Terry Jones www.elpais.com 25/05/2008
En ‘Roma y los bárbaros. Una historia alternativa’ (editorial Crítica), Terry Jones (miembro de Monty Python) y Alan Ereira desmontan la idea de que los bárbaros eran unos salvajes y Roma significaba la civilización. Con frecuencia, señalan, era justo lo contrario, pero los romanos dominaron el mundo y, gracias a una eficaz propaganda, impusieron su versión.
Nadie se ha dado nunca a sí mismo el nombre de bárbaro. No es un tipo de palabra que se preste a eso, ya que se usa para aludir a otras personas. De hecho, se trata de un término que denota alteridad. Lo utilizaron los antiguos griegos para denominar a los pueblos que no eran de origen griego debido a que no podían comprender su lengua y les sonaba, por tanto, como un balbuceo ininteligible: «Bar…, bar…, bar…». El sánscrito, esto es, la lengua usada en la antigua India, cuenta con esa misma palabra, barbara, y significa «tartamudeo, chapurreo» -o, en otras palabras, extranjero-.
Los romanos hicieron suya la voz griega y la emplearon para etiquetar (y a menudo difamar) a los pueblos que ocupaban la periferia de su propio mundo. Una vez que el vocablo contó con el respaldo del poder y la majestad de Roma, la interpretación romana pasó a ser la única vigente, y los pueblos a los que endosaron el epíteto de bárbaros quedaron marcados para siempre -ya se tratase de los hispanos, los britanos, los galos, los germanos, los escitas, los persas o los sirios-. Y, desde luego, el apelativo bárbaro quedó convertido en un sinónimo de todo aquello que se considerara diametralmente opuesto a lo civilizado. A diferencia de los romanos, los bárbaros carecían de refinamiento, eran primitivos, ignorantes, brutales, rapaces, destructivos y crueles.
Los romanos mantuvieron a raya a los bárbaros todo el tiempo que pudieron, pero al final se vieron desbordados y las hordas salvajes invadieron el imperio y destruyeron unos logros culturales que habían tardado siglos en materializarse. Las hordas bárbaras que recorrieron enfurecidas el continente europeo extinguieron prácticamente toda luz de razón y civilización, derribaron todo cuanto habían levantado los romanos, saquearon la propia Roma y sepultaron a Europa en una edad sombría. Los bárbaros sólo trajeron consigo caos y oscurantismo, y hubo que esperar al Renacimiento para ver nuevamente reavivada la llama del conocimiento y el arte romanos. El relato nos resulta familiar, pero es una simpleza.
La característica que confería a Roma su singularidad no se debía ni a su arte ni a su ciencia ni a su cultura filosófica; no estribaba en su observancia del derecho ni en su preocupación por la humanidad ni en su delicada cultura política. De hecho, en todas esas materias, los pueblos que conquistó no sólo la igualaban, sino que incluso la superaban. El rasgo privativo de Roma radicaba en el hecho de poseer el primer ejército profesional que haya conocido el mundo. (…)
Lo cierto es que debemos mucho más a los llamados bárbaros que a los hombres que vestían la toga. Y el hecho de que sigamos pensando que los celtas, los hunos, los vándalos, los godos, los visigodos y demás eran bárbaros implica que todos nosotros nos hemos tragado el anzuelo de la propaganda romana. Todavía aceptamos que sean los romanos quienes definan nuestro mundo y nuestro concepto de la historia.
No obstante, en los últimos 30 años, se ha empezado a modificar el guión. Los descubrimientos arqueológicos han arrojado nueva luz sobre los textos antiguos que han llegado hasta nosotros, y esto ha propiciado interpretaciones inéditas del pasado. Hoy sabemos que el Imperio Romano detuvo en seco, durante cerca de 1.500 años, numerosos avances científicos y matemáticos en curso, y que en épocas mucho más recientes ha sido preciso volver a aprender y a descubrir buena parte de lo que ya se sabía y se había logrado antes de que Roma se alzara con el poder.
Roma empleó su ejército para eliminar las culturas que la circundaban, y pagaba a sus soldados con las riquezas que arrebataba a esos pueblos. Romanizó las sociedades conquistadas y dejó el menor rastro posible de ellas. Lo cierto es que gran parte de lo que entendemos por civilización romana procede del pillaje cultural por el que un buen número de elementos del mundo bárbaro pasaron a manos romanas. Las conquistas de los romanos se realizaron con espadas, escudos, corazas y piezas de artillería copiadas a los pueblos contra los que combatían; sus ciudades se edificaron con el botín arrancado a las culturas más prósperas de la periferia romana. (…) Hoy estamos empezando a comprender que la crónica de esa supuesta involución que nos habría hecho pasar de la luz de Roma a las tinieblas del orbe bárbaro es totalmente falsa. (…)
No deberíamos creer todo cuanto nos digan los romanos. Ésta es, por ejemplo, la considerada opinión que le merecen los alces a Julio Cesar. Los cuernos de los alces, según nos informa el gran estadista y general, «están recortados y las patas carecen de junturas o articulaciones. No se recuestan para descansar, ni pueden levantarse o ponerse en pie si caen a tierra por accidente. Los árboles les sirven de lecho: se apoyan sobre ellos y así, con sólo reclinarse un poco, descansan. Cuando los cazadores descubren, gracias a sus huellas, dónde acostumbran a recogerse, echan abajo o cortan a ras del suelo todos los árboles del lugar, pero de forma que parezca que se mantienen en pie. Cuando, según su costumbre, se recuestan sobre ellos, derriban con su peso los árboles, que ya no tienen ninguna consistencia, y caen juntos».
