
a
Dionisos.
En
Esparta,
los dos
“reyes”
son una
curiosidad
arqueológica.
Sus
funciones
son
esencialmente
militares.
El más
grande
de los
generales
espartanos
durante
la
guerra
del
Peloponeso,
Lisandro,
pertenecía
a un
linaje
real,
pero
jamás
fue
“rey”.
Los
atenienses
pueden
escuchar
sin
complejos
que un
personaje
de Las
Avispas,
de
Aristófanes
(hacia
422
a.C.),
les diga
que su
poder
“no cede
a
ninguna
realeza”
(v.
549), y
que
Pericles
y Cleón
ya les
señalen
que
ejercen
sobre
las
ciudades
aliadas
algo así
como una
“tiranía”,
vale
decir
que son
para
Mitilene
y Samos
lo que
Edipo es
para
Tebas,
en
apariencia,
no un
rey por
derecho
de
nacimiento,
sino por
la
fortuna
(túche)
de la
historia.
En
cuanto a
los
verdaderos
reyes,
se
sitúan
en los
bordes
del
mundo
griego:
en Epiro,
en
Chipre y
sobre
todo en
Macedonia.
Lo
cierto
es que,
al
margen
del Rey
por
excelencia,
que
reina
sobre el
Imperio
Persa,
el
personaje
real es
una
figura
importante
e
incluso
fundamental
del
pensamiento
político
griego
en el
siglo IV.
En ese
ámbito,
Platón
no está
solo. La
Ciropedia
de
Jenofonte,
más o
menos
contemporánea
de La
República,
es un
tratado
del buen
uso del
hombre
providencial
por
parte de
las
ciudades
griegas,
aunque
pretenda
ser la
historia
de la
educación
del
fundador
de la
dinastía
aqueménida.
Ocurre
lo mismo
con el
Evágoras
de
Isócrates,
elogio
de un
rey
chipriota.
Platón,
Jenofonte
e
Isócrates
anuncian
un
tiempo
que será
el de
los
reyes,
luego de
Filipo y
sobre
todo de
Alejandro,
que
corresponde
bastante
bien al
pambasileús
evocado
en el
libro
III de
La
Política
por
Aristóteles,
que fue
precisamente
educador
de
Alejandro
luego de
haber
sido
discípulo
de
Platón.
Jenofonte,
Platón e
Isócrates
serán
los
profetas
del
mundo
helenístico.
Con
seguridad,
la
ciudad
no
desaparecerá.
Sigue
siendo
un marco
de vida
esencial
en la
época de
los
primeros
emperadores
romanos,
pero
dejará
de ser
un
factor
preponderante
en el
mundo
mediterráneo
y hasta
en el
mundo
griego.
La
ciudad
más
grande
del
mundo
helenístico,
esa
Alejandría
que
estuvo
“cerca
de
Egipto”
y no
“en”
Egipto,
es
justamente
una urbe
(ville)
más que
una
ciudad
(cité).
En ella,
los
griegos
son
ciudadanos,
pero no
cumplen
ningún
papel en
su
gobierno.
Cleomene,
rey
revolucionario
exiliado
de
Esparta,
intentará
en vano,
a fines
del
siglo
III,
bajo
Ptolomeo
IV,
exhortarlos
a la
libertad.
Alejandría
no es un
centro
autónomo
de
decisión.
En ese
sentido,
y como
lo hace
Castoriadis,
puede
decirse
que
Platón
tuvo un
“papel
considerable
en la
destrucción
del
mundo
griego”.
E
incluso
podemos
ir más
lejos y
decir
que en
el Bajo
Imperio,
a partir
de
Diocleciano,
encontraremos
reyes
filósofos
que
pretenden
gobernar
según
los
principios
de
Platón.
Así lo
hará el
mismo
Diocleciano,
sin
decirlo,
en el
edicto
(de 301)
que fija
un
precio
máximo
para
todas
las
mercancías,
y cuyo
preámbulo
se
alimenta
de la
filosofía
platónica.
Para
Castoriadis,
filósofo
y
teórico
de lo
político,
la
sociedad
debe
tender
hacia un
modo de
autocreación
explícita,
una
autocreación
renovada
sin
cesar
por lo
que él
llama
–es el
título
de su
libro
más
famoso–
“la
institución
imaginaria
de la
sociedad”.
Para
Platón,
creador,
luego de
los
milesios
y los
eleatas,
de la
filosofía,
sólo la
“gente
real”
puede
definirse
como
“autodirectiva”
(autepitaktiké).
A juicio
de
Castoriadis,
el
aporte
inmortal
de los
atenienses
al
pensamiento
político
es su
incorporación
de la
historicidad.
Así los
describen
los
corintios,
en
presencia
de los
espartanos,
en el
libro I
(68-71)
de
Tucídides;
para
Platón,
todo el
esfuerzo
del
político
apunta a
bloquear
el
proceso
histórico.
En
cuanto a
lo
imaginario,
Platón
lo
utiliza
en
abundancia,
ya se
trate de
la
simple
imagen,
como las
numerosas
comparaciones
tomadas
del
vocabulario
de los
oficios,
del
paradigma,
como el
del
tejido,
o de los
mitos,
como el
que
desempeña
un papel
central
en El
Político
y que
Castoriadis
analiza
con
pertinencia.
Pero ni
el mito,
ni la
imagen,
ni el
paradigma
nos dan
acceso a
las
“realidades
incorpóreas
que son
la más
bellas y
las más
grandes”.
Para
esas
realidades,
“las más
preciosas”,
no
existen
–Platón
nos lo
dice
expresamente–
“imágenes
creadas
que
puedan
dar a
los
hombres
una
intuición
clara de
ellas”.
¡Lo
cierto
es que,
con una
fabulosa
maestría,
Platón
juega
con lo
mismo
que
denuncia!
Por
ejemplo,
cuando
utiliza
el
paradigma
del
tejido
para
hacer
del rey
un
tejedor
que casa
el
coraje y
la
suavidad,
así como
su
modelo
reúne la
urdimbre
y la
trama
para
fabricar
una
tela. El
hecho de
tomar el
paradigma
del
tejido
dista de
ser un
azar.
Castoriadis
lo
advirtió
con
mucha
claridad,
y
trabajos
posteriores
a su
seminario
lo
establecieron
con el
mayor
detalle:
el
tejido
proporciona
al
pensamiento
griego,
mítico y
político,
uno de
sus
instrumentos
más
valiosos
de
análisis.
Decididamente,
Castoriadis,
procedente
de
Atenas,
fue
bienvenido
en
París,
como el
Extranjero
de
Platón
llegó de
Elea (Velia),
en la
Magna
Grecia,
a Atenas
para ser
en ella
un
“maestro
de
verdad”,
maestro
de una
verdad
que no
quería
sofocar
sino
promover
la
libertad.
Este
texto de
Pierre
Vidal-Naquet
prologa
la
edición
de Sobre
El
Político
de
Platón
que se
distribuye
en las
librerías
por
estos
días. |