Jesús Lens | Granada www.ideal.es 18/01/2009

Es el polvorín de Oriente Próximo, pero recorrerlo permite conocer la historia de la humanidad en una magnífica lección de vida y alegría.

Sabiendo que limita al sur con Israel y al norte con Siria, es fácil entender que los escasos diez mil kilómetros cuadrados que conforman el Líbano son una de las zonas más calientes del planeta, geoestratégica y políticamente hablando.

Crisol de razas, credos y nacionalidades, en el Líbano conviven en precario equilibrio musulmanes sunnitas, alauitas y chiítas con cristianos ortodoxos, maronitas y drusos, lo que confiere al país mediterráneo una riqueza étnica y religiosa que, a veces, parece haber sido una maldición para un estado cuya accidentada geografía se adapta perfectamente a la complejidad social que le resulta característica. En apenas un puñado de kilómetros, el viajero pasa de estar en las altas cumbres nevadas de la Cordillera del Líbano a poder relajarse en la orilla del Mar Mediterráneo.

Todas estas diversidades, además, se dan en un país que viene siendo actor principal de la historia de la humanidad desde tiempos inmemoriales. Porque si el Líbano es el país de los fenicios por excelencia, por sus tierras han pasado todas las grandes civilizaciones de la historia, desde los sumerios y los egipcios a los romanos, los griegos, los bizantinos y, por supuesto, los árabes.

Y de todo ello han quedado indelebles e impresionantes huellas culturales y monumentales, por supuesto, lo que convierte una visita al Líbano no sólo en un apasionante viaje en el espacio, sino también en un viaje en el tiempo que permite recorrer, íntegramente, la historia de la humanidad.

Perfecto reflejo de ello es, muy cerca de Beirut, el espacio arqueológico llamado Nahr El-Kalb, un promontorio montañoso frente al Mediterráneo en el que todos los monarcas que conquistaron el Líbano dejaron una monumental estela victoriosa acerca de su grandeza incrustada entre las rocas. Maravilla ver, como si de un pétreo álbum de autógrafos históricos se tratara, las huellas de personajes como el rey asirio Asarhaddon, el babilonio Nabucodonosor, el egipcio Ramsés II, el romano Marco Aurelio y, más cercano, el mismísimo Napoleón III, sin olvidar las estelas que los británicos y franceses erigieron con motivo de sus victorias en las contiendas mundiales.

La joya de la corona libanesa, para quienes disfrutan con el turismo cultural, está constituida por los restos arqueológicos de Baalbek, declarados Patrimonio de la Humanidad desde 1984 y que albergan la superposición de diversos templos religiosos, desde el dedicado al dios Baal cananeo a la Heliopolis helenística, llegando hasta el más visible y reconocible templo de Júpiter romano, el más grande de los construidos por el Imperio en toda su historia, de forma que las seis impresionantes columnas que del mismo quedan en pie son las más altas nunca erigidas por los romanos, por lo que no es de extrañar que ocho idénticas a ellas terminaran exportadas a Constantinopla, para contribuir a la portentosa elevación de Santa Sofía.

Templos de Baco y Venus
Pero si colosal resulta el templo de Júpiter, no menos atractivos son los anexos templos de Baco y Venus, componiendo dicha triada monumental un canto a una vida ritual que comenzaría por la purificación en el lugar dedicado a Júpiter, para continuar por la embriaguez de los sentidos en el recinto de Baco y, un poco más retirado, los dominios de Venus se destinarían a la consumación del amor más físico y carnal.

Para los amantes del turismo menos pétreo, dotado de rostro y sensaciones más humanas, nada como un lento y sosegado paseo por los bulliciosos zocos medievales de ciudades históricas, como Tiro o Sidón, para encontrarse sumergidos en un vibrante mar de cuerpos, voces, sonidos, olores y colores que nos recuerdan que estamos en dos de las grandes ciudades-estado fenicias que ‘inventaron’ el comercio, y cuyos barcos recorrieron incansablemente el Mare Nostrum, estableciendo colonias comerciales en todas las costas ribereñas del Mediterráneo.

Ofertas de compra y venta, ingeniosos reclamos a los transeúntes, regateos, altos en el camino para probar unas aceitunas, el olor del pan recién hecho, un té hirviendo, la música de las radios a todo volumen y las bicicletas serpenteando por las callejuelas del mercado convierten un paseo por los zocos en toda una aventura para los sentidos.