El geógrafo griego Estrabón y el enciclopedista latino Plinio el Viejo repiten con la mayor solemnidad esta interesante muestra de observación zoológica. (…) El entusiasmo que ha venido manifestando desde el Renacimiento la sociedad occidental por todo cuanto guarde relación con los romanos nos ha inducido a contemplar gran parte del pasado con sus ojos, aunque tuviéramos delante de las narices pruebas contrarias a lo que afirmaban. Por supuesto, el conocimiento práctico que hoy tenemos de los alces es superior al de Julio César, pero, si se trata de los bárbaros, seguimos tendiendo a aceptar las opiniones que él nos ha dejado sobre el particular -las opiniones de un conquistador con prioridades que atender-. Ahora bien, una vez que hemos dado la vuelta al estereotipo y examinado la historia desde una perspectiva no romana, las cosas comienzan a presentar un cariz muy distinto. Por ejemplo, la descripción que los romanos hicieron de los vándalos nos ha legado la voz vandalismo, y, sin embargo, como veremos, los vándalos tenían un comportamiento altamente moral y no sólo eran cultos, sino que sabían leer y escribir, y a menudo se mostraban mucho más civilizados que los romanos.
Los diferentes saqueos de Roma que protagonizaron los godos y los vándalos no fueron calamidades destructivas. Los godos no derribaron más que un edificio, y los vándalos, ninguno. (…)
La Iglesia católica (…) hizo todo cuanto pudo -siguiendo, una vez más, la gran tradición romana- por reorganizar a su antojo los pueblos y la historia. Fue la Iglesia la que decidió qué documentos habrían de perdurar y cuáles no: todas las fuentes de que disponemos han llegado hasta nosotros a través de copistas católicos medievales. Por consiguiente, volvemos a encontrarnos que la imagen del pasado se nos ha transmitido de un modo muy peculiar.
Debido a que la palabra bárbaro, tal como la empleamos nosotros, es en esencia un término que utilizaban los romanos para definir a quien no lo era, deberemos comenzar por Roma. Los romanos tenían una idea muy clara de sí mismos. (…) Todos los demás, todos los que eran extranjeros, eran bárbaros y había que temerlos.
Por extraño que parezca, el miedo parece haber desempeñado un papel clave en la historia de Roma. (…) Es casi como si la grandeza de Roma hubiera sido un producto de la paranoia y la desesperación. Otra circunstancia insólita es que podría darse el caso de que el principal acontecimiento de la historia romana, el que desencadenó esa paranoia, no hubiera existido nunca -quizá no pasara nunca de ser una leyenda-. Fuera cierto o falso, lo que sí ocurrió es que el gran historiador romano Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) lo hizo constar por escrito, y que a partir de ese momento su narración se convirtió en el texto histórico estándar que había de quedar impreso en la mente de todo romano. Así es como los romanos aprendieron a temer a los bárbaros.
A finales del siglo IV a. C., en la época en que la ciudad de Roma estaba empezando a dominar el centro de Italia, un grupo de gentes muy distintas procedentes de la Galia cruzó los Apeninos y se asentó en la costa adriática entre lo que hoy son las poblaciones de Rímini y Ancona. Se llamaban los senones, y fundaron una pequeña urbe denominada Senigallia. Desgraciadamente, resultó ser el sitio perfecto para pasar unas vacaciones en la playa, pero poco práctico desde el punto de vista agrícola. No les resultó fácil encontrar un emplazamiento mejor -otros grupos celtas se habían instalado ya en los mejores asentamientos-. De este modo, en el año 390 a. C., los guerreros senones se presentaron a las puertas de Clusium (la actual Chiusi, en la Toscana): «Extraños hombres a millares…, hombres de unas trazas que los ciudadanos jamás habían visto, estrafalarios soldados provistos de sorprendentes armas». Daba la impresión de que Clusium no estaba tan bien protegida como las demás poblaciones en las que habían probado suerte, así que aquellos temibles recién llegados pidieron que se les cedieran tierras buenas en las que poder establecerse.
