Ignacio Jáuregui www.diariosur.es 24/01/2014

El templo de Zeus en Cirene sobrevive a los estragos del tiempo

En algún momento la razón metafísica e inmóvil de las pirámides dio paso a la inteligencia instrumental que echó a rodar nuestro mundo. El punto de inflexión habrá que buscarlo inevitablemente en Grecia, y este es un lugar tan bueno como cualquier otro para seguirle la pista. Antes de que el logos derivase en técnica y se proyectase sobre el mundo en forma de carreteras, reglamentos, finanzas o conducciones de agua hubo un momento radiante y suspendido en que la geometría, liberada ya del sentido trascendente, se bastaba aún a sí misma: a pocos pasos colina abajo, apartado del resto de las ruinas como si necesitara respirar por su cuenta, el templo de Zeus vive en ese momento.

El viajero, con ese temor suyo -tan inseguro, tan de aficionado- a que le den gato por liebre, llega armado de dudas razonables sobre la autenticidad de lo que va a encontrarse. Reconstruido dos veces en época romana (la primera por Augusto; la segunda por Adriano tras un incendio durante la revuelta judía), el terremoto del siglo IV lo redujo de nuevo a escombros y los fanáticos cristianos hicieron el resto. La ciudad, para entonces exhausta, no tuvo ya fuerzas sino para dejarse morir poco a poco. El templo que vemos ahora, levantado con extrema cautela por los arqueólogos italianos, podría no ser más que el cadáver de un cadáver puesto en pie, venimos pensando hasta que el primer impacto visual se lleva por delante todas las reticencias: lo que fuera que hacía a este edificio inequívocamente griego ha sobrevivido a los desastres. Cuando el viajero busque palabras dirá que es grave y ligero a la vez, que su tosquedad resulta engañosa, que, aunque parezca mostrar al primer golpe de vista todas sus cartas, revela a la mirada insistente una profundidad y complejidad inagotables. Pero antes que nada se impone una presencia física poderosísima que te agarra por las solapas como un campo magnético.

El peso de la piedra maciza debería achatar contra el suelo una silueta de por sí horizontal y de trazo grueso; lo cierto es, por el contrario, que el templo parece no ejercer presión alguna: se limita a permanecer ingrávidamente apoyado. Sin embargo, como si necesitara compensar esta innatural desactivación del eje vertical, el edificio convoca en torno suyo un juego de fuerzas que hace imposible contemplarlo a pie quieto. Se hace necesario rodearlo, dejarse succionar por el pórtico quebrado de la cella ausente, cruzarlo en diagonal. Nunca podremos calibrar -y este es, sin duda, el tipo de objeción que lastra cualquier vuelo teórico que uno quiera emprender sobre una ruina- cuánta de esta complejidad dinámica se debe a que, sin cubierta ni apenas cerramientos, el edificio se deja siempre atravesar de un extremo a otro por la mirada. Despojado así de límites se diría que consiste, más que en columnas y arquitrabes, en el aire que lo circunda y penetra: un vaciado de aire solidificado que se segrega de la atmósfera circundante y proyecta su radical extrañeza en el entorno.

Como los de Selinunte, lejos también de la península, este templo permite examinar el canon griego en formación, los pasos previos a la Acrópolis, y seguramente sea su carácter tentativo lo que nos inquieta e interesa. El Partenón ha resuelto ya, a base de finísimas manipulaciones de la escala y la geometría, las tensiones que nos hacen aquí volar por los aires. Rimbaud vio, en uno de sus delirios de profeta pagano, un cathédrale qui monte et un lac qui descent. Tal vez sea, como en la lengua poética del niño terrible, necesario un cierto nivel de desequilibrio para inducir con piedras ordenadas el vértigo y la ebriedad.

IGNACIO JÁUREGUI http://flaneurinvisible.blogspot.com.es/

FUENTE: http://www.diariosur.es/v/20140124/turismo/ebriedad-piedra-cirene-libia-20140124.html