Lola Huete Machado www.elpais.com 17/12/2006
Cinco museos en el corazón de Berlín forman el mayor centro artístico de Europa. Rodeados de agua, construidos entre 1830 y 1930, han sido testigo y parte de todos los acontecimientos políticos desde aquel tiempo: el imperio prusiano, Napoleón, Hitler, la guerra, el comunismo, la caída del muro…
Berlín es en sí misma una exposición viviente, una urbe de escenografías infinitas, en movimiento perpetuo. De eso hay ya hasta un refrán: “Siempre haciéndose, nunca hecha”. Berlín es una metrópoli abierta, de aventureros. “No es ciudad, sino lugar donde encontrar gente interesante”, la definió el poeta alemán Heinrich Heine. Nada extraño que su corazón más histórico y artístico, en el barrio de Mitte, en el este, lleve nombre exótico y literario: la Isla de los Museos.
Porque esta isla tiene su reina, la egipcia Nefertiti; su altar de altares, el grecorromano de Pérgamo; sus puertas de Babilonia, las de Ishtar; sus piezas bizantinas, y sus relieves italianos. Cuenta con importantes esculturas del barroco alemán y europeo; retratos, relieves y bustos de personalidades y gente cualquiera de cualquier civilización; mucha pintura, romántica, impresionista, expresionista…, y mucho artista único, Adolph Menzel, Edouart Manet, Max Liebermann…
Una tierra que hasta puede presumir de niño bonito con club de fans: el pintor Caspar David Friedrich se coloca siempre, junto a Nefertiti, en el número uno de los más queridos. Sus paisajes y su mirada inconfundibles se exhiben en la Alte Nationalgalerie –construida por los arquitectos August Stüler y Heinrich Strack entre 1866 y 1876– dentro de una colección que muestra una época social y artísticamente intensa y tumultuosa, desde la Revolución Francesa hasta la I Guerra Mundial.
La Alte Nationalgalerie, uno de los cinco museos-botín de esta ínsula centenaria que recibe más de dos millones de visitantes al año, fue la primera en someterse al lavado de cimientos y cara incluido en el plan de restauración del complejo, del que se encarga el arquitecto británico David Chipperfield, y que, en teoría, concluirá en 2015. Ordenada, retocada y modernizada, elegante y sin estridencias en sus tonos dorados tan del neoclásico, esta galería se abrió de nuevo al público en diciembre de 2001, entre un paisaje desolador de vallas y andamios, de grietas y humedades, en cuanto la vista se posaba en alguno de sus edificios hermanos, náufragos todos de las penurias comunistas y los ardores guerreros del siglo y medio vivido.
El que acaba de celebrar ahora su reapertura es el Museo Bode (Ernst von Ihne, 1897-1904; neobarroco y cortesano; siete años cerrado por obras), al que antaño unos llamaban Kaiser Friedrich Museum y otros “el culo de Berlín”, dada su ubicación poco propicia para el lucimiento. Se alzaba y se alza, humilde y silencioso, en la parte de atrás, al norte de la isla, de espaldas al lugar en el que residía el poder imperial (en un palacio inexistente y casi fantasma del que hablaremos luego); al contrario que el Altes Museum, magnífico edificio construido por el padre arquitectónico del gran Berlín, Karl-Friedrich Schinkel, entre 1825 y 1830, que mira orgulloso hacia la avenida Unter den Linden y puede colgar carteles en su pórtico que se ven desde la lejanía, como aquel de neón rojo que decía: “Todo arte es contemporáneo”, y hacía tililar las sombras entre las columnas como si fueran seres vivos de paseo, corpóreos, bien contemporáneos. Nada que envidiar, el Bode ofrece románticas vistas al agua y al paso de los trenes por encima de sus ventanales.
La puesta a punto del Bode se recibió con entusiasmo, aunque no sonaran las campanas ni las salvas que Guillermo II ordenara allá por 1904 para su inauguración. Como entonces, ahora hubo grandes palabras. “Un complejo de arte con una superficie mayor que el Louvre y más completo que el Museo Británico”, dijo Peter-Klaus Schuster, director de los Museos Estatales de Berlín (SMB), financiados por la Fundación de la Propiedad Cultural Prusiana. “Así será cuando terminemos, en 2015”, puntualizó el arquitecto Chipperfield, que prevé incorporar un sexto edificio al conjunto: una entrada principal con servicios, tienda, café, auditorio y espacio para muestras temporales. Eso, además del paseo arqueológico que comunicará entre sí cuatro de los museos. Chipperfield, entrevistado en Der Spiegel, asegura sufrir pesadillas de día, y siempre dos: la falta de tiempo y ese dinero que le aconsejan que ahorre. La reforma de la isla asciende ya a casi 2.000 millones de euros. “Los políticos deben despertar de una vez por todas. El Reichstag y el Museo Judío no son suficientes para tanto turista”.