Los habitantes de Clusium lanzaron un llamamiento a Roma a fin de recibir ayuda en las negociaciones, y los romanos enviaron, como corresponde, a tres hermanos de la familia Fabia para que actuaran como árbitros. Según Livio, cuando los emisarios romanos preguntaron a los celtas en qué basaban su derecho a solicitar tierras del pueblo de Clusium, «la altiva respuesta fue que sus armas eran ley, y que los valientes eran dueños de todo».
Los hermanos Fabios eran jóvenes y arrogantes, y no demostraron ser los diplomáticos con más tacto del mundo. Se trataba, de acuerdo con Livio, de «delegados de temperamento violento que se asemejaban más a los galos que a los romanos». De hecho, eran los celtas quienes parecían mostrar mayor respeto por el derecho internacional. Una vez que las conversaciones quedaron rotas, los hermanos Fabios se unieron a los ciudadanos de Clusium en la guerra contra los senones. Uno de los hermanos, Quinto Fabio, llegó incluso a matar a uno de los cabecillas celtas. Según han observado tanto Livio como Plutarco, otro historiador, era «contrario al derecho de gentes» que un negociador empuñase las armas para prestar apoyo a uno de los bandos en su lucha contra el otro. Los senones se sintieron, con razón, ultrajados, y decidieron enviar a Roma a sus propios embajadores para exponer su queja.
Por desgracia, los hermanos Fabios pertenecían a una familia muy poderosa, y cuando el senado refirió el asunto al pueblo de Roma, éste respaldó las acciones de los dos legados, y lo que es aún peor, cubrió de honores a la familia. Los embajadores celtas advirtieron a los romanos que esa actitud tendría repercusiones y acto seguido partieron de vuelta a Clusium. Una vez en la ciudad, se tomó la decisión de enseñar a respetar la legalidad internacional a aquellos presuntuosos romanos en lo sucesivo. Según Plutarco, el ejército, a las órdenes de Breno, cubrió en perfecta formación los 128 kilómetros que separan Clusium de Roma: «Contrariamente a lo esperado, no causaron ningún daño a su paso, ni cogieron nada de los campos, y al cruzar por las ciudades, anunciaban con grandes voces que se dirigían a Roma, que sólo a los romanos tenían por enemigos y que consideraban amigos suyos a todos los demás pueblos».
Después, aquel «extraño enemigo venido de los confines de la tierra» aplastó al ejército romano y se dispersó por la ciudad, que incendió y saqueó. Muchos romanos huyeron, y los que optaron por permanecer se refugiaron en el monte capitolino. Breno y su ejército les sometieron a asedio durante seis meses, pero al final accedieron a retirarse a cambio de 450 kilos de oro.
Trescientos años después, Livio relata el horror y el oprobio de aquel acontecimiento, que habría de obsesionar las mentes romanas por espacio de ocho siglos: «Se añadió el ultraje a una situación que ya de por sí era suficientemente escandalosa, pues los pesos que los galos aportaron para determinar la cantidad de metal requerida habían sido falseados, y cuando el comandante romano lo censuró, el insolente bárbaro arrojó su espada a la balanza, exclamando: ‘Vae victis!’ (¡Ay de los vencidos!)».
Según Livio, en esa época, los romanos consideraron seriamente la posibilidad de abandonar su ciudad. Sin embargo, decidieron reconstruirla para no volver a encontrarse en la vergonzosa tesitura de descubrirse en el bando perdedor. La leyenda de Breno se convirtió en uno de los elementos impulsores de la expansión romana. Al otro lado de las fronteras había bárbaros, terribles salvajes, y Roma se veía en la necesidad de reforzarlas. Y no sólo eso: también tenía que desplazarlas, alejándolas cada vez más de su propio centro, hasta que, en último término, no quedase ya espacio para los bárbaros, salvo en el caso de que se los hubiera romanizado por completo. A partir de aquel momento, Roma habría de atenerse a la doctrina de los ataques preventivos para así someter a todos los pueblos que alentaban al otro lado de sus límites y poner al mundo romano a resguardo de la alteridad.
Pese a que ya no demos crédito a la existencia de mamíferos cuadrúpedos carentes de articulaciones, aún seguimos aceptando la cosmovisión que nos han legado los romanos de su mundo, un parecer en el que la palabra bárbaro acompaña siempre a la voz hordas. Los romanos elaboraron una imagen de sí mismos que los presentaba como un pueblo civilizado capaz de erigir un imperio para mantener a raya a un mundo habitado por un conjunto de tribus dispersas integradas por violentos cafres.
La leyenda de Roma arranca con la fábula de Rómulo y Remo, dos niños pequeños perdidos a los que amamantó una loba. (…) Ha llegado el momento de preguntarnos cómo habría sido el mundo si la loba, en vez de darles de comer, hubiera optado por zampárselos. ¿Qué habría pasado si Roma no hubiese existido?
¿Cómo habría sido la historia de haberla escrito únicamente los bárbaros?