Andrés Mourenza www.elperiodico.com 29/5/2009

Es media tarde y un sol cálido, primaveral, baña el paseo marítimo. Las parejas se abrazan y se besan; jóvenes ociosos comen pipas de girasol escondidos tras grandes gafas de sol; un grupo debate en lo que parece una reunión política, todos sentados en el césped. Hay quienes dicen, sin razón, que Estambul es la ciudad más moderna de Turquía.

Eso es porque no conocen Esmirna. Aquí las costumbres son más relajadas que en el interior de Anatolia, más modernas, çagdas (contemporáneas), como les gusta decir a los kemalistas, para los que Esmirna sigue siendo su bastión.

De hecho, Esmirna guarda un parecido más que razonable con otra ciudad que se extiende al otro lado del mar Egeo, la griega Tesalónica. No solo es la luz de ambas, blanquecina, mediterránea; o su situación en bahías protegidas que las han convertido en unos de los puertos comerciales más importantes de la zona; o sus anchos bulevares, modernos edificios y actividad pujantes. No es solo eso: es la percepción de algo oculto, de un pasado arrebatado.

En 1913, el 40% de los poco más de 150.000 habitantes de Tesalónica eran judíos, otro 30% eran turcos y solo el 25 % eran griegos. Durante esa misma época, en Esmirna vivían un cuarto de millón de personas, la mayoría griegos, aunque contaba con una importante presencia de turcos, judíos, levantinos y armenios. Pero eso fue antes de la guerra greco-turca.

En la primavera de 1919, cuando el imperio otomano era ya solo una sombra, el Ejército de Grecia desembarcó en Esmirna con el objetivo de invadir todo el territorio turco donde aún habitaban griegos.

Los helenos fueron derrotados y la comunidad griega de Esmirna hubo de escapar de la ciudad en llamas. Se cuenta que algunos, llevados por el terror, se echaron al mar desde el puerto para alcanzar a nado las islas griegas. Finalmente, los gobiernos de Turquía y Grecia decidieron saldar las cuentas intercambiando sus respectivas minorías.

Pero todo esto no se explica en los folletos turísticos. Ni los de Esmirna hablan sobre el pasado griego, ni los de Tesalónica sobre el turco, como si el tiempo hubiese borrado sus historias. Los monumentos históricos se esconden entre edificios nuevos, amplias plazas y jardines y son difíciles de rastrear. Están salpicados aquí y allá, no en esa superposición abrumadora de culturas de otras ciudades de Turquía y Grecia.

Como si la historia hubiese que aplicarla con cuentagotas. Esmirna y Tesalónica intentaron hermanarse durante el año 2006, pero el proyecto fracasó víctima de los nacionalismos de cada bando. En realidad, lo que deberían declararse las dos es ciudades hermanastras, pues ambas son hijas no reconocidas de una misma tragedia.

Y, sin embargo, a pesar del triste pasado que portan sobre sus espaldas, ambas son ciudades alegres, jóvenes y también vitalistas. Quizás el motivo es que ya no queda nadie para recordar lo que pasó y el olvido vuelve a revelarse –como muchas veces se ha demostrado antes– como una de las medicinas más reconfortantes.