Xavier Febrés | Siracusa www.elperiodico.com 04/08/2009
El territorio del sur de Italia, colonizado por los navegantes hace 3.000 años, era tan próspero que pasó a ser conocido como El Dorado de la antigüedad. Hubo un tiempo en el que la ciudad siciliana fue la segunda urbe de Grecia. Hoy juega un papel secundario en la región, pero conserva tesoros como el museo o las ‘passeggiattas’ al atardecer.
Cuando 3.000 años atrás navegantes fenicios y griegos del Mediterráneo oriental se aventuraban más allá de sus costas, huyendo del hambre y abriendo nuevos mercados, el estrecho siciliano de Mesina era la temida boca del mundo desconocido. Enfrentados a leyendas y superados los miedos, los primeros colonizadores descubrieron en la isla de Sicilia una tierra más feraz que feroz.
La prosperidad de las nuevas ciudades griegas del sur de Italia llevó a esta región a ser conocida como Magna Grecia, en un sentido de ampliación más que de superioridad. La Sicilia griega alcanzó a sumar 1.300.000 habitantes en el siglo V a. C., un nivel que no recuperaría hasta el siglo XVIII. Siracusa tuvo entonces un censo de 200.000 personas que todavía no ha recuperado. La Magna Grecia fue el Nuevo Mundo, la América griega, y se convirtió en la Nueva York helénica, la segunda ciudad en importancia tras Atenas.
Los siracusanos de hoy se consideran más griegos que los fenicios de Catania o los árabes de Palermo. En realidad, Siracusa juega actualmente un papel subalterno en comparación con la vecina segunda ciudad siciliana de Catania, que se encuentra únicamente a 70 kilómetros, la duplica en población y cuenta con aeropuerto.
Tradiciones perdidas
Hoy, la ciudad vieja siracusana, en el barrio de Ortigia, sigue actuando de centro urbano y despunta por tres factores derivados de su pasado. Primero, por la estratégica lámina de agua mansa del Porto Grande. En segundo lugar, por uno de los poquísimos museos arqueológicos de toda la cuenca mediterránea que por su modernidad despierta entusiasmo al esforzado visitante de museos. Finalmente, por la plaza del Duomo, considerada como una de la más bellas de Italia, lo que constituye un superlativo poco trivial.
La bahía siracusana ha generado afortunados lungomares o paseos marítimos urbanos, escenarios de las tradicionales passeggiatas del atardecer, concretamente de la passegiata a mare. Más que una tradición, es una expresión de cultura, ya perdida en la mayoría de otras ciudades invadidas por los coches o afligidas por el ritmo de vida desenfrenado. En Siracusa, a la hora del aperitivo previo a la cena, una visible proporción de la población comienza a deambular lentamente arriba y abajo en un itinerario establecido, sin más objetivo que tomar el fresco, saludarse, chusmear y caminar un ratito en sociedad.
Representa un instante amable del colectivo humano, un punto de suspensión en el mundo de la vida globalizada, un recuerdo de antaño que sorprende reencontrar en versión original. Las agencias de viajes no organizan vuelos chárter para acudir a la passeggiata vespertina en el lungomare de Siracusa, aunque tendría más atractivo que otras cosas que proponen.
Museo ejemplar
Los autocares desembarcan a los visitantes en el yermo desolado del teatro griego de Siracusa, el segundo en dimensión de la órbita helénica, con 15.000 localidades en las gradas. No queda más que el hoyo, sin ningún elemento que amenice el lugar. El tíquet de entrada al teatro griego ofrece una segunda visita resignada al vecino museo arqueológico. Entonces se produce la sorpresa. Poquísimos museos arqueológicos pudieron estrenar las instalaciones en 1988 como lo hizo este. No es solamente uno de los principales de Europa por sus fondos, sino que también lo es por la astucia de las instalaciones, dentro de lo que supone estar ubicado en los parámetros de una pequeña ciudad.
Su pieza más famosa, la Venus Anadiómena o Venus Landolina (es decir, surgida de les aguas o bien designada con el nombre del arqueólogo que la descubrió en 1804, Saverio Landolina), se ha visto muy bien colocada en un cruce de pasillos para subrayar la concupiscencia que a veces puede despertar un trozo de mármol. La piedra descabezada y manca de la Venus de Siracusa emite una sensualidad turbadora por la elocuencia de las formas corporales y el instante sugerente que evoca la salida del baño. Sostiene con la mano, frente al pubis, el ropaje que cae alrededor de las piernas, y describe con los pliegues una concha destinada a enmarcar la mitad inferior de la figura sin ocultar su trasero, proporcionado de forma eminente.
En las páginas del libro El pont de la mar blava, uno de los poquísimos intentos de volver a trazar los rastros de la expansión medieval catalana en el Mediterráneo, Lluís Nicolau d’Olwer comprobaba en Siracusa el debate suscitado por dicha Venus: “Contemplen esta soberbia factura anatómica, observen la morbidez de estas carnes que la mano apresaría. Reparen en el leve temblor de este hombro, como si acabara de herirlo un aliento frío. Fíjense en la vida que toma todo su cuerpo de las vetas apenas visibles del mármol. ¿No quieren que sea la diosa naciente de les olas? Bien: es una mujer saliendo del baño. Es la mujer en la plenitud seductora de sus gracias. ¿No tiene cabeza? Mejor. Sobre el cuerpo turbador y admirable pónganle la cabeza soñada, la de los ojos en que amen reflejarse, la de los labios que les resulten más dulces”.
El tercer gran privilegio de Siracusa es la plaza del Duomo, una rambla de reducidas y agraciadas dimensiones cerrada al tráfico rodado en el centro histórico, uno de los puntos donde la belleza urbana de la Italia barroca provoca la fascinación más adictiva. Concentra el ayuntamiento y el palacio arzobispal, además de terrazas de café igualmente institucionales. Basta con sentarse en ellas y dejar pasar el tiempo para que se produzca el milagro, la posesión fugaz de la belleza.
Escenario urbano
En esta plaza el director GiuseppeTornatore situó las secuencias del filme Malena, el primero que rodó con capital americano tras ganar el Oscar a la Mejor Película Extranjera por Cinema Paradiso. Las secuencias estaban protagonizadas por la belleza de la plaza del Duomo siracusana y el paso majestuoso de la actriz Monica Bellucci, devorada por los ojos lascivos de los figurantes primero y, luego, por los de los espectadores de la película. Resultó ser una obra menor de Tornatore, excepto por la localización de exteriores y la exhibición de la Bellucci como si fuera una nueva Venus de Siracusa.