Álvaro Galán Castro www.diariosur.es 25/04/2008

Se conserva en el Louvre una de las primeras manifestaciones artísticas del Mediterráneo, la cabeza de un ídolo femenino del Bronce griego, que data aproximadamente del año 2500 a.C., cuya significación permanece siendo un misterio para los especialistas.

Un misterio y, sin embargo, toda la claridad en la suma pureza y en el suave equilibrio de sus líneas, en el pulimento resultado de la aplicación de la piedra pómez sobre el mármol. Ya se trate, como se ha especulado, de una representación de la fertilidad o de la muerte (bien pudieran ser ambas), vemos en este límpido rostro unas características estéticas en las que, a lo largo de estos 25 siglos, las gentes de este mar se reconocen.

Se trata del amor por la forma y de su identificación con la luz, como ha observado Carlo Diano: «La forma se define mediante una luz que procede del interior y arde en el límite que clausura. Pero no es necesario recurrir a la estatua de una deidad; basta una sola de las columnas del Sunio». Dicho de otra manera, siguiendo a María Zambrano, el templo griego es en esencia una ofrenda a la luz.

Y amor al mar, un mar salpicado de islas que, como peñascos de luz, invitan al pitagórico salto a las aguas de la regeneración, que es a la vez extremaunción y bautismo. Es el ‘kairós’, la concepción cíclica del tiempo. Es el zambullidor de Pestum, pintura al fresco en una tumba hallada en la Magna Grecia (sur de Italia) que representa a un joven arrojándose desde una plataforma parecida a un trampolín. Es Safo, cuya leyenda habla de su suicidio (o su renacer) en las aguas del salto de Léucade.

Esta es la identidad mediterránea, cuyos mejores rasgos residen en el crisol cultural, en el intercambio, en la mezcolanza y el trato comercial y humano.

En Roma, bajo el Imperio de Octaviano Augusto, las artes son patrocinadas, principalmente por Cayo Cilnio Mecenas y Marco Valerio Mesala Corvino. Los poetas elegíacos eróticos, Ovidio, Catulo, Propercio y Tibulo, dan cuenta de una mentalidad urbana que hoy sigue resultando moderna. Siguen los pasos de los sabios autores de Alejandría, especialmente de Calímaco, adalid de una literatura clara y concisa, que dijo: «Mega biblion, mega kakon» (libro grande, libro malo).

Elementos barrocos
Pero junto al minimalismo conviven elementos barrocos en este homenaje a la luz. Enclavada entre el Oriente y el Occidente, la majestuosa ciudad griega de Bizancio, la romana Constantinopla, la turcomana Estambul, cuyas cúpulas recortan el horizonte.

Del Renacimiento podría bastar una sola imagen deslumbrante, la de Simonetta (Iannuensis) Vespucci, retratada como púdica Afrodita («la nacida de las aguas») por Botticelli, surgiendo en su concha de las espumas del mar de Pafos. En aquella época las princesas posaban desnudas para los artistas, lo que estaba considerado propio de su dignidad.

Los llamados poetas venecianos (o novísimos) reciben este nombre de la ‘Oda a Venecia en el mar de los teatros’, de Pere Gimferrer, quien, aún adolescente, sorprendió por su madurez con el libro ‘Arde el mar’, de ascendencia culterana. De esta ciudad adriática nos queda también el retrato de Thomas Mann, quien en ‘La muerte en Venecia’ presenta una ciudad decadente y bochornosa.

Sabemos que para la comprensión de uno mismo tan importante es su propia cosmovisión como la visión que el otro tiene de él. Entre las que podemos llamar manifestaciones de la visión del Mediterráneo hecha por artistas de otras latitudes, son dignas de mención, por ejemplo, las ‘Elegías romanas’ de Goethe, la maravillosa ‘Oda a una urna griega’ de John Keats, o el ‘Hiperión’ de Friedrich Hölderlin. Y más recientemente la ‘Cabellera de Capri’, de Pablo Neruda. Una de las grandes novelas del siglo pasado, ‘La muerte de Virgilio’, de Hermann Broch, utiliza las técnicas expresionistas para acercarse así, en espíritu, a la época augusta.

Siguiendo el ejemplo primitivo del ídolo griego del Louvre, de tendencia abstracta, Picasso y muchos otros artistas de vanguardia depuran su técnica hasta el límite de lo representable. Su arcaica sencillez en seguida nos evoca la tosquedad, delicada y apacible, de los rostros de Amedeo Modigliani.

Claridad
La claridad reaparece en un maestro del prosaísmo, Albert Camus, que en sus novelas argelinas, como ‘El extranjero’ o ‘La peste’, despliega toda una retórica de la depuración lingüística. Leyéndolas, se siente el sol abrasador sobre la cara. Entre los poetas del XX, amén de Cavafis, hay dos poetas que representan con maestría esta línea: el griego Yannis Ritsos, con los monólogos de ‘La cuarta dimensión’, y el nobel italiano Eugenio Montale, que en ‘Ossi di sepia’ se recrea en adustas tierras del secano mediterráneo, en un sereno intento de fundición con el paisaje.

La luz se prende de todo, hasta tal punto que Ortega y Gasset afirma lo siguiente de nuestra ciudad, en la que pasó los años fundamentales de su formación escolar: «Saliendo de Málaga, siguiendo la línea ondulante de la costa, se entra en el imperio de la luz. Lector, yo he sido durante seis años emperador dentro de una gota de luz, en un imperio más azul y esplendoroso que la tierra de los mandarines».

Tampoco Vicente Aleixandre (y así lo declara en ‘Ciudad del Paraíso’) pudo salir indemne de su encuentro con la luz de Málaga, de esa invitación al mirífico viaje, «con destino a las islas remotísimas, mágicas, / que allá en el azul índigo, libertadas, navegan».

El Mediterráneo es un sentir. Una luz que llega hasta dentro. Yo lo sé. Tal como debió saberlo quien con sus sensibles manos bruñó esa silente cabeza, que contiene en su misterio la primera lección de lo invisible: su aparición.