Carlos García Gual www.elpais.com 03/11/2007

En sus Vidas paralelas Plutarco emparejó a Cayo Julio César con Alejandro Magno, con indudable acierto. Son, en efecto, los dos actores más revolucionarios y trascendentes en ese elenco de grandes figuras históricas. Tanto uno como el otro marcaron un cambio profundo en el panorama político de su tiempo, y la historia de Occidente habría sido muy distinta sin ellos. Con sus audacias afortunadas y sus impresionantes hazañas bélicas tanto el dictador romano como el monarca macedonio abrieron nuevos horizontes a la configuración y expansión de dos grandes imperios. Los paralelismos en sus vidas y destinos son, sin embargo, limitados.
Es lástima que se nos haya perdido la comparación (la llamada syncrisis) que Plutarco solía escribir como colofón tras cada par de sus semblanzas. Pero es fácil subrayar las divergencias más notables: Alejandro heredó muy joven un reino y un ejército poderoso, presto para conquistar un imperio asiático, mientras que Julio César tuvo que bregar para abrirse camino en la hosca y entrampada atmósfera de la República romana del siglo I antes de Cristo hasta obtener el consulado y hacerse con un ejército que le siguiera en sus ambiciosos proyectos. Alejandro fue un héroe invicto de juvenil prestancia: murió con 33 años tras haber conquistado la gloria y un extensísimo imperio. César tenía ya 40 años al ponerse al frente de sus legiones en la Galia y 50 cuando cruzó el Rubicón. Ambos fueron magníficos estrategas: Alejandro triunfó en cuatro enormes batallas y muchos encuentros menores, y recorrió en su gran marcha unos veinte mil kilómetros en diez años. César peleó en unos cincuenta combates en muy diversos frentes, en los que, según sus propios cálculos, sus tropas dieron muerte a más de un millón de enemigos; combatió en las Galias, Hispania, Grecia, Asia y África. Alejandro murió de una rápida enfermedad en Babilonia el 323 antes de Cristo; Julio César fue asesinado en una sesión del Senado el 44 antes de Cristo. En homenaje póstumo ambos recibieron tras sus repentinas muertes honores divinos. Alejandro se lamentaba de no haber tenido a un Homero que pusiera por escrito sus gestas heroicas. César relató con sobrio estilo sus campañas en la guerra de las Galias y la guerra civil. Sus Comentarios son merecidamente una crónica de prestigio clásico.

De uno y otro se han escrito numerosísimas biografías. César ha tenido muchos y excelentes biógrafos (en una lista iniciada con Suetonio y prolongada con estudios tan admirables como los de J. Carcopino y C. Meier, por ejemplo). Éste de Adrian Goldsworthy -que se ha traducido, muy bien y muy pronto- destaca por su extensión y por su precisión crítica. En inglés se titula Caesar. The life of a colossus, y en el conjunto de su enfoque y con muy bien documentada perspectiva crítica justifica la admiración hacia su protagonista. Se divide el texto en tres partes claras: la primera analiza cómo César se abre camino con genial audacia en esa época turbulenta de la República Romana, entre las feroces guerras y tensiones civiles y los triunfos de Pompeyo y las crisis constantes de un Senado agónico; luego viene su etapa de la dura y larga conquista de las Galias y, más tarde, el cruce de Rubicón, la nueva guerra civil que concluye con su triunfo y la dictadura y, con sorprendente final trágico, su asesinato. La narración tiene un buen ritmo, y es de una precisión admirable tanto en su manejo de los datos como en su invitación a la reflexión sobre los testimonios. Describe muy bien el ambiente romano, los complicados manejos de la política republicana a la vez que traza esbozos muy aguzados de otras figuras significativas: Pompeyo, Catón, Cicerón, etcétera. Goldsworthy es un experto en la descripción de combates, y describe todas las batallas precisamente. Pero el núcleo de la biografía es, como debe ser, el retrato minucioso de César: un genio ambicioso, tan inteligente como resuelto y pragmático, muy generoso y clemente, pero despiadado si la ocasión lo requería. Fue incansable guerrero y un político seductor, mujeriego y orgulloso, digno de su ascendencia mítica, complejo e irrepetible.

Entre los coetáneos de César, Cicerón es, probablemente, el más famoso por su huella en la cultura. También fue un notable político, aunque su fama del mayor orador romano y autor de textos de filosofía y retórica haya eclipsado algo esa faceta. También de Cicerón hay numerosas biografías; pero también la traducida ahora merece destacarse por su excelente calidad. Everitt ofrece un retrato biográfico preciso y vivaz del gran orador, que como cónsul salvó a la República y que, como César, tuvo un trágico final. Como César, Cicerón logró una carrera senatorial gracias a su impresionante retórica y a su patriotismo, y actuó con valentía y honradez al servicio de sus ideales. En su respeto por las leyes se mostró conservador e indeciso; y cometió errores, como al preferir a Pompeyo sobre César y confiar en la protección de Octavio. A su clara inteligencia y su dominio excepcional del arte de la palabra unía un fino sentido del humor, además de la afición filosófica que le llevó a introducir la filosofía helenística en el ámbito latino, en los años de su retiro de la política. Conocemos bien al Cicerón íntimo y familiar por sus cartas conservadas. (De César, en cambio, se nos han perdido las muchas que escribió). Everitt aprovecha muy bien esas cartas, como los discursos, para darnos una imagen muy cabal de Cicerón. Aquí se nos hace simpático este personaje, honrado y vanidoso, al que vemos como un estadista confiado en defender el orden antiguo, tan zarandeado por facciones violentas y caudillos belicosos. Su desastrosa muerte, degollado sin piedad, es un signo más de la crueldad de la época. (El ambiente tempestuoso de la época está evocado por Tom Holland en su Rubicón, Planeta, 2006).

El contraste entre el vacilante Cicerón, noble defensor de la constitución tradicional, para entonces una causa perdida, y el audaz Julio César, que buscaba un nuevo régimen político «con la implacable perspectiva de un genio», como destaca Everitt, es un tema magnífico para una reflexión intelectual de largo alcance. Que puede hacerse desde un muy claro enfoque desde estos dos libros, tan completos y precisos y de tanto rigor histórico.

Los historiadores británicos suelen destacar como autores de biografías amenas y penetrantes, tanto por su atención al contexto histórico como a la psicología de los biografiados. Los egresados de Oxford o Cambridge se conocen muy a fondo todos los textos clásicos, ejercitan talento crítico para los comentarios, y, por descontado, manejan la bibliografía oportuna, a la vez que un ameno y sobrio estilo narrativo, dentro de la mejor tradición inglesa. Tanto Goldsworthy como Everitt son muy claros ejemplos de ese estilo. Estas dos biografías serán por largo tiempo libros de imprescindible referencia y de lectura apasionante para los aficionados a la historia antigua.