Álvaro Cortina www.elcultural.es 10/02/2014

Julio César en los escenarios coincide con la reedición de Antonio y Cleopatra por Cátedra. El dramaturgo Ignacio García May y el filósofo y traductor Antonio Lastra comentan las obras maestras.

“Evans: -William, vamos a ver ahora unas declinaciones de pronombres.

William: -La verdad, se me han olvidado.

Evans: -Qui, quae, quod: ahí casca todo el mundo. Vete por tu lado a jugar, vete”.

En este pasaje del estudiante William, en Las alegres casadas [o comadres] de Windsor, el autor, Shakespeare, retrata posiblemente al niño que fue, estudiando y sufriendo su poco de latín y su menos de griego. En todo caso, el Bardo se desarrolló al calor de los clásicos de Roma. Para empezar, en general, fue Séneca el tragediógrafo hegemónico del Renacimiento inglés. En concreto, según los especialistas, la traducción al inglés de Arthur Golding de Las metamorfosis de Ovidio y la (traducción del francés a su vez) de Sir Thomas North de las Vidas paralelas de Plutarco tuvieron en Shakespeare una influencia incluso estilística, formal. La violación de Lucrecia, poema narrativo inspirado en los Fastos ovidianos, fue el principal éxito editorial de Shakespeare. Desde luego, el griego romano moralista republicano Plutarco le aportó mucho material. En su inicio, de las clásicas biografías entrecruzadas sacó su gore Tito Andrónico. Después, en la “etapa Globe”, Londres presenció el nacimiento de sus grandes tragedias romanas. Estos días tenemos precisamente Julio César, que data de 1599, en el Teatro Bellas Artes, dirigida por Paco Azorín, con Mario Gas como César y Tristán Ulloa como hamletiano Bruto, y reaparece la estupenda edición de Antonio y Cleopatra (1606) en Cátedra, a cargo de Jesús Tronch y Gabriel Torres, con traducción de Jenaro Talens.

Considera el dramaturgo Ignacio García May: “Antonio y Cleopatra me parece absolutamente extraordinaria y la pondría entre los títulos mayores del canon, aunque me temo que es una obra menos conocida de lo que debiera y además, infravalorada; es muy complicada de montar y eso ahuyenta a los directores. Es una de las poquísimas obras de teatro del XVII que cuenta una historia de amor entre personas maduras, y no entre jovencitos. Los personajes son extraordinarios, los diálogos también, y Enobarbo es uno de mis secundarios favoritos. Julio César es muy popular y también me parece un buen texto, aunque, para mi gusto, inferior a Antonio… Coriolano, en cambio, me resulta un tanto sobrevalorado y Tito Andrónico es divertida, en sus excesos, aunque no creo que sea de los mejores títulos del Bardo. Aunque sé que puede ser discutible, yo incluiría también Cimbelino en esta lista de obras romanas”.

Tanto Julio César como Antonio y Cleopatra continúan la misma serie de acontecimientos: desde la entrada triunfal del César en Roma, en el 44 a.C, tras derrotar a Pompeyo, hasta el fin de los amantes, en la conclusión de la segunda obra, en Alejandría, tras la batalla naval de Actium, en 31.a.C. El gran personaje constante en ambas obras es Antonio. En Julio César es un extremo del triángulo paterno filial y de la dicotomía República/Monarquía. En Antonio y Cleopatra, prácticamente se dedica a ser su propio pasado. Participa de un triángulo, esta vez amoroso y de viudos. Huye de Roma, donde Octavio César le hace sentir pequeño, escapa a Alejandría, a Oriente, donde es grande, donde su amante siempre pide más música a unos eunucos. Segundo Antonio, dos veces adúltero, lujurioso decadente, dividido, fatalista, mudable.

Carrera sin presente hacia Cleopatra
Antonio será pues el soldado disoluto que encarna estos días Sergio Peris-Mencheta repitiendo hasta 4 veces que Bruto es un “hombre honrado”. En la segunda tragedia no será el que era: “El placer del presente se debilita con el tiempo y llega a ser opuesto a lo que fue”. Las dos tragedias cuentan (según tradición senequista) con 5 actos, pero Antonio y Cleopatra es, frente a la pétrea Julio César, una obra de exceso. Actos de hasta 15 y 13 escenas, un lenguaje lleno de serpientes, de limos del Nilo, de exuberancia, guerras navales y muchísimas localizaciones. La muerte de Antonio, en la escena XV del acto IV es precisamente un ejemplo de mórbida carrera de contrarios (amor y muerte, pasión sin juventud). Los comentadores Jesús Tronch y Gabriel Torres adivinan gran variedad de ecos romanos: Odas de Horacio, alusiones a la Eneida y numerosos ovidianismos (con base en Shakespeare and Ovid, de Jonathan Bate).

Julio César y la virtud
El filósofo y traductor de literatura anglosajona Antonio Lastra explica: “Julio César comienza significativamente en una calle de Roma donde Marulo reprocha a los ciudadanos su ingratitud con Pompeyo. En el drama sobre César o Bruto, sobre el cesarismo o la república como formas del gobierno y de la libertad, la filosofía sustituye a la religión. Julio César es la única obra de Shakespeare en la que la filosofía no es sinónimo de melancolía, como ocurre en las comedias”.

“Dos argumentos se solapan”, considera Lastra sobra la obra de 1599, “primero, el tiranicidio; luego, las consecuencias del tiranicidio. Sin embargo, en lugar de lamentarse por las adversidades y por lo nefasto de la acción política emprendida, Casio y Bruto denuncian que el hombre puede gobernar su destino o su fortuna y abandonar las supersticiones. No es la virtud romana lo que Shakespeare representa en esta obra, sino la virtud humana”. José Luis Alcobendas, Casio, declama en el proscenio: “Los hombres son dueños de su destino, y no culpemos a las estrellas de nuestras faltas”.

Isabelinos romanófilos
En torno a la cuestión de esa afinidad entre el mundo isabelino renacentista y la Antigua Roma, explica García May: “Creo que toda la cultura isabelina/jacobina es muy "romana", no sólo Shakespeare: esa mezcla de sociedad civilizada y atroz al mismo tiempo. Se ve en las obras de Ford o de Webster o del propio Marlowe. Los londinenses de la época padecían la violencia extrema y sistemática en su vida cotidiana, y también disfrutaban de ella como espectáculo. El interés por lo romano de esta gente no me parece sólo intelectual o libresco, sino producto de una forma de vida que encontraba su reflejo en esa Roma de la antigüedad”. El tiempo de Shakespeare, de Frank Kermode, nos ayuda: “Gran Bretaña había formado parte del Imperio romano, y a los propagandistas les gustaba sugerir que existía una conexión directa entre Constantino, nacido de madre inglesa, y la actual emperatriz. Además, se sabía que Julio César había puesto el pie en nuestras costas, y por eso no eran raras las obras sobre él que se podían interpretar relevantes para la Inglaterra moderna”. Shakespeare, que no fue tan culto como Ben Jonson, admiró una Roma traducida, sin dichosas declinaciones. En la Roma shakespeariana puede haber anacronismos. Su mirada no está sólo puesta en la Inglaterra moderna, sino en ella misma. Metateatralmente, su Cleopatra profetiza en una tragedia llena de presagios: “Antonio será mostrado ebrio y yo veré cómo algún joven de voz chillona hace de Cleopatra y rebaja mi grandeza asumