Miguel Ángel González Manjarrés | Valladolid www.zoomnews.es 06/04/2014

Las lenguas romances son las hijas de un latín que, como bien ha dicho el profesor Stroh, murió pronto, pero sin enterrarse. Hoy recurren a ella algunos que aparentan y no saben. Aquí va un compendio de pifias de intelectuales y dislates culturales con el latín.

En esto de las lenguas parece razonable estar con la idea bíblica: son una maldición. Peccati enim poena est tot esse linguas, que muy bien dijo Vives. El hombre ha debido acarrear con ellas desde bien temprano y, quizá por el viejo atasco de las comunicaciones, tuvieron que aumentar en cada barrio con tal de asegurar un mínimo de cohesión social. Con los años, ya se sabe: un mero instrumento cobra una suerte de falsa firmeza y acaba por convertirse en patrimonio, tradición y otras falacias. Luego son medio para literaturas y se confunden fácilmente con el resultado mismo de las manifestaciones artísticas, en una mezcla que termina por llevar al patriotismo. La parte final resulta bien conocida y hasta cotidiana: por todos lados aparecen las metáforas habituales que llevan de la lengua al alma de un pueblo y del alma de un pueblo al espíritu de un creador. Y así seguimos, sin poner nunca los pies en el suelo. Es decir: cualquier lengua es del todo prescindible porque todo se puede decir en cualquier lengua. Y también el latín.

Las lenguas romances son las hijas de un latín que, como bien ha dicho el profesor Stroh, murió pronto, pero sin enterrarse, de forma que su cadáver siguió paseándose como si tal cosa: ya nadie la aprendía en casa, pero se hizo la única lengua posible para la educación y la cultura. Y así durante casi dos mil años. Luego ya, en esta parte última de nuestra historia, el muerto fue casi solo objeto de análisis anatomofilológico, con breves y melancólicas composiciones originales. Pero sus vicisitudes atraviesan los siglos: es la única lengua que dio más producción de muerta que de viva, e incluso hoy mismo puede aprenderse y hablarse como una diversión casi fúnebre que da más alegría que tristeza. La sola delicia, por ejemplo, de leer a los antiguos, de leer a Petrarca o de leer a Erasmo y casi conversar con ellos como sin tiempo. El solo placer de no sentirse extraño con los muertos.

Los gustos son raros y, por tanto, allá cada cual. Aprender a hablar, a escribir y leer en latín -es decir, aprender latín- es cosa de uno: no parece que pueda tenerse por materia básica para la formación y la vida, aun cuando su dominio -como ocurre con otras lenguas- pueda llegar a ser muy placentero y prestar ayudas intelectuales de calado. Quizá nadie haya de exigir que todos sepan esta lengua de vivencias tan extrañas, pero debe cuidarse que siempre haya alguien que la conozca y sea capaz de descifrar a los demás el rico fruto que esconden sus signos. Nada más. La gracia del asunto, en este caso como en otros paralelos, viene de quienes quieren y no pueden o, mejor incluso, de quienes aparentan y no saben: esa numerosa gente cultivada -por no irse del terreno propio del latín- que, sin saber mucho de la lengua, se expresa a veces con ella por tópico o adorno. Y con el error lingüístico, como es obvio, va a menudo el fallo cultural. No se trata, en todo caso, de hacer catálogo de pifias por mero prurito hipercorrecto, sino de recurrir de nuevo a este latín ya sin infancias y por pura compasión mostrar algunos casos de quienes lo usan sin saberlo demasiado.

Hay para todos los gustos, aunque las patadas gramaticales suelen ser las más pertinaces. Solo se ponen tres ejemplos periodísticos de gente encumbrada y gran valor intelectual: ¡lo que no habrá, mehercle, entre las numerosas autoridades infimae notae! Quede claro que siempre puede haber error o errata tipográfica, pero los casos son graciosos. Hace ya tiempo que un Juan Goytisolo entusiasmado con Todorov y Said alababa su arte excéntrica y atemporal, que los biempensantes tenían por monstrum horrendus, informis, ingens: una locución en que la concordancia del género queda hecha trizas, porque el que la usa no sabe poner un nombre neutro con su adyacente neutro (qué le vamos a hacer: un sustantivo concierta con su adjetivo en género, número y caso). Hablando de neutros y concordancias: hasta el gran Savater mencionaba a los clásicos con un refrán destrozado por un maldito adjetivo masculino: nihil novus sub sole. ¿Y qué decir de Arcadi Espada? Nuestro mejor columnista tituló una vez un texto con el latino Mediocritas, y terminaba usando un préstamo de Horacio en sentido desfigurado (para el poeta era su regla de vida: una medianía sublime), pero con un añadido agramatical: "La utopía de la izquierda es la igualdad; pero su traducción real y cotidiana es el aura mediocritas". El dorado adjetival pasaba así a convertirse en una brisa sin concordancia: aliquando bonus Homerus dormitat.

El desbaratamiento lingüístico queda muy feo en lenguas modernas, pero con el latín parece perdonarse siempre: solo sea porque quizá ni se detecte. Aun así, resultan más cómicos los dislates en la cosa cultural, que tantas veces se acarrea de titulares digitales dispersos como a la rebatiña. Aún recuerdo, hace ya tanto tiempo, aquella estupefacción cuando el literato Manuel Vicent se metía con la seriedad del papa Ratzinger y le oponía el cantito goliardo del Gaudeamus igitur, hoy tan universitario, con una atribución insospechada: ¡nada menos que a Séneca y su De brevitate vitae! Los mil doscientos años de adelanto para la cancioncilla medieval bien valían una columna de tan alegórica belleza. No le va a la zaga, en todo caso, una exposición de tópicos sobre Heliogábalo que hacía un Rubén Díaz Caviedes en cierta ocasión: la literatura de acarreo, si no se vigila, lleva a engaños gordos, como confundir a Elio Lampridio, uno de los autores de la Historia Augusta que narra los desmanes del emperador, con un humanista croata llamado también Elio Lampridio Cerva. El remate, por seguir con el tres como muestra, viene de Andrés Trapiello: al comparar la exigencia de un hombre culto actual con otro de tiempos renacentistas, dice que "cuando Maquiavelo pensaba en el Príncipe del Renacimiento, pensaba en un joven prudente, sagaz y culto. ¿Y qué entendía por culto? Alguien, desde luego, que pudiera leer en latín a Marco Aurelio y a los filósofos e historiadores griegos tanto como a Ariosto". La cultura entonces, desde luego, sería exigentísima: para leer en latín a Marco Aurelio, que escribió en griego aun siendo emperador romano, se volvía necesario hacerlo en traducción, a lo que quizá bien aluda aquí el diarista.

En la letra muerta del latín hay mucho escrito que todavía alguien quiere seguir leyendo. No está mal. Cuando uno dice cosas, es mejor decirlas con corrección que de forma equivocada y, en todo caso, es preferible decirlas bien en el vernáculo de cada cual que meter la pata para adornarse con una reliquia ignota. Pero el adorno tira mucho, desde luego, y más aún cuando se pone algo que suena a misterio y se deja como en zona de sombra. El arcano prestigioso y prestigiado, como si no fuese igual de ordinario que cualquier expresión en una lengua cualquiera. El final es simple y horaciano: sit modus in rebus. Y allá los muertos que entierren como Dios manda a sus muertos.

* Miguel Ángel González Manjarrés es profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Valladolid

FUENTE: http://www.zoomnews.es/239425/analisis-y-blogs/analisis-y-opinion/latin-no-pisen-al-muerto