Javier Gomá Lanzón www.elpais.com 16/10/2010

Qué es la vida del hombre? Esto: la lenta gestación de un ejemplo póstumo. En un momento culminante de los Anales, refiere el historiador Tácito los pormenores de la muerte de Séneca ocurrida en el año 65 después de Cristo. Ninguna participación efectiva podía reprochársele en la conjura tramada por Cayo Pisón para asesinar a Nerón. Pero el emperador tirano, descubierto el plan, ordenó represalias indiscriminadas y entre ellas la ejecución de quien fuera su maestro y educador. Hallándose Séneca en su casa de campo, a cuatro millas de la ciudad, sentado a la mesa con su esposa Pompeya Paulina y dos amigos, llegó el centurión con la terrible embajada. La primera reacción del filósofo fue intentar escribir unas líneas de despedida: «Sin inmutarse, pide las tablillas de su testamento; como el centurión se las niega, se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida» (imaginem vitae suae).

La realidad ofrece al hombre un surtido plural pero limitado de posibilidades vitales. La riqueza de nuestra relación con ella es susceptible de reducirse a un número tasado de situaciones típicas. Atravesamos cuatro etapas del ciclo vital: infancia, adolescencia, madurez y vejez; y afrontamos una variedad predeterminada de experiencias existenciales, como amor, desamor, esperanzas, frustraciones, placer y dolor. La imagen de nuestra vida es una combinación de estos elementos pautados bajo una forma personal. De igual manera que averiguar la combinación de unos números prefijados abre la más impenetrable caja fuerte, así también conocer esa misma combinación en la vida de la persona amada o del amigo nos develaría los contornos de su imagen más secreta.

Ahora bien, como dijo Solón, no llamemos feliz a nadie mientras viva porque sólo podremos juzgarlo como tal al final de sus días. Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental y fortuito. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de la persona amada o del amigo, pues esa imagen parcial y mezclada que nos ofrecen en el ritmo del diario devenir es percibida sólo confusamente por nosotros, envueltos como estamos en la misma oscuridad respecto a nuestra propia imagen, tan incompleta y provisional como la de ellos, y no menos enigmática para nosotros mismos.

Y entonces la persona amada muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos accidentales y azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez el cuadro íntegro de su vida, ya concluida, cincelada en la materia del tiempo, ahora detenido. Esa visión nos golpea con fuerza y nos conmueve desesperadamente porque sólo entonces se nos revela en toda su plenaria verdad quién fue ese tú a quien tanto quisimos y que ahora está ausente, alejándose, y quisiéramos decirle una palabra definitiva de devoción. Pero, ay, es demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

La fórmula aristotélica para designar la «esencia» de algo se dice en griego «to ti en einai», un extraño sintagma que usa el imperfecto del verbo «ser». Para conocer la esencia de una mesa habría que preguntar: «¿qué era una mesa?», y para conocer la esencia de Sócrates, «¿qué era Sócrates?», «¿quién era Sócrates?». Para los griegos sólo había atribución esencial sobre el pasado concluido, una vez que la muerte había detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva. Parecería que el final de la vida del hombre es sólo la onda que produce la piedra al lanzarse al estanque. Pero no. Se dice de quien nos ha dejado: «Ha muerto, pero nos queda su ejemplo». Ése fue también el legado que Séneca dejó a los suyos momentos antes de abrirse las venas apremiado por un centurión inexorable a los piadosos ruegos. Su vida fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y a las generaciones venideras que aún le recuerdan. Con frecuencia se ha notado que la voz griega para «verdad» (aletheia) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que rinde la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen, como una botella que llega a la orilla con el mensaje del ahogado. Conocer la verdad de alguien es rememorar su ejemplo cuando ya ha dejado de vivir; al conmemorarlo, la vida del hombre, esa parábola que hace la piedra antes de caer al estanque, adquiere una necesidad que antes, entreverada de azar y casualidad, no tenía. Nótese la paradoja: la verdad de nuestro destino individual queda a la postre en manos de la posteridad social, que custodiará nuestro ejemplo -impidiendo que caiga en la nada y la mentira del olvido- sólo si halla en él algo colectivamente aprovechable y digno de permanecer. Todo ejemplo es ejemplo para alguien.

Las necrológicas y los obituarios que hoy leemos en los periódicos -un género literario de primerísimo orden o quizá la única auténtica ontología posible- encuentran su antecedente en las «laudationes funebres» que los aristócratas romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio. Lector, ¿qué renglones escribirías tú en ella si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? Nada de narcisismo o autocompasión; es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo? La muerte es, strictu sensu, el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre; mientras llega, cuida de tu imagen: imaginem vitae tuae.