El hurto de las lenguas clásicas a las generaciones jóvenes ha sido una estafa para crear gente sin raíces

Ignacio Peyró www.elpais.com 15/07/2023

Estamos más cerca de alcanzar la inmortalidad humana o de poder vivir en Júpiter que del retorno del latín al currículo escolar, pero pedirlo pertenece a una categoría superior a la de las causas perdidas: la de las causas hermosas. No propongo llegar a los extremos de la escuela de Shelley, en la que, a fin de “domar el ardor adolescente”, todo alumno “había leído dos veces a Homero, había expurgado a Horacio y podía componer unos pasables epigramas latinos sobre Wellington”. Sí, nos queda lejos la época en que -leemos en Maurois- las ciencias eran facultativas, la danza «obligatoria» y la religión se estudiaba con el firme compromiso de no hacerle mucho caso. Pero si era criticable la «sensata frivolidad» de aquellos estudios, ahora preocupa que los profesores de latín pasen a ser más infrecuentes que los linces ibéricos.

A estos profesores los retrató Evelyn Waugh en el personaje de Scott King, con sus chaquetas color caca y su ligero aire anacrónico: seres más bien ornamentales, que tal vez se sonríen al leer unos versos licenciosos de Catulo para aliviar las horas dedicadas a la sintaxis, y que han venido al mundo a recordarnos que Venus no solo es un nombre de club de carretera. A mí me resulta imposible no tenerles afecto: venían a mostrar que hay una dimensión distinta a la sumisión fatal a los poderes del día. «Algo calvo y algo corpulento», como el propio Scott King, yo mismo estuve a un tris de dedicarme al latín: para mi sorpresa, me dieron un 10 en Selectividad, y entendí aquello como una señal divina para dejarlo todo y estudiar Clásicas. Ante tal manifestación del destino, yo no pude menos que -naturalmente- desobedecer y matricularme en Románicas: en mi descargo puedo decir que no lo hice por afán de lucro.
Iba a estudiar la lengua muchos años, en todo caso, y aún recuerdo que, al comprar la Introducción al latín vulgar en la librería, una profesora me dijo que ella misma se recordaba comprándolo tres décadas antes. Al cabo, si un estudiante de Medicina sabe más que Hipócrates, el latín nos ponía en pie de igualdad -de humildad- con los mejores de todo tiempo, de los monjes culones a los grandes ilustrados, y con los años sorprende ver cuánto latín pervive en un párrafo de Jovellanos o una tirada de Burke y, por el contrario, cuánto de su fuste echamos de menos en tantas prosas.
Es posible que el latín amargara a muchos, pero dejaba el convencimiento de participar de una importancia superior. Como todo lo hermoso, el latín tampoco lo pone fácil: tras años de fatigas, solo logré sacar en claro que Ovidio va a ser siempre más listo -y más retorcido- que tú. El primer acercamiento al latín, de hecho, solía ser un flechazo de repulsión: el aprendizaje de las declinaciones es un arte combinatoria que solo puede gustar a quien este destinado a fetichismos como el derecho procesal. Pero créanme que el del latín es un amor que compensa, capaz -en mi caso- de sobreponerse a la antipatía ardiente de un profesor o a un catedrático de Gramática Latina con más lamparones que camisa.
En una novela de Louis Auchincloss, el carácter opcional del latín marca el momento en que la modernidad entra en su mundo como una bomba fétida por la ventana. La vieja escuela deja de ser la vieja escuela y -cabe suponer- al poco llegaría el «conocimiento del medio». Bromas aparte, el hurto de las lenguas clásicas a las generaciones jóvenes ha sido una estafa para crear gentes sin raíces. De igual modo que una batería en el presbiterio terminaba con siglos de liturgia, al quitar el latín creían limar tiempo para una lengua y cortaban con milenios de transmisión cultural.
A veces el latín vuelve a la moda: unos finlandeses emiten un noticiero en latín o el Vaticano incluye «bikini» en su glosario como vesticula balnearis Bikiniana. Son espejismos. Por supuesto, hay quien lo defiende como gimnasia mental, o por el gusto por la etimología. Pero la etimologia está llena de trampas y para el cerebro lo bueno es leer. A muchos les quedará, de su bachillerato. el recuerdo de que los romanos no hablaban más que de campamentos militares, pero alguna suavidad había en una lengua que abordábamos por su flanco más dulce: la conjugación de amar. ¿Por qué el latín? Ni siquiera por utilidad de lo inútil o por superioridad cultural. Al final lo amamos porque es de las pocas cosas que -como la rosa, rosae– no necesitan un porqué.
EPS

FUENTE: www.elpais.com