César Fraga 30/11/2006
César Fraga, habitual colaborador en nuestra web, nos ofrece en esta ocasión el segundo de los artículos correspondiente al ciclo LOS SIETE PECADOS CAPITALES, el cual trata sobre LA AVARICIA.
César Fraga 30/11/2006
César Fraga, habitual colaborador en nuestra web, nos ofrece en esta ocasión el segundo de los artículos correspondiente al ciclo LOS SIETE PECADOS CAPITALES, el cual trata sobre LA AVARICIA.
¿Quién no ha oído hablar en alguna que otra ocasión que “la avaricia rompe el saco”?. No nos damos cuenta, pero en muchas ocasiones –quizá en más de las que deseamos-, esta palabra nos aparece en nuestras vidas como símbolo de que la situación económica (y personal) de uno mismo puede ir extremadamente bien o mal; las ansias de acumular bienes (materiales o no) sin motivo o necesidad aparente hacen que tengamos una contradicción más que curiosa –y, por qué no decirlo, injusta-: ¿para qué sirve acumular bienes y no utilizarlos cuando la gran mayoría necesita esos bienes y se encuentra abandonada a su suerte?.
La avaricia, término que indica esta contradicción, viene del término avaritiam, y éste, a su vez, del verbo latino avere, que significa “desear algo con ansia”. “Avaricia”, pues, implica padecer un afán desordenado de poseer y adquirir riquezas y/o bienes para atesorarlos; a diferencia de la gula, como vimos en el capítulo anterior, no existen referencias sólidas de este trastorno en el mundo latino (aunque se reflejarán, como veremos, a modo de influencia en obras posteriores), pero sí en la mitología griega. La referencia es de postín: uno de los primeros personajes en padecer la avaricia fue Midas, el rey de la región de Frigia, a quien Dioniso le concedió lo que quisiera; Midas, como sabemos, fue célebre por tener la cualidad de convertir en oro todo lo que tocaba. La ambición, sin embargo, hizo que hasta el agua y su propia comida se convirtieran también en dicho metal, lo que le condujo a su desgracia.
La avaricia, en la antigüedad, era vista como un vicio en sociedades en las que el ahorro era una virtud. Había que distinguir a la persona ahorrativa, que tenía conciencia de sus obligaciones familiares del manirroto. El avaro era el que llevaba el ahorro a situaciones grotescas. No atendía bien ni a sus seres queridos, ni a sí mismo. Lo único que le interesaba era acumular un capital que no se utilizaba para nada. Lo característico del avaro es que esteriliza el dinero, que en lugar de estar en movimiento queda paralizado. Así convierte un elemento fluido y útil en algo totalmente inservible.
La avaricia, además, ha inspirado magníficas obras, como por ejemplo “El avaro” de Molière, una ácida comedia inspirada en la obra de Plauto “Aulularia”, o “La comedia de la olla”. Allí retrató la esencia de un hombre capaz de vender su alma por dinero. La obra muestra una viva pintura de la avaricia, con la más alta comicidad y el más fino sentido satírico. El autor se apoya en el sentido común, acepta al mundo con franqueza y procura mostrar que los excesos en todo género son fatales para la vida social normal.
Una de las historias más polémicas respecto de este tema fue el enfrentamiento de Felipe el Hermoso, rey de Francia, con la orden de los Templarios. Estos caballeros comenzaron como un pequeño grupo militar en Jerusalén, cuyo objetivo era proteger a los peregrinos que visitaban Palestina luego de la Primera Cruzada. Con el correr de los años lograron concretar un sistema de envío de dinero y suministros desde Europa a Palestina. Desarrollaron un eficiente método bancario con el que se ganaron la confianza de la nobleza y los reyes. Así erigieron una enorme fortuna y quedaron rodeados de deudores en muchos casos quebrados y sin posibilidad de devolver lo que habían pedido. Pero en 1307 uno de sus deudores, Felipe IV el Hermoso de Francia, junto con el Papa Clemente V, se confabularon y detuvieron al gran maestre francés, Jacques de Molay y a sus principales lugartenientes, todos acusados de sacrílegos y de mantener relaciones con Satanás. La mayoría de los apresados fueron quemados en la hoguera bajo tortura; poco después, el Papa suprimió la orden templaria y sus propiedades fueron asignadas a sus principales rivales, los Caballeros Hospitalarios, aunque la mayor parte quedó en manos del rey francés y de su colega inglés, Eduardo II.
En este caso en lugar de liquidar la deuda, los deudores decidieron liquidar a los acreedores. Allí hubo una pugna de poder y dinero.
Los budistas, por otro lado, creen que la codicia está basada en una errada conexión material con la felicidad; esto es causado por una perspectiva que exagera los aspectos de un objeto.
Las codicias individuales son frecuentemente tildadas de ser dañinas para la sociedad puesto que sus motivos tienden a despreciar la felicidad de otros: si una persona está a punto de mejorar su riqueza, otra, en consecuencia, la pierde (asumiendo, por supuesto, que la economía de mercado es un juego de suma cero). Sin embargo, la codicia ha sido más aceptada (y la palabra ya es menos frecuente) en la cultura occidental, donde el deseo de acumular riquezas es una parte importante del capitalismo y del consumismo, lo cual no significa que sea algo que se considere bien visto: todo lo contrario. Cada vez hay más personas avaras, avarientas o avariciosas que actúan avariciosamente o avaramente para avariciar los bienes antes conseguidos.
A la avaricia se le considera pecado capital porque a través de la ganancia o tenencia se cometen muchos otros pecados. Se teme que a menudo se esconda como una virtud o se insinúe bajo el pretexto de ahorrar para el futuro. Cuando la avaricia se convierte en un incentivo para no justificar la conservación y retención de la riqueza, se le considera pecado grave; sin embargo, cuando denota simplemente el deseo de riqueza o placer, comúnmente no es pecado grave. Pero son innegables dos consecuencias directas: una de ellas, como diría el filósofo Fernando Sabater, es que “dar al dinero más importancia de la que tiene, convirtiéndolo en un fin en sí mismo es lo que distingue la avaricia del ahorro. Así, el avaro pierde de vista toda relación humana porque no reconoce que en cada intercambio reside algo muy profundo: la sociabilidad.” La otra, como diría Juvenal, es mucho más evidente, a la vez que dolorosa: “Es una gran locura el vivir pobre para morir rico”.