Juan Esteban Constaín www.eltiempo.com 27/10/2010

Hubo guerras y saqueos; hubo infamias, cuchillos, todo eso. Pero la decadencia de Roma fue un proceso lentísimo y casi imperceptible.

Siempre, en mis clases de historia, llega un punto en el que me da por imaginarme cómo se imaginarán mis alumnos lo que yo les estoy contando. Qué idea (qué imagen) tendrán ellos de un romano en el siglo II después de Cristo, o de un veneciano en el siglo XIV, o de un maya. ¿Los oirán de verdad, los verán caminando entre las termas y los canales? Es algo que me intriga tanto como la historia misma, y varias veces me ha tocado preguntarlo abiertamente, sin mucho pudor. Dígame, por favor, cómo cree usted que ocurrió eso, cómo se lo imagina.

Y los resultados suelen ser sorprendentes. Porque contar la historia tiene el gran problema -y la gran belleza, el consuelo- de que al hacerlo, querámoslo o no, la volvemos literatura. No importa cuán científicos amanezcamos o cuán rigurosos sean nuestros métodos: toda reconstrucción del pasado es un acto de fe; es decir, una novela. Lo que separa a Ginzburg de Proust es la realidad, los hechos objetivos, sí, pero la realidad no es más que un accidente. En últimas, todos los seres humanos pensamos con imágenes, y las imágenes son precisamente eso: figuras, retratos. Recuerdos, y recuerdos inventados.

Siempre que les pregunto a mis alumnos por la caída de Roma y las invasiones bárbaras, por ejemplo, me dan el mismo cuadro, como si fuera una herencia inconsciente e irrenunciable: hordas de salvajes cayendo al Mediterráneo, en una fenomenal orgía de la que sólo se ven, como destellos, los golpes del acero y las barbas largas entre bocas al acecho. Cosa de unos pocos días, y luego el mundo es un desastre universal, la ruina, la peste. Muchos cuernos, muchos gritos. La Edad Media.

Pero lo extraño es que cuando uno va a las fuentes que relatan la caída del Imperio, desde Jordanes hasta Amiano Marcelino, o cuando uno lee los mejores libros sobre el tema, como el de Gibbon -quizás la mejor investigación histórica de todos los tiempos-, descubre que la cosa fue muy distinta.

Hubo guerras y saqueos, claro, porque cuándo no los ha habido; hubo infamias, cuchillos, todo eso. Pero la decadencia de Roma fue un proceso lentísimo y casi imperceptible, y las llamadas «invasiones bárbaras» no fueron una invasión, ni un ruido: fueron el asentamiento de los hombres del norte en la civilización mediterránea, metiéndose en ella como si les perteneciera de toda la vida, como si cualquier godo pudiera hablar latín tras limpiarse la boca con una cimitarra.

Eso, de hecho, lo cuenta Gibbon: la historia (la novela) de los pueblos germánicos que entraron a Roma, y se ponían las túnicas de seda de los romanos, que les quedaban pequeñas. Caminaban por las calles del imperio, los invasores, y sonreían. Hablaban en latín (así se acabó el latín; así huyó a las abadías), y amaban a las mujeres romanas con desenfado y eficacia. Luego empezaron a pronunciar discursos, a comprar cargos públicos. Llegó el momento en el que fueron elegidos por el pueblo romano. Hasta que Roma se acabó. Nadie lo sabía entonces, pero Roma se estaba muriendo.

Algo así pasa hoy con las grandes potencias del mundo occidental: todas hicieron imperios, todas saquearon. Todas estaban muy ocupadas pensando en el progreso como para lavar sus baños, y entonces dejaron que miles de bárbaros -nosotros- se encargaran del trabajo sucio. Los latinos en Estados Unidos, los turcos en Alemania, los rumanos en Italia, en fin.

Y ahora resulta que la civilización quiere estar sola con sus valores -ahora sí-, y que a los blancos no les gustan ni los negros ni los musulmanes ni los sudacas.

Lo acaba de decir Ángela Merkel: el multiculturalismo europeo es un fracaso y un embuste. Y tiene razón. Basta ver, si no, cualquier partido de la Champions League.