www.notiarandas.com 07/01/2006

«Hasta las polis o ciudades estado griegas, las únicas opciones humanas son el nómada autosuficiente, que vive en pequeños grupos rodeado por grandes territorios vírgenes, o el hombre-hormiga de las grandes culturas agrícolas y urbanas, sometido a la arbitrariedad de un rey-dios y a rígidos sistemas de castas. Pero los griegos inauguran un tipo nuevo de sociedad, donde niveles densos de población son compatibles con un escrupuloso respeto por la libertad individual. Su resultado será una eclosión deslumbrante de conocimientos y expresiones artísticas…»

Terapéuticamente, el reflejo de esta actitud es la escuela hipocrática, que presenta la enfermedad y la cura como resultado de procesos naturales. Al deslindar sus actos de la magia y la religión el hipocrático niega validez a cualquier cura basada en una transferencia simbólica del mal desde alguien a otro, rompiendo así con la institución del chivo expiatorio. (En la región de Los Altos desde siempre ha existido el que toda la sociedad escoja a personas o grupos para acusarlos de todas las culpas y pecados del grupo, por lo regular esas personas o grupos son los jóvenes, quienes son vigilados como si fueran conspiradores que pretenden destruir el mundo, en eso consiste el fenómeno del chivo expiatorio).

«Las drogas ya no son cosas sobrenaturales, sino -como dice el Corpus Hippocraticum- ‘sustancias que actúan enfriando, calentando, secando, humedeciendo, contrayendo y relajando, o haciendo dormir’ (lV,246). En su naturaleza está curar amenazando al organismo, como cura el fuego una herida al desinfectarla, o como soluciona alguna patología el bisturí de un cirujano. Lo esencial en cada una es la proporción entre dosis activa y dosis letal, pues sólo la cantidad distingue el remedio del veneno». En este párrafo podemos ver ya las bases de nuestra moderna medicina y también podemos apreciar que desde el mundo griego, una sustancia que sirve para dar vida, usada de manera irresponsable, se convierte en un veneno mortal.

Teofrasto –un discípulo directo de Aristóteles, autor del primer tratado de botánica conocido- expone con claridad este punto de vista al hablar de la datura metel (una de las solanáceas más activas) en los siguientes términos: “Se administrará una dracma si el paciente debe tan sólo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco; se administrará una dosis cuádruple si debe morir” (Hist, plant,lX, 11, 6). Nicandro de Colofón, un ‘farmacópolo’ o experto en drogas del Siglo II a.C., evalúa el margen de seguridad para el opio de modo parecido.

Los griegos percibieron también el fenómeno que hoy llamamos tolerancia, aunque en vez de ver allí las huellas de un hábito indeseable vieron, más bien, un mecanismo de autoinmunización. Según Teofrasto: “Parece que algunas drogas son tóxicas debido a la falta de familiaridad, y quizá sea más exacto decir que la familiaridad les quita su veneno, porque dejan de intoxicar cuando nuestra constitución jamás ha aceptado y prevalece sobre ellas” (Hist. plant. lX,17,2). Además de vinos y cervezas, los griegos usaron con fines ceremoniales y lúdicos el cáñamo y otras solanáceas (beleño, belladona, mandrá-gora), en ocasiones mediante sahu-merios o inciensos. Conocían también un extracto de hachís con vino y mirra para estimular reuniones privadas. Sin embargo ninguna droga tuvo una popularidad comparable al opio. En tiempos de Hesiodo, la ciudad que luego se llamaría Sición se llamaba Mekone (esto es; adormidera), y la planta fue siempre un símbolo de Démeter, diosa de la fecundidad. Las casadas sin hijos portaban broches y alfileres con la forma de su fruto, y los enamorados restregaban pétalos secos para averiguar por los chasquidos el futuro de su relación. Su empleo médico se remonta quizá a los primeros templos de Escolapio, instituciones algo parecidas a nuestros hospitales, donde nada más llegar los pacientes eran sometidos a una incubatio o «ensueño sanador». El tratado hipocrático sobre la histeria -trastorno que los griego atribuían a «sofocaciones uterinas», anticipando a Freud- recomienda opio como tratamiento. De Hipócrates le viene en realidad el nombre a esta droga, que traduce opós mekonos; ‘jugo de adormidera’. Heráclides de Tarento -médico de Filipo, padre de Alejandro Magno- contribuyó a fomentar su difusión, preconizándolo para calmar cualquier dolor».

El envenenamiento obsesionaba en la Antigüedad, sobre todo a los opulentos, y ese temor impulsó la búsqueda de un antídoto -la theriaka o triaca-, que tomado cotidianamente inmunizara al usuario. Lo notable es que, junto a puros venenos -como cicuta y acónito, en dosis homeopáticas-, y a muchas otras substancias (vegetales, animales y minerales) el opio forma parte de todos estos preparados. Hay mil clases de triacas, más caras y enrevesada cada una que la previa, pero ninguna prescinde de él; cuando Galeno confeccione su antídoto magno, (siglo II), la proporción de jugo de adormidera ha crecido hasta ser un 40% del total. Podemos ya apreciar desde la antigua Grecia cómo las drogas dejan de ser consideradas sobrenaturales y se empiezan a utilizar con fines médicos. En nuestra próxima entrega seguiremos viendo el mundo griego y su actitud hacia el vino, cuando por momentos se confundían ciencia y religión por medio de ritos y consumo de drogas en ceremonias populares.