Cuatro millones de visitantes al año se cree que podría recibir este lugar, referencia geográfica y artística permanente. Incluso en el Berlín actual, el de los más de 150 museos (17 de ellos se contaban por duplicado al caer el muro). Anne Schäfer-Junker, desde el SMB, asegura que, desde que abrió, el Bode se ha convertido en estrella: “Las colas no faltan. Más de 2.000 personas acuden los días festivos”. Hans Ulrich Kessler, encargado en el Bode, nos guía entre las importantes colecciones: la de arte bizantino, la de monedas, las valiosas esculturas, etcétera. Un paseo amplio, relajado, entre santos, madonnas, cristos, dioses, niños Jesús mofletudos… Pero ¡hay que tomarlo con calma!: dentro se despliegan 64 salas y 1.700 piezas, desde la antigüedad hasta el clasicismo.
Durante la II Guerra Mundial, la isla –especialmente el Neues Museum– sufrió graves daños: la contienda estuvo a punto de destruir lo que los reyes de Prusia y muchos amantes del arte (con el apoyo de todas aquellas sociedades culturales, científicas, técnicas, artísticas y filantrópicas tan abundantes en el siglo XIX; la sociedad de amigos del Bode, fue pionera) habían levantado con empeño. Tras los durísimos bombardeos aliados del 16 de abril de 1945 y la toma de la ciudad por el ejército ruso, Berlín era una ruina: no había ni electricidad, ni agua, ni gas. De los 1,5 millones de viviendas quedaron en pie, sin daños, 370.000. En el barrio de Mitte, donde se encuentra la isla, se destruyó el 60% de las edificaciones. Hubo 50.000 muertos. Hasta Goebbels parecía sufrir con tales espectáculos, tal como ya había anotado en su diario: “Sábado 27 de noviembre de 1943. El cielo sobre Berlín se alza en un color rojo sangre de belleza estremecedora. No puedo ver más esa imagen”.
Los tesoros en esta isla se completan con un coloso, el Museo Pérgamo, y un hérido grave, el Neues. El primero, de Alfred Messel y Ludwig Hoffmann (1912-1930), se reformará próximamente, pero no cerrará porque es el más querido: él solo, con su altar griego y sus puertas de Babilonia, atrae a un millón de visitantes. En el Neues (August Stüler, 1841-1846; cerrado por obras) trabajó en 2000 durante ocho meses Katrim Neumeister, urbanista. Se encargaba de evaluar el estado de conservación del edificio con la firma Prodenkmal: “El interior era impresionante, con muchos frisos en las paredes y salas egipcias en colores dorados y azules oscuros, donde originalmente se guardó esa colección, donde vivió Nefertiti. No se había hecho nada desde la guerra, todo abandonado; recuerdo que teníamos que ir señalando las marcas de los bombardeos con un círculo. Al principio se pensó en dejar esas huellas como elemento de recuerdo, de la historia”. En 2009 se verá el resultado, por fuera y por dentro.
Porque el interior aquí sí que importa. Y mucho. Cada una de las miles de piezas cobijadas en la isla evoca y representa su origen, el mundo en el que fue creada, sí, pero también la vida y obra de muchos artistas anónimos y la de aquellos arqueólogos, aventureros y coleccionistas del XIX que, al calor de los grandes viajeros tipo Alexander von Humboldt, se movieron sin descanso por el mundo. Como Karl Humann, que encontró el Altar de Pérgamo en Turquía, o James Simon, comerciante textil riquísimo, de origen judío, socio de Guillermo II, apasionado como él de las antigüedades y pionero en el patrocinio de actividades artísticas. Simon financió excavaciones arqueológicas alemanas por las colonias, y donó el busto de Nefertiti (hallado en 1911 en Tel el Amarna, Egipto) y 5.000 piezas egipcias.
Similares características se atribuyen a Wilhelm von Bode, director de los centros de arte de la ciudad a finales del XIX, a quien se llamaba “el Bismark de la Isla de los Museos”. Su influencia en el ambiente artístico fue decisiva en un tiempo vital, además, para el desarrollo de la museística. Asesoró muchas colecciones privadas importantes y otras de los abundantes nuevos ricos que se sentían aún más ricos con el glamour de las piezas.
Ni los berlineses saben a ciencia cierta cuánto y qué se guarda en las bodegas de esta isla, considerada por la Unesco patrimonio de la humanidad en 1999, dado el movimiento nómada que la política ha obligado a mantener a sus piezas. Para hacerse una idea: mucho de lo que hoy se encuentra en el Pérgamo se trasladó a Moscú durante la época comunista. Otro ejemplo: Nefertiti se fue a Dahlem tras la II Guerra Mundial, después a Charlottenburg y ahora descansa en el Altes Museum hasta que el Neues dé cobijo a la colección egipcia completa.
