Winston Manrique Sabogal | Mérida www.cultura.elpais.com 18/07/2014

Todo el fulgor de la Grecia clásica, pasado por el túrmix de una de las compañías más transgresoras de la actualidad. El poema de Homero puesto al día en el griego contemporáneo llega al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida

Han vuelto. Nunca se han ido. Jamás se irán.

Sus voces llegan cuando el día se va tras los muros y las columnas corintias del monumental frente de escena del Teatro Romano de Mérida. Y con él se irá también el rumor de más de 3.000 personas sobre las gradas milenarias que viernes y sábado asistirán al espectáculo. Quedará el murmullo inmóvil. Esperarán la voz de Homero como pocas veces se ha visto sobre un escenario donde se fundirán mito, leyenda, pasado, presente y destino en una historia sin tiempo llamada Ilíada. Cuando la noche empiece su colonización, y de entre sus sombras salgan hombres y mujeres, esto verán…

…Helena ya está aquí, Paris está con ella, Agamenón atiza, Héctor los acompaña, Príamo observa, Casandra advierte en vano, los dioses, los dioses juegan sus vanidades… Patroclo espera su momento para empujar, sin saberlo, a Aquiles hacia su trágica gloria que se cierne sobre todos, y entre todos desnudan el corazón del ser humano.

Homero empieza a hablar, su voz viene de lejos, atraviesa 29 siglos para ocupar este teatro con todos esos mortales, semidioses y dioses que casi nunca han coincidido en una misma obra escénica, y menos en griego (subtitulada en español), y menos aún en un ambiente y decorado contemporáneos. La mayoría de las veces se ha adaptado esta epopeya en teatro, ópera o danza con fragmentos de sus rapsodias o centrada en sus personajes. Más que transgresora o desacralizadora, esta Ilíada lo que hace es reafirmar su vigencia porque fue sumergida como Aquiles en las aguas de la inmortalidad, con una esquina desprotegida por donde ha entrado a recrearla el director y su compañía Stathis Livathinos Theatre Group, producida por Polyplanity, en colaboración con el Festival de Atenas. Una obra que empezó hace un año, después de nueve meses de ensayos y de que la idea acompañara a Livathinos media vida. Luego pasó a Ámsterdam, volvió a su lugar de origen y ahora reanuda su periplo por el mundo en el 60º Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida (dirigido por Jesús Cimarro), mientras anuncia su paso por Madrid en otoño (Centro Dramático Nacional), después Canadá, y de ahí en adelante un destino que las Moiras prometen global. “La intención”, cuenta la productora Yolanda Markapoulou, “es que una pieza clásica como esta cree un diálogo con otros países. Abrir un camino para mostrar que Grecia no solo tiene riqueza clásica sino también contemporánea”.

El diálogo empieza. Sobre la oscuridad del Teatro Romano de Mérida las primeras palabras: “Hijo de Atreo y aqueos con armadura de bronce, que los dioses del Olimpo os permitan conquistar la ciudad de Príamo”. Retazos iliádicos empiezan a verse de un lado a otro iluminados por haces de luz.

Veinticuatro cantos y 24 secuencias durante tres horas (la original tiene cinco) del primer gran libro-poema de la literatura occidental, soplo divino de lo que vino después y vendrá. Quince actores y actrices griegos recordando en su idioma contemporáneo pasajes homéricos, subtitulados en español por Alberto Conejero. Vestidos de verde, terracotas y oscuro interpretan varios personajes en un decorado industrial, abandonado, asediado por la ruina. Y todos los hombres de esa epopeya reencarnados con barba, parecidos, casi iguales, como iguales son todos los mortales. Uno se llama Agamenón, otro Aquiles, otro Ulises, más allá otro llamado Héctor, y así… Son solo nombres. Cualquiera puede ser cualquiera.

La sombra y la luz están en cada individuo. Homero en el siglo VIII antes de Cristo, en 2014, en 2039, en…

Él cuenta lo que ocurrió en un caluroso verano como el de ahora. El desenlace en 53 días, tras nueve años de guerra entre aqueos y troyanos. Y de ellos solo cuatro días de batallas, los otros 49, pura vida… Sobre el escenario, 400 ruedas de coches, buses y camiones determinan el lugar de los aqueos a la izquierda y de los troyanos a la derecha. En el centro, el destino.

Un foco de luz delata sobre las piedras del frente de escena el reflejo del leve temblor de las aguas del Estigia donde Tetis quiso dar la inmortalidad a su hermoso recién nacido, Aquiles, para salvarlo de su sino trágico. En la otra punta, un antiguo trono de terciopelo rojo arañado por el tiempo. “La vigencia de La Ilíada es de todas las épocas, y Grecia está contenida en ella, con lo bueno y lo malo, que atraviesa el país convertido en una cruz de Cristo”, dice el director Livathinos. El mundo quiere y necesita escuchar historias como esta porque se viven momentos con tintes de tragedia, añade. Las guerras son otras, pero los padecimientos al final son los mismos, se lamenta, para concluir que la filosofía de Homero es sencilla: “Cómo vivimos y morimos, cómo los dioses nos ponen a prueba”.

Unos tambores agitan la sangre de cuando en cuando. Ahí abajo. Aquí al lado.

