Pedro Manuel Suárez Martínez www.elcomerciodigital.com 11/06/2010

Si les obligara a preguntarme en latín estoy seguro de que serían igualmente capaces y de que aprenderían el doble. Una experiencia que mereció la pena.

Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre cómo la vida, la realidad cotidiana va dando forma a cosas que uno creía imposibles o, al menos, improbables. Sí. tuve hace muchos, muchos años un primer profesor de latín que, armado de paciencia, pero a la vez de una retranca sin igual, cuando escuchaba la ya por entonces eterna pregunta de para qué sirve el latín, solía contestar, no con evasivas palabras, no con las típicas respuestas de que para desarrollar la inteligencia, para aprender a pensar, para desarrollar nuestra capacidad de razonamiento, para conocer mejor nuestra lengua y mejor aprender otras. No, la suya era una respuesta atípica, fuera de nuestro control, ajena a nuestra realidad esperable: decía él que era muy útil, porque, quién sabía, cualquier día nos podíamos encontrar en el autobús o en el tren o en la calle o en el metro o en el bar con alguien que nos hablara en latín; y, claro, al igual que nos esforzamos por hablar en inglés al extranjero que nos pregunta en inglés o en francés al que nos pregunta en francés, así tendríamos que esforzarnos en hablar en latín al individuo que se dirigiera a nosotros en latín. La estoica seriedad de aquel hombre, aquella circunspección socarrona con que argumentaba aquel Jacob de la paciencia, aquel Salomón del saber, era capaz de aguantar nuestras mofas con una dignidad admirable.

Ya descansa en merecidísima paz. Pero así, como quien no quiere la cosa, con ese argumentar suyo tan peculiar, nos enseñó poco a poco y a la larga nada menos que a comprender, a todos (pues era el latín una asignatura obligatoria), lo que hoy ya no se puede enseñar sino a unos pocos: las bases culturales con que enfrentarnos a las tres grandes cuestiones de la vida: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos o, mejor, a dónde deberíamos ir. Casi nada. No son cuestiones baladíes. Alguna vez las he comentado en estas mismas páginas. Pero si hacemos la prueba del algodón, estoy seguro de que muy pocos lectores jóvenes (y ya es mucho suponer tener algún lector y que, además, sea joven) sabrían contestar de una forma medianamente razonada a ellas. La razón es justamente la que acabo de decir: el latín no es materia obligatoria en ningún nivel. ¡Eh, eh, «quieto parao»! No quiero hacer proselitismo.

Pero ahora, con los años, y al margen de mi profesión, me doy cuenta de lo hábil que fue aquel profesor, ejemplar en muchos aspectos. Para empezar, nos hizo comprender algo que nuestros políticos europeos fueron incapaces de recoger en el Preámbulo -quizá la parte más importante de una ley- la fallida Constitución Europea: que todos los países europeos, en mayor o menor medida, tenemos unas raíces comunes que se remontan a o reencuentran en, según cuáles, sea la antigüedad greco-latina, sea la Edad Media, sea el Renacimiento, sea la Ilustración. Todos estos movimientos históricos, al igual que ahora el euro, han cumplido una función de uniformar el pensamiento de los europeos ya desde la escuela. Quiero decir que, si algo nos une a los europeos más allá del euro, es una idiosincrasia común. No es poco para poner los cimientos de una constitución, si es que lo que se pretende es construir una casa en la que podamos vivir todos a gusto, como parece. En los sótanos de esa casa habrían quedado almacenados todos los elementos que justifican que países como Letonia, Estonia, Polonia, Dinamarca, Holanda, Irlanda y tantos otros podamos vivir juntos, sin revolturas y con respeto mutuo entre iguales. Si no entendemos esto, creo que nunca tendremos una verdadera ‘Unión’.

El caso es que, cavilando, como decía, sobre estas cosas, ocurrió de repente lo inesperado. Hace unas semanas fui a León invitado a pronunciar una conferencia con ocasión de cierto evento que organizaban allí. Decían que de reclamo, para animar a la gente a acudir. ¡Menudo reclamo! Ya lo sé. Pero allí estuve encantado. Encima, había público; más del que yo mismo esperaba: amigos, antiguos alumnos, colegas y algún que otro despistado raro y disperso se habían dejado caer por allí. Lo bueno vino después. Detrás de mí estaba programada la intervención de un profesor de quien en la comida me habían dicho maravillas: animaba unos cursos para la recuperación del latín como lengua común de comunicación y venía a presentar una nueva edición. Púdome la curiosidad, claro, y venciéronme las ganas de conocer a semejante profesor; y me quedé.

Pues bien, una vez presentado el ponente, cuál no será mi sorpresa cuando escucho al personaje hablar, con una diserta soltura y una fluidez y hábito propios de un locutor de radio, atención, no español, sino ¡en latín! Y además se entendía bien lo que decía. «Increíble», pensé. Y ya me estaba acordando de aquel primer profesor mío de latín, de aquel santo que nos advertía de que había que estar preparados por si alguien nos hablaba en latín, cuando de repente, un poco fuera de lugar por estos pensamientos, oí algo así como una pregunta que incluía un «Petre», o sea, Pedro. Miré rápidamente a mi alrededor y no vi a nadie conocido que pudiera responder. ¡Demonios, se dirigía a mí! Así que le di al ‘rewind’ de mi disco duro de mollera a toda mecha para saber qué era lo que me preguntaba el profesor y, sólo instantes después, recuperado el aliento, con cierto aplomo comencé a improvisar una respuesta. Sorprendióse el auditorio de mi reacción, de mi audacia. Era cosa muy extraña esa. Incluso entre latinistas. Es que yo también le hablé en latín. Pero yo tenía truco: cualquiera de mis alumnos podría certificar que muchas veces en clase hablo en latín. Después de aquello, incluso di clases íntegramente en latín. Y no pasó nada. Hete aquí que los estudiantes, mirándose unos a otros primero, después escribiendo como si tal cosa, no tuvieron más remedio que aplicar el oído y entender. Ningún problema. Todos comprendieron lo que había que comprender. Y hubo preguntas en español. Y respuestas en latín. Si les obligara a preguntarme en latín estoy seguro de que serían igualmente capaces y de que aprenderían el doble. Una experiencia que mereció la pena para ellos, que supieron que sabían más de lo que creían, y para mí, que fui capaz de mostrar que sé de lo que hablo… Y un particular homenaje a aquel primer profesor de latín que tuve.

Con los años, quizá esos alumnos míos me recuerden como el chiflado aquel que a veces les hablaba en latín mientras, acaso, ellos hacen lo mismo con los suyos; como aquel inquieto profesor que llenaba la pizarra de garabatos, a veces explicados en latín, y que al final de la clase no recordaba dónde había escrito el último, de tan llena que estaba porque nunca borraba. ¡Maldita alergia a la tiza! Y a lo mejor recuerdan, mientras explicotean cosas a sus alumnos, lo que yo siempre les digo a ellos: que, si tienen vocación y ganas, han hecho muy bien en elegir esta carrera, porque, hoy por hoy -y parece que el futuro es aun mejor- es de las pocas que, a pesar del Principado, garantizan un buen puesto de trabajo. Dixi.

Pedro Manuel Suárez Martínez es Profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Oviedo.