Arístides Mínguez Baños www.papeldeperiodico.com/ 01/02/2014

Le sobrevino otro estremecimiento. Sintió cómo la garra de la moira Átropos, la inexorable, se aprestaba a cortar el hilo de su vida. Aun así, no tenía miedo a la muerte. La había mirado a la cara demasiadas veces y, para su desgracia, había tenido que suministrarla por su propia mano.

Le acudió a la memoria, una vez más, el rostro de aquel efebo tebano al que privó de la luz en los llanos de Platea. Tendría poco más de 15 años. Su rostro era divino, cual si Apolo hubiera tomado cuerpo mortal. Sus rizos caían en cascada y, a pesar de hallarse manchados de su sangre, reflejaban el sol.

Lo hirió en la primera acometida de los atenienses contra los traidores tebanos, que habían vendido a sus hermanos helenos a cambio del oro persa. Con el escudo lo despojó de yelmo y protección, al mismo tiempo que lo hería, sin pensar, en el vientre con la espada. Una gélida desazón lo invadió al descubrir que era poco más que un niño.

Su mirada experta le advirtió de que la herida era mortal. A la criatura se le habían salido los intestinos, que, en vano, intentaba abrazar para meterlos dentro. La lucha continuaba encarnizada a su alrededor. Los tebanos intentaban desquitarse de las afrentas, reales o imaginarias, que sus vecinos del Ática pudieran haberles inflingido a lo largo de los siglos. Nada más despiadado que una guerra entre hermanos. Sin dioses. Ni humanidad.

Arístides, hijo de Lisímaco, al que en su polis llamaban El Justo, se puso en peligro al bajar la guardia en plena batalla. Se despojó de su casco y se arrodilló junto al herido. Lo natural en la guerra era que a los heridos a los que se consideraba incurables, los rematara un pelotón de esclavos. Ese pelotón pasaba una vez decidido el combate. En ese caso, la lucha aún no había terminado ni los dioses habían decidido a cuál de los dos bandos darían la victoria. Todavía quedaba más de una clepsidra para que el Batallón de las Moiras, como llamaban a los apuntilladores, pasara.

La muerte, inevitable, no sería inmediata. El efebo se despediría de este mundo entre tormentos, oliendo sus propios excrementos, que le salían de las tripas abiertas. Aún estaba bajo los efectos de la conmoción y no sentía en toda su llama la hiel del dolor. Arístides le limpió la cara con el agua de la cantimplora. Puso su cabeza sobre las rodillas y comenzó a acariciarlo, mientras le susurraba una nana. El chico llamaba a su madre. Miró al estrategos entre lágrimas. Intentó esbozar una sonrisa. El general volvió a acariciarlo. Le cubrió los ojos con la izquierda, mientras que, con la diestra, lo degolló. Con ternura. Sin dejar de cantarle. Sin dejar de llorar.

A su alrededor, sus hombres se batían por defenderlo de las lanzas tebanas. El strategos besó la frente del muchacho, se lo encomendó a Hermes Psicopompo, se caló su yelmo y embrazó el escudo.

Un nuevo ahogo lo sacó de sus ensoñaciones. El anciano miró a su alrededor. La habitación a la que lo habían trasladado, en el gineceo, era austera, casi miserable. No se quejaba: había transcurrido su vida rodeado de la pobreza. Cuando había comenzado a juntar algo de fortuna, más para proporcionar un futuro a sus hijos que por ambición, llegaron los medos a Atenas e incendiaron sus propiedades, junto con el resto de la polis.

Por sus manos habían pasado talentos de plata y oro, tesoros de valor incalculable. No había cogido nada para sí mismo, aun habiéndole sido sencillísimo. Más aún: denunció a uno de sus más estrechos colaboradores por desfalco. Lo llamaban, sí, el Justo, por su probidad, por su honestidad. El dramaturgo Esquilo, loor de las letras áticas, junto con el que se batió como un centauro en Maratón, Salamina y Platea, le dedicó, de manera indirecta, unos yambos en una de sus tragedias:

“Quiere no parecer, sino ser justo: / en su alma el saber echadas tiene hondas raíces, / y copioso fruto de excelentes y útiles consejos”

Todo el auditorio del teatro, unas 5000 almas, se volvió hacia él y le rindió homenaje.

Sí: había sido un hombre justo. No se arrepentía ni se envanecía por ello. Pero era pobre como una rata. No tenía ni para proporcionar una dote a sus hijas con que pudieran bien casarse. Su Lisímaco, el mejor de los hijos que los dioses pudieran haberle dado, sólo heredaría de él la casucha en la que malvivían, la casi ruinosa morada familiar en Faleros y su nombre. Su fama. Que no se comían.