El segundo sábado de agosto del presente año fui, por segunda y última vez este verano, al teatro romano de Sagunto. Hacían Salomé, de Óscar Wilde, con dirección de Miguel Narros. La obra apenas si tiene algo de interés, pero el montaje y las interpretaciones me parecieron muy buenas. Pasé un par de horas bastante agradables, y más con el vientecillo que, de vez en cuando, soplaba por entre piedras y piernas refrescando costillas y despejando cabezas. Además, a mi vera había una morena cenceña oliendo a mar y a hierbabuena.
El segundo sábado de agosto del presente año fui, por segunda y última vez este verano, al teatro romano de Sagunto. Hacían Salomé, de Óscar Wilde, con dirección de Miguel Narros. La obra apenas si tiene algo de interés, pero el montaje y las interpretaciones me parecieron muy buenas. Pasé un par de horas bastante agradables, y más con el vientecillo que, de vez en cuando, soplaba por entre piedras y piernas refrescando costillas y despejando cabezas. Además, a mi vera había una morena cenceña oliendo a mar y a hierbabuena.
La programación de este año en el teatro romano ha sido bastante floja, como viene siendo habitual de un par de años a esta parte. Tan floja que creo que ya nos podemos despedir de este festival que, la verdad, nunca ha terminado de despegar. No conozco los entresijos del mismo; pero no hace falta ser un avisado para percatarse de una cosa esencial: la cultura no interesa, es un valor que nunca ha estado en alza a no ser que la tratemos como cosa huera y muerta: museos prehistóricos, muy en boga, o castillos reconstruidos que no plantean ningún tipo de problemas y pueden generar buenos y saneados ingresos. De ahí el que ahora se estén recuperando viejas y cansadas paredes, y derribadas aspilleras con las que hacer confortables hotelitos donde el hortera de turno, con señora e hijos, cree haber compartido cámara y retrete con Juana la Loca, Carlos V o el desalmado Rey Pedro, el del Puñalico.
Por supuesto que no estoy en contra de los hoteles, ni de los castillos, ni de los Paradores. Y menos si estos tienen un par de fantasmas, mejor descabezados y con problemas de conciencia: son más divertidos y dan más juego. Ni tampoco estoy en contra de los museos. Todo esto nos puede alegrar la vida y el corazón, amén de contribuir a nuestro conocimiento. Ahora bien, lo que debe cambiar es la forma de ver estas cosas. Indudablemente todo está montado para sacar dinero bien directa o indirectamente. Lo cual tampoco está mal. Lo que está mal, lo que es un robo y una injusticia, es ofrecer a cambio de ese dinero burlas, tonterías y payasadas. Y nada hay más burdo que el poder cuando se pone serio. ¿Qué sentido tiene hacer tanto museo cuando la mayoría no sabemos mirar un cuadro o interpretar una tumba llena de huesos, piedras y troncos medio calcinados? ¿Qué sentido tiene hacer una magna ópera cuando pocos saben disfrutar de un concierto o cuando los precios son prohibitivos para el común de los mortales? ¿No sería mejor, mucho mejor, impartir clases de música y de arte durante la educación obligatoria y procurar que una persona disfrutara y gozara de la buena música y de los cuadros? ¿No sería mejor enseñar historia, e intentar que disfrutáramos viendo paisajes y ruinas? Claro, hay un problema con esto: tal vez así aprendamos a distinguir lo verdadero de lo falso, el pastiche del muro derrumbado, y entonces nadie se gaste un euro creyendo que en el hotel de turno durmió Carlos V, y que la cerveza que él se toma es la misma que se bebió el pobre emperador, que murió de gota. O crea que tiene unos gobernantes muy cultos porque van a la ópera. Seguramente saben tanto de música como aquel asno que soplaba la flauta. Y de teatro, no digamos.
Es una pena que aquí, en España, al patriotismo no le haya dado nunca por crear una compañía de teatro estable. Una compañía que tuviera un amplio repertorio y diera a conocer a los clásicos. Se me ocurre, así de pronto, y para no crear problemas políticos, a gente tan interesante como Lope de Rueda, Calderón de la Barca, Mira de Amescua, Lope de Vega, Miguel de Cervantes, Tirso de Molina, Quiñones de Benavente… De esta forma dejaríamos para empresarios con arrestos, y cultos, a Valle-Inclán, García Lorca, Jacinto Grau y a algún que otro innovador. Montaran a estos últimos o no, por lo menos conoceríamos a los clásicos. Por supuesto, y sería lo ideal, también se podían montar a los griegos y romanos: a la gente le gusta mucho ver a los actores con máscaras y coturnos. Y es posible que con una buena campaña publicitaria, base de todo éxito, si se hacía la obra, u obras, en latín o griego clásico, con subtítulos, el teatro se llenara a reventar. ¿No lo están los museos cuando se anuncia una exposición de algún pintor que tiene cuadros colgados sempiternamente en ese mismo museo?
A la gente le encanta hacer cola e ir donde van o han ido los otros. Y más cuando esos otros son Juana la Loca, el Príncipe Negro o el rey Wamba. ¿Y por qué pasa esto? Creo que la respuesta la tiene uno de los mejores dramaturgos de este bendito país:
«Yo te puedo decir lo único que he aprendido en la vida: toda la gente está metida dentro de sus casas haciendo lo que no les gusta.»
Sí, es lo que dice la Muchacha 2ª en el Cuadro segundo del Acto I de Yerma, obra original, como saben, de Federico García Lorca.
Y es una pena que con esa ansia que se tiene últimamente por ir a museos, castillos y teatros, no se aproveche, y se nos dé la formación debida a muchos de nosotros para poder disfrutar de ello lo más plenamente posible. Además de turistas somos personas. Y tenemos derecho a una buena educación. Ahora bien, vistos los libros de texto a principio de curso, y vista la inicial programación teatral de este otoño, lo único que podemos decir, homenaje a García Lorca, es lo que dijo la enamorada y apasionada Mariana Pineda horas antes de su terrible ejecución:
A la vera del agua,
sin que nadie la viera,
se murió mi esperanza.
No crean, no soy pesimista. Soy mayor, y por eso mismo ya no cuento, si es que alguna vez he contado algo que no fueran cuentos. Espero que algunos de ustedes, mucho más jóvenes, y optimistas, puedan disfrutar de mucha salud y de mucho y buen teatro. Y de museos y castillos, de ruinas y de buenas compañías. Se lo deseo a ustedes de todo corazón. Vale.