Viajes, política, música, teatro, cabaré, literatura, arte y arquitectura siempre fueron temas de conversación en la capital alemana. Pero la última, lo arquitectónico, es el tema en los últimos años, tras la caída del muro de Berlín, en 1989, y la unión de las dos partes de la ciudad, tan distintas: tan burguesa y moderna, una; tan clásica y deteriorada, la otra. El ritmo de transformación de su fisonomía urbana es vertiginoso: 150.000 viviendas levantadas, nueve millones de metros cuadrados para nuevas oficinas y comercios; sin contar las megaconstrucciones, como la recién abierta estación central, los hoteles internacionales y ese cóctel de firmas de todo el mundo que levantó Potsdamer Platz… Pero tal sensibilidad no impide que las esquinas de la isla hayan sido contempladas, recorridas y usadas para otros menesteres que no son sólo la contemplación del Niño con tambor, de Donatello, por poner un ejemplo precioso: esta isla tiene playa de arena en verano (Strandbar), y es escenario de cine al aire libre, de conciertos y bailes…
Que este espacio da para mucho lo sabe hasta el presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Poco querido en Berlín, sobre todo tras la guerra de Irak, la mayor protesta por su presencia en la ciudad en 2002 y la posterior batalla campal entre policía alemana y manifestantes se produjo frente al pórtico del Altes Museum. Adoquín va, agua viene; salto va, carrera viene. Ésa fue la estrofa que se entonó aquella noche, mientras el público no beligerante o no abiertamente bélico contemplaba la escena tranquilamente desde la orilla del Spree, como si de un espectáculo de la cercana Staatsopera se tratara.
Los berlineses, como los edificios del centro histórico, han visto todo tipo de dramas en estas calles, y tan hieráticos como la misma Nefertiti: la austeridad del medievo, la resistencia a la Reforma, las guerras religiosas devastadoras del XVIII, la apertura y el mandato floreciente de Federico el Grande, la dominación de Napoleón, la guerra de liberación, la revolución proletaria de 1918, el esplendor cultural y el frenesí de los años veinte, la fractura del fascismo en los treinta, los bombardeos aliados, el hambre, el bloqueo ruso, la caída del muro, la reunificación alemana en 1990, el aumento del paro, la depresión, el endeudamiento o el triunfo de partidos de ultraderecha en las últimas elecciones. Basta cincunvalar la isla para entender mejor su condición de centro. Esta zona no fue el Berlín primigenio: era una aldea de 500 habitantes llamada Cölln que se fusionó en el siglo XIV con otra cercana llamada Berlín. Ahí empezó todo. Los reyes de Prusia y la casa de los Hohenzollern la convirtirían luego en capital imperial.
Hoy, la Isla de los Museos está rodeada por el agua verdinegra del río Spree; por lo que quedó del barrio judío tras la guerra; por el parque de Monbijou, donde acuden las prostitutas de corsé apretadísimo; por la línea de trenes de cercanías (Sbahn) que va y viene en altura desde Friedrichstrasse, la estación símbolo de la división entre el Berlín capitalista y el comunista, por donde debían cruzar los extranjeros que se aventuraban a visitar la capital de la RDA… Y hasta por la casa de la actual canciller, la conservadora Angela Merkel, residente en el 6 de Kupfergraben, frente al Altar de Pérgamo, cuyos relieves escenifican las peleas entre dioses y gigantes.
La isla se une a la catedral neoclásica a través de un jardín, el Lustgarten. Desde allí, al cruzar al otro lado de Unter den Linden conviene saber que pisamos un pedazo de los 80.000 metros cuadrados más polémicos de la historia alemana reciente. El territorio de una gran paradoja. Allí, hoy, el comunista Palast der Republik, Parlamento de la extinta RDA, se derriba, mientras otro, imperial y prusiano, se proyecta al estilo ostentoso del que un día existió.
La discusión, arquitectónica, filosófica y encendida, ha ocupado al berlinés durante tres lustros. Al edificio barroco residencia de los Hohenzollern, muy dañado ya por las bombas aliadas, lo mandó finiquitar Walter Ulbricht en 1950 para eliminar todo rastro de militarismo prusiano. Y su propio Parlamento socialista lo derriban ahora las excavadoras. Kafka, ilustre habitante del barrio de Kreuzberg, estaría orgulloso: el tema es digno hijo de su literatura, como sus propios palacios infinitos. Y para solucionar el dilema ha proliferado también mucha propuesta artística sobre qué hacer con ese inmenso espacio que mira de frente a la casa isla de Nefertiti. Así, un buen día, el descampado apareció repleto de ovejas azules pastando. Las esculturas, de Rainer Bonk, reivindicaban el uso libre y lúdico del lugar. ¿Para qué tanto castillo –venían a decir– si esto es un pasto perfecto? Otro, una palabra gigante, en mayúsculas, “Zweifel” (duda), del noruego Lars O Ramberg, apareció en lo alto del Parlamento comunista amenazado de muerte. Y así cada día.
Berlín. Ya lo dijo Nietzsche: “Los alemanes son esa gente que no para nunca de hacerse preguntas sobre Alemania”.