Canto a la guerra, a la belleza de la guerra, al valor, a la astucia, al dolor, a la insensatez, a la amistad, a la compasión. A la paz. “Homero hace cobardes a los valientes, valientes a los cobardes. Convierte a los vencedores en vencidos, a los vencidos en vencedores”, aclara Livathinos.

Los aqueos descansan en las playas de Troya. Los troyanos descansan entre sus muros del asedio de los aqueos. Los dioses no paran de susurrar a unos y otros sus vanidades y egoísmos, sus ansias de poder. Un trabajo físico y psicológico enorme en estos actores y actrices que trabajan con la sonoridad de un lenguaje adaptado al ritmo de las escenas.

Un acordeón juega con las emociones de cuando en cuando. Ahí abajo. Aquí al lado.

Canto a la guerra y a la paz. Y al amor. Lo más anhelado es lo que ha desencadenado allí las desventuras, el amor robado, correspondido, despechado, deseado, anhelado, amistoso, paterno, ambicioso, desdeñado, egoísta, inmerecido… Como si la estirpe amorosa estuviera predestinada a la incomprensión y al desencuentro antes de cumplir su noble misión.

Feroz la batalla de los hombres en la tierra. Fuego alrededor. Patroclo ha muerto. El dolor resucita a Aquiles. No habrá nada que salve a Héctor. Los dioses se alebrestan. En alguna parte las Moiras sonríen.

Otra vez los tambores seguros de lo que anuncian. Otra vez una música extraviada en su orfandad.

Nadie gana, nadie pierde. No hay vencedores, ni vencidos.

“El mismo Aquiles levantó en sus brazos el cadáver de Héctor y lo dejó encima del carro”.

Esa es la razón por la que hoy existe La Ilíada, asegura Aris Troupakis que interpreta al héroe troyano ultrajado: “Ser vencedor o vencido no depende del otro, eres tú quien decide qué ser”. En la oscuridad, retazos homéricos iluminados por columnas de luz revelan somnolientos remolinos de polvo nacido y posado sobre estas piedras y agitados por el aire del presente.

ROGER SALAS: Bailes (con canto) homéricos

Los poemas homéricos, que se originaron entre el 900 y el 700 a. C. y una vez aceptado que constituyen la unidad o piedra angular del arte helénico, desde muy pronto fueron utilizados y reutilizados en infinitud de argumentos literarios y artísticos. Ya en la edad moderna, La Ilíada (como por su parte también La Odisea) fueron carne de libreto para la ópera y el ballet, con la preponderancia de ciertos personajes fijados en un podio indiscutible, como son Apolo, Aquiles, Helena de Troya y Casandra. Hay multitud de fuentes para acercarse a estos fascinantes personajes míticos que no han dejado de reinventarse desde que el mundo es mundo y desde que el arte es arte, y si escogemos éstos, es por acotar los contenidos de un elenco que se abre en las artes escénicas y la música de manera prodigiosa. No es que sean fuente de inspiración, sino que sustancialmente aportan el arquetipo, con secundarios de lujo, como Ajax y su suicidio, muchas veces cantado y bailado.

Resume Wilhelm Nestle en la Historia del espíritu griego que ese pueblo es “un caso típico de desarrollo espiritual, pues ningún otro manifiesta tal equilibrio de la fantasía y el entendimiento, de la capacidad de formación plástica con la capacidad de abstracción más elevada”. La Grecia clásica nos lega un ramillete prácticamente infinito de caracteres que tiene precisamente en Homero su tronco seminal, abonados por lo que Nestle llama “la religión luminosa de Homero, en la que no existe el temor a la muerte ni a los dioses”, una convivencia, en paridad carnal, entre divinidad y héroe, que precisamente Homero fija en La Ilíada. Allí fraguan las situaciones que alimentan al arte desde entonces, ya sea en lo trágico como en lo heroico, en lo épico como en lo lírico. Para resumir sobre tal parnaso, son muy útiles algunos texto actuales, como Los mitos griegos de Robert Graves, que aun añejo, resulta insustituible, quizás por lo bien escrito que está, lo mismo que los agudos señalamientos de Carlos García Gual, especialmente en Encuentros heroicos. ¿Por qué nos valen todavía las lágrimas premonitorias de Casandra? ¿Qué nos hace seguir venerando en Apolo cierta perfección formal y exquisita al punto de que hemos creado “lo apolíneo” casi como un género? Las preguntas las responde, en el arte, las propias obras.

Desde los albores del siglo XVII encontramos a Aquiles dando guerra. Dice Ramón Andrés que la figura de Aquiles “por sus hazañas y apasionados amores mereció desde los inicios de la ópera un tratamiento dilecto”, como es el caso de Francesco Paolo Sacrati en La finta pazza (1641); Francesco Cavalli en La Deidamia (1644); Antonio Draghi en Achille in Sciro (1663) y Achille in Tessaglia (1681). Lully compuso Achille et Plyxène en 1687 y Alessandro Scarlatti ideó Achille e Deidamia (1698). Luigi Cherubini terminó en 1804 la partitura de su ballet Achille in Sciro, que seguía siendo argumento estrella en el siglo XIX.

FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/07/17/actualidad/1405621801_994451.html