Antonio Pérez Crespo www.laopiniondemurcia.es 23/12/2007
El diálogo Sobre la República, de Cicerón, ha sido objeto de un especial estudio, por los estudiosos del pensamiento ciceroniano sobre la teoría política en la antigua Roma. La reconstrucción de estos textos ha sido lenta por sus grandes lagunas, que retrasó su primera edición hasta el año 1822. Pese a ello, su contenido llama poderosamente la atención.
Cicerón escribió esta obra cuando declinaba su actividad política, y sus ideales estaban más o menos frustrados, tras la cumbre del Consulado del año 63 a. de C. En el año 58 marchó al exilio, y el año 51, antes del estío, regresó a Roma y se hizo cargo del modesto gobierno provincial de Cilicia, fecha en la que este diálogo estaba recién publicado. En junio, su amigo Celio le escribió que sus libros políticos «andan en manos de todo el mundo» y Ático le felicitó.
En esta fecha la política de Roma iba por otros derroteros y su fama le obligó a cuidar sus escritos en un intento de distanciarse de la discusión, evitando ser uno de sus protagonistas. Para ello situó a Escipión El Africano y al venerable Lelio como figuras memorables.
El ideario político de Cicerón, en esas fechas, no coincide con el oficial del Principado, aunque defiende la necesidad de un poder personal fuerte, como iba a ser el de Augusto. Por su fondo, y contenido exalta al político virtuoso, al princeps, favoreciendo la propaganda de Augusto como defensor de la República y restaurador de la antigua moral romana.
Cicerón inició este dialogo en una reunión celebrada en casa de Publio Escipión, destacando la superioridad de la actividad política sobre la meramente teorética. Es interesante la descripción de esta reunión y las sucesivas entrada en escena de los asistentes. Quinto Tuberón fue el primero en llegar; a continuación, Lucio Furio Filo, al que Escipión tomó de la mano y lo llevó hasta el diván en el que tomaron asiento, momento en el que llega Publio Rutilio.
Momentos después, un criado anunció que Lelio había salido ya de su casa. Publio Escipión se apresuró a calzarse las sandalias, y poniéndose el manto, por ser invierno, salió al encuentro de su respetable amigo, al que acompañaban Espurio Mummio, Cayo Fannio y Quinto Escévola.
En el interior de la casa, Lelio se sentó en el centro del grupo, lugar que le correspondía por su categoría. Por la baja temperatura, era invierno, apetecía el sol y decidieron instalarse en un rincón soleado del jardín de la finca, momento en que llegó Manio Manilio, que se sentó junto a Lelio.
El grupo de interlocutores está compuesto por ocho personas de distinta dignidad. El señor de la casa, Escipión, tenía 56 años, y Lelio 61, son los protagonistas del diálogo. Cuatro son juristas: Quinto Mucio Escévola, Manio Manilio, Tuberón y Rutilio habían sido cónsules en el año 136 a. de C.
Fulio Filo defendió que la injusticia es necesaria para el éxito de la vida. Este grupo es una representación del Círculo de los Escipiones como grupo de pensamiento estoico.
Lelio propone que se aproveche el tiempo para estudiar la mejor forma de gobierno, encargando a Escipión dirigir la reunión, por haber tratado estos temas con dos maestros griegos: Panecio y Polibio. Escipión aceptó la propuesta, e inició la reunión definiendo que se debe entender por res publica.
El primer preámbulo tiene como tema central la superioridad de la vida política activa sobre la puramente teorética, sirve en general para toda la obra y justifica el método adoptado, diferenciándose del modelo platónico. Cicerón establece como axioma que si el hombre existe para servir a los demás y perfeccionarse en la práctica de la virtud -siendo la virtud cosa de practicar y no solo de predicar-. La virtud más excelsa es la que se esfuerza por ejercer el gobierno de la república. De este modo, Cicerón incide en la antigua polémica entre los que defendían la superioridad de la vida teorética, y los que como él la criticaban como inútil, si no servía para ser llevada a la práctica. En este caso, para servir a la República.
