Para Epicuro, el cuerpo y el alma se extinguen al morir, esparciéndose en el vacío los átomos que agrupados los formaban, de modo que no hay nada más allá de la muerte salvo la reagrupación de los átomos

Manuel Lozano Leyva www.elpais.com 30/09/2023

Muchos grandes pintores recrean la imagen de Demócrito riendo, sin embargo, fue Epicuro el primero que relacionó los átomos con la alegría de vivir. La historia de esta extraña concordancia, tan sorprendente este tórrido verano cuyo colofón ha sido la tremenda película sobre Oppenheimer, seguramente la inició Zenón de Elea al poner de manifiesto que ni el espacio ni el tiempo podían dividirse infinitamente. El atlético héroe Aquiles jamás alcanzaría a la parsimoniosa tortuga.

Primero Leucipo y luego Demócrito concluyeron que con la materia debería suceder lo mismo, y lo mínimo en que se podía dividir se denominaría átomo. Y, lógicamente, tiene que haber un vacío en el que se muevan esos átomos. El tiempo permite que estos generen paso a paso o, mejor, golpe a golpe entre ellos, todo lo que llamamos mundo. Es­tamos entre 400 y 500 años antes de Cristo.

Un siglo más tarde, Epicuro estableció una relación pas­mosa: los átomos permitían alcanzar la ansiada alegría de vivir. Al morir, el cuerpo y el alma se extinguen esparcién­dose en el vacío los átomos que agrupados los formaban; no hay nada más allá de la muerte salvo la reagrupación de los átomos dando lugar a nuevas cosas en danza perpetua de la naturaleza. Mucho menos hay premios o castigos. Con­clusión: no hay que temer a la muerte sino al dolor y, por lo tanto, a vivir que son dos días, dicho todo esto en unas 42 obras escritas de mayor o menor extensión. Al parecer, porque se perdieron casi todas. Hasta que llegó Tito Lucre­cio Caro un par de siglos después con su grandioso poema de 7.400 versos: De rerum natura, aunque también se per­dió (lo perdieron), pudo llegar íntegro a nosotros.

El físico matemático italiano Lucio Russo publicó en 1996 La revolución olvidada, cómo la ciencia nació en 300 a. C. y por qué tuvo que renacer. Demuestra, con todo rigor científico, que la ciencia griega y la tecnología romana del siglo V estaban preparadas para dar lugar a la ciencia mo­derna incluidos el uso del vapor y la electricidad. El histo­riador estadounidense Stephen Greenblatt ganó el Premio Pulitzer en 2011 con The Swerve (en español se tradujo co­mo El giro) sosteniendo que lo que hizo renacer la ciencia. 1.000 años después de que se extinguiera fue la recupera­ción del poema de Lucrecio.

Tras la caída de Constantinopla, al esparcirse por Euro­pa, los monjes romanos más ilustrados vieron horrorizados que el latín de las copias de los textos clásicos era un desas­tre. Se desató una noble cacería de obras ilustres y uno de los más afortunados ojeadores fue Gianfrancesco Poggio. Encontró De rerum natura, lo copió y tradujo apropiada­mente. La imprenta de Gutenberg hizo el resto, es decir, que llegara a sabios Inquietos como Bruno, Galileo, Copérnico, Kepler, seguidos por muchos más. Y la ciencia renació.

El paréntesis de 1.000 años se debió a que las mentes más brillantes de Europa se dedicaron a poner en pie la religión única y verdadera, oficializada por las monarquías, pero de fundamentos poco razonables: Dios era uno y a la vez tres: el más cercano a nosotros nació de una Virgen; su sacrificio para salvarnos se conmemoraba con la extraña transustan­ciación; el sufrimiento era inevitable e incluso loable en el valle de lágrimas que es la vida, ya vendría la recompensa si se daba el caso, después de la muerte; y cosas así.

Poggio halló DE RERVM NATVRA, lo copió y lo tradujo apropiadamente. La imprenta hizo el resto y la ciencia renació

La formidable teología que construyeron era opuesta de raíz a lo que se desprendía de De rerum natura: el universo no tiene creador y todo es resultado de los movimientos y agrupaciones de los átomos que su­ceden al azar sin causa (aunque pue­da sorprender, Lucrecio no era ateo. pues el poema empieza invocando a Venus); el universo no se generó para los humanos y por eso no son únicos; las sociedades humanas y las especies animales no empezaron siendo tran­quilas y felices, sino que hubieron de entablar batallas por la supervivencia; el alma muere, no hay vida más allá de la muerte; todas las religiones son supersticiones organizadas e inevita­blemente crueles; no hay ángeles, de­monios y fantasmas; entender la na­turaleza de las cosas genera profundo asombro y bienestar, el mayor objeti­vo de la vida humana es aumentar el placer y disminuir el dolor: los deseos inalcanzables y el miedo a la muerte son los principales obs­táculos para alcanzar la felicidad, pero pueden superarse ejercitando la razón. Sería interminable describir, ni siquie­ra enumerar, los desarrollos científicos y tecnológicos des­prendidos del conocimiento de los átomos y sus núcleos, desde la medicina hasta las comunicaciones. Incluso la paz global alcanzada (hasta ahora la más prolongada) es gra­cias a la disuasión nuclear. Pero permítaseme antes del po­sible vilipendio, recordar un pasaje entrañable en mi vida.

Hace años, citando mi padre, según sus palabras, esta­ba listo, me pidió que hiciera lo necesario para que lo in­cineraran. No quería convertirse en un pingajo. Averigüé que el cementerio de Sevilla tenía lo apropiado para ello. Su reacción cuando se lo dije no se me olvidará jamás: son­rió ampliamente. Ni él ni yo habíamos leído a Lucrecio.

Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Fisica Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Es autor de ‘Urania y Erató. Un divertimento sobre la relación entre la ciencia y la poesía’ (Renacimiento, 2022).

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