Raquel Bonilla | Mérida www.larazon.es 13/11/2009
Veinte siglos después, la impronta del emperador Augusto mantiene intacto su atractivo. Los restos del Teatro y el Anfiteatro relucen espléndidos bajo el cálido sol extremeño. Pero Mérida es mucho más. El pasado de la ciudad se funde con armonía con obras de la arquitectura moderna más puntera.
Como un niño dormido en brazos de un gigante. Así definió Mariano José de Larra a Mérida tras su visita a la villa a principios del siglo XIX. Hoy, el despertar del largo letargo de la localidad extremeña es más que evidente. Tras cien años de excavaciones, el legendario pasado de la ciudad ha recuperado el protagonismo y el esplendor que tuvo allá por el siglo I antes de Cristo. Por ello, si el viajero está dispuesto a realizar una travesía en el tiempo, su parada se encuentra al sur de Extremadura, a orillas del modesto río Guadiana.
En plena Vía de la Plata, la ciudad, Patrimonio de la Humanidad desde 1993, ofrece al trotamundos un cruce de caminos que deja a cualquiera boquiabierto. Historia clásica y arquitectura moderna se funden en una urbe que, a pesar del crecimiento de los últimos años, no ha perdido el sabor a pueblo, el olor a pequeña villa cuya hospitalidad se aprecia en cada rincón.
Empecemos por el principio. Entrando por el Puente Lusitania, el viajero se topa con el saludo del emperador Augusto. Será él quien nos lleve, de un lado a otro de la ciudad, por los restos de lo que fue la gran capital de su Imperio. Una vez en el meollo de la villa, la plaza de España merece la primera parada. Si hay tiempo, aproveche a sentarse en una de sus terrazas y contemple el ajetreo de grandes y pequeños en torno a la fuente que preside la plaza.
Perfecta conservación
Callejeando por la ciudad no será difícil tropezarse con algún resto romano. El acueducto de los Milagros, de triple arcada, fascina por la extensión y buena conservación de su trazado. Pasear o practicar deporte bajo sus arcos es un lujo del que hacen gala los oriundos. El Templo de Diana o el Pórtico del Foro Mundial son otros de los ejemplos con los que se choca, apenas sin buscarlo, el despistado viajero.
Pero si de buena conservación hablamos, la palma, sin duda, se la llevan el Teatro y el Anfiteatro Romanos, consideradas las grandes joyas de la corona emeritense. Adentrarse en los restos que aún quedan en pie resulta emocionante. Apenas sin pretenderlo, rodeado por las imponentes piedras, la imaginación corre a fantasear con la lucha entre hombres y fieras, mientras la piel se eriza al pisar la misma tierra que en su día recorrieron los valientes gladiadores.
Unos pasos más allá, la grandiosidad del teatro impresiona por la altura de sus columnas rematadas en capiteles corintios, que lo elevan hasta los 30 metros. Su perfecta conservación hace que, dos mil años después, el escenario vuelva a cumplir su función: acoger grandes actores que, cada verano, participan en el Festival de Teatro Clásico, mientras el espectador viaja, calzado con unas sandalias romanas, a un pasado evocador.
Amalgama de historias
Pero Mérida es más que sus vestigios romanos. Visigodos y musulmanes también dejaron su impronta. Buen ejemplo de ello es la Alcazaba árabe, un gran recinto militar en el que el visitante puede contemplar la amalgama de distintas épocas. La basílica de Santa Eulalia o la ermita de Nuestra Señora de la Antigua, entre otros, ponen sobre el mapa lo mejor de la etapa bajomedieval.
Imperdonable sería no dar un paseo por el puente romano. Y al alzar la vista, de nuevo, al puente Lusitania, obra del arquitecto Santiago Calatrava. Así, con los pies sobre la piedra que presume de más de veinte siglos de historia, los ojos se van hacia las formas ondulantes de la creación de hace unos años. Y como alegoría de la unión entre el pasado y el presente, el Guadiana protagoniza la escena.
Frente al río también se alza el edificio de las Nuevas Consejerías, construido sobre el Área Arqueológica de Morería y proyectado como una continuación del cercano muro de la Alcazaba. Pero el mejor paradigma del maridaje entre el hoy y el ayer es el Museo Nacional de Arte Romano. Diseñado por Rafael Moneo, el austero exterior contrasta con el altivo tesoro que guarda, todo ello envuelto con una armonía digna de admiración. La misma armonía que se palpa en cada esquina. Sentirla es el mejor regalo de Mérida. No lo dejen escapar.