Emilio Díaz Rolando independent.typepad.com 31/03/2011

¿Qué espacio puede tener en un entorno liberal la figura de un viejo emperador romano? Aquellos dirigentes eran la cúspide de un régimen autoritario basado en el ejército. No olvidemos que el sentido primigenio del sustantivo imperator era el de «general en jefe».

Marco Aurelio (121-180 d.C.) es uno de esos emperadores. Está catalogado entre los «buenos». Los hubo «malos» y fueron muchos más que los otros. Marco Aurelio es, además de emperador, el autor de un libro cuya traducción ha venido siendo en español Meditaciones y que en el griego original de su redacción recibió el título de Palabras para uno mismo. Donde pongo Palabras, bien pudiera haber puesto Reflexiones, ya que el original griego es tan ambiguo que la mejor traducción sería Cosas. Pero ese término en español resulta poco aceptable como título. Si alguien se pregunta por qué escribió el libro en griego y no en latín, la respuesta es que el griego en aquel momento era el idioma de la filosofía, de la reflexión, del saber. Marco Aurelio llevaba barba como su antecesor Adriano, quien la puso de moda porque era un amante de Grecia. Grecia era símbolo del pensamiento y sus filósofos llevaban barba.

Las Meditaciones fueron escritas en buena parte durante las campañas fronterizas del emperador contra partos y marcomanos. Están no ya teñidas, sino sumergidas en un estoicismo omnipresente. Hay una suave melancolía, una resignación serena ante la caducidad de la vida. Hay un orgullo contenido de ser romano y una temperada conciencia del inmenso poder del cargo. Hay apelaciones a la razón como guía y ciudadela ante las asechanzas de la fortuna. En fin, Marco Aurelio despliega ante el lector toda una panoplia de reflexiones sobre el ser y el vivir que han convertido su obra en un modelo literario y filosófico.

Ahora bien, vuelvo a la pregunta del principio: ¿qué espacio puede caber para un monarca absoluto en una página liberal? Ninguno, a priori. No obstante, durante la lectura del libro, uno se topa repentinamente ante esta frase: «No esperes la República de Platón; por el contrario, considérate satisfecho si lo más nimio progresa y considera que el resultado de esto mismo no es algo insignificante»(Meditaciones, IX 29). Lo que hubiera sido el sueño de Platón, ver a un filósofo en la cúspide de la sociedad y con un poder casi absoluto, se torna, una vez vuelto realidad, en una abrumadora confesión de realismo. Las palabras de Marco Aurelio evocan en el lector liberal a Karl R. Popper y sus juicios sobre Platón en La sociedad abierta y sus enemigos, donde el ateniense aparece como el primer propugnador del totalitarismo precisamente con su diálogo La república. Luego, vienen a la memoria las palabras que el filósofo austríaco dedica a lo que él llama «los ingenieros o técnicos fragmentarios»: «Aunque albergue algún ideal concerniente a la sociedad como ‘un todo’ –su bienestar general quizá–, no cree en el método de rehacerla totalmente. Cualesquiera que sean sus fines, intenta llevarlos a cabo con pequeños ajustes y reajustes que pueden mejorarse continuamente»(La miseria del historicismo, trad. Pedro Schwartz, Madrid, Alianza-Taurus, 1995, páginas 79-81).

Consciente del anacronismo y llevada por encima del oleaje de la historia en una travesía a contracorriente de su curso, la fantasía del lector empuja a pensar que Marco Aurelio fue uno de esos «ingenieros fragmentarios». Frente a ellos desfilan quienes, llevados por la utopía de la sociedad perfecta imaginada por Platón, pretenden instaurar un paraíso en la tierra cuyas máximos logros, al final, suelen reflejarse en el cartel de entrada a un GULAG o en una montaña de calaveras humedecidas por los monzones de un remoto confín asiático.

Quizá sea este mensaje del viejo emperador uno de los que la intelligentsia políticamente correcta contemporánea desee evitar que nuestros escolares hallen en el curso de sus estudios. De ahí, no dejaré de insistir, su odio a todo lo que huela a las raíces de nuestra civilización. Es lógico que les resulte humillante comprobar cómo hace muchos siglos alguien desvela sus falacias.

En otra veleidad de la fantasía, se puede llegar a pensar que no vendría mal grabar esa frase en los frontispicios de todos los centros de poder para que el político de turno no creyese que su función es cambiar el mundo, sino contribuir modestamente a mejorar algo, un poco, las condiciones de quienes lo han alzado al puesto que ocupa, sobre todo dejándoles que hagan su vida libremente. Y sentirse, a continuación, totalmente satisfecho con esa tarea.