Cicerón, en este momento de su vida política se encontraba sin oportunidades para desarrollar una actividad pública y privada, dedicándose a escribir sobre la teoría política como retiro intelectual, sin merma de su disponibilidad.
Cicerón utilizó la contestación que Jenócrates de Calcedonia (396-314 a.C.) dio a sus discípulos cuando le preguntaron: «qué provecho podían sacar los que cumplen la ley». La contestación fue: ·El ciudadano que es capaz de imponer a todos los demás con el poder y la coacción de las leyes lo que el filósofo con su palabra difícilmente puede inculcar a unos pocos debe ser más estimado que los mismos maestros que enseñan tales cosas. ¿Qué discurso pueden hacer éstos tan perfectos, que sea preferible a una República bien constituida por su derecho común y sus costumbres? Creo que son muy superiores, incluso por su sabiduría, los que rigen sus ciudades con la prudencia de su autoridad, a los que son ajenos a cualquier asunto público».
«Añaden los riesgos para la vida y pretenden intimidar a personas valientes con un vergonzoso miedo a la muerte, cuando es una mayor desdicha consumirse por la vejez natural, que tener la ocasión de dar la vida por la patria. Se creen elocuentes cuando alegan el tópico de las desgracias de los hombres famosos, y las ofensas con que les carga la ingratitud de sus conciudadanos».
«Muchos subterfugios se alegan como excusa para disfrutar mejor del ocio, cuando se dice que sólo suelen acceder a la política personas que no valen para nada, con las que es ruín alternar. Y desgraciado y arriesgado el enfrentarse con una muchedumbre enardecida. Esta es la razón por la cual no sería digno de un sabio tomar las riendas cuando no es posible frenar los arrebatos locos y salvajes de la masa, ni propio de un hombre libre, luchar con adversarios sin escrúpulos ni humanidad. O exponerse a injurias que son indignas de un sabio, como sí para dedicarse a la política las personas honestas, firmes y de gran valor, no hubiese causa más justa que la de no someterse a los malvados, y no soportar que éstos arruinen la república, porque, si ellos mismos quisieran poner remedio, tampoco podrían conseguirlo».
«En fin ¿quién podría aprobar la afirmación de que el sabio no debe tomar parte alguna en la política, salvo que le obligue a ello la urgencia del momento? ¿A caso puede verse alguien apremiado por mayor necesidad de la que tuvimos nosotros, en la que nada hubiera podido hacer de no haber sido yo cónsul en aquel momento? Pero ¿cómo hubiese podido ser cónsul sino hubiera seguido desde mi juventud una carrera por la cual, aún habiendo nacido como simple caballero, llegué a alcanzar la máxima magistratura? No se puede tratar de salvar la República amenazada en cualquier momento, sino se tiene poder para conseguirlo».
Más sorprendente es la negación de los teóricos a tomar el timón en un mar tranquilo, porque no aprendieron ni jamás se preocuparon de aprender. Sin embargo, reconocen que tomarían el timón en caso de levantarse olas tempestuosas. Suelen proclamar que nada han aprendido ni enseñado y jamás acerca de la ciencia de construir o defender la república, jactándose muchos de ellos, y piensa, que debe dejarse la ciencia, no a los hombres cultos y sabios, sino a los prácticos en la materia. ¿Cómo es posible ofrecer sus servicios a la república, cuando se vean apremiados por la necesidad, sino son capaces de gobernar la república, como sería mucho más hacedero?».
«Hay quienes se dejan llevar por la autoridad de los filósofos que prestan atención por un momento; otros, escuchan a aquellos filósofos que tienen la máxima autoridad y fama entre las personas más doctas, y son aquellos que han tratado y escrito extensamente sobre la república y han desempeñado ya alguna función en ella, aunque no hayan gobernado personalmente. Merecen ser recordados aquellos a quienes los griegos llamaron los Siete Sabios, expertos casi todos ellos, en toda la materia política, ya que nada hay en el hombre que le acerque más a lo divino, que la construcción de nuevas ciudades y la conservación de las ya constituidas».
«Algunos sabios, muy eruditos en sus obras, carecieron de experiencia conocida; otros, dignos de alabanzas en sus actos, fueron incultos como autores».
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