Cruce de caminos entre Oriente y Occidente, los fenicios aprovecharon el privilegiado espacio geográfico que ocupaban no sólo para enriquecerse con el comercio, sino para erigirse en uno de los pueblos científicamente más avanzados del mundo, como la aparición del primer alfabeto utilizado por el hombre vendría a atestiguar. Muy hábiles en las artes aplicadas al desarrollo comercial, sus industrias de la cerámica y el vidrio son afamadas y conocidas en todo el mundo.

Situado en la ruta de las Cruzadas, otro de los paisajes monumentales habituales del Líbano viene dado por los castillos y ciudadelas medievales que levantaban los soldados cristianos que iban a Jerusalén, a recuperar los Santos Lugares. En este sentido, el mejor conservado es el de Raymond de Saint-Giles, en la ciudad de Trípoli, encaramado en lo alto de la ciudad, conservando todo el sabor de las fortalezas del medioevo.

La capital, Beirut
Y está Beirut, la capital. Una ciudad prodigiosa que, devastada por la Guerra Civil, resurge de sus cenizas con la fuerza del Ave Fénix: torres de apartamentos relucientes, novísimos edificios de arquitectura árabe tradicional y, sobre todo, un ambiente fashion, y ultracool, con selectas tiendas de ropa, excelsas joyerías y restaurantes y bares de copas posmodernos.

Y, sin embargo, ahí está la Línea Verde, amenazante y ominosa. Esa Línea Verde que separaba el Beirut Este del Oeste durante la Guerra Civil, y que todavía permanece, en algunas partes, cosida a balazos. Porque los francotiradores eran los dueños de estos pagos. Se cuenta que, en los años de la contienda, había conductores que, habiendo apostado fuertes cantidades de dinero, enfilaban con sus coches, revolucionados a ciento ochenta kilómetros por hora, las avenidas que trazaban la siniestra línea, en un cuasisuicida intento de vencer a la muerte, esquivando los balazos de los tiradores emboscados en los edificios a ambos lados de la carretera de la muerte.

Como testimonio de todo ello, resulta escalofriantemente ilustrativo el cortometraje de apenas diez minutos que, cada hora, se proyecta en el impresionante Museo de Beirut, situado en plena Línea Verde y que resultó mucho más que dañado durante la guerra.

Las primeras imágenes muestran un edificio devastado por los estragos de la guerra. De hecho, los sótanos del mismo quedaron anegados por el agua durante años, como se puede ver en los fotogramas. Pero las grandes y más valiosas piezas del museo se salvaron por el compromiso y el empeño personal de su director. Protegió los colosales sarcófagos de mármol recubriéndolos con una capa de cemento armado de varios dedos de grosor y unas vigas de madera y, sin que nadie se enterara, transportó los tesoros más delicados de las distintas colecciones, a escondidas, a la cámara blindada del Banco Central libanés, donde permanecieron custodiadas y a buen recaudo hasta la finalización de la contienda y la estabilización de la situación política y social. Sólo entonces, después de haberse dado por perdidas, robadas o destruidas, volvieron a ver la luz.

Resulta emocionante ver, en el cortometraje, cómo cada pieza era extraída de su refugio, restaurada y colocada en el lugar que actualmente ocupa en el Museo, de forma que un segundo recorrido por sus instalaciones hace que el visitante descubra el auténtico valor de todo lo que tiene a la vista y a su alcance.

La naturaleza feraz
Pero no podemos olvidar la feraz naturaleza libanesa. Ya resulta ilustrativo que en su bandera haya incrustado, como símbolo del país, el célebre cedro. Cedros que sobreviven como reliquias en las altas cimas que, rondando los 3.000 metros de altura, se ven coronadas de nieve en invierno.
Antaño, eran cientos de miles los cedros que poblaban los montes libaneses. Pero su sobreexplotación ha hecho que los ejemplares milenarios se hayan reducido a apenas unos cientos que, protegidos, sobreviven en parques promovidos y custodiados por las activas y beligerantes asociaciones de amigos del Cedro del Líbano, cuya madera ya era apreciada desde los faraones egipcios, que lo importaron en grandes cantidades a las tierras del Nilo, a los propios fenicios, que usaron vigas de cedro para construir los barcos que les condujeron por toda Europa.

El Líbano es, por tanto, un país muy pequeño de tamaño que, sin embargo, alberga riquezas, paisajes y un patrimonio histórico artístico sin igual, lo que hace que un viaje a dichas latitudes sea, por encima de todo, una auténtica lección de historia viva, alegre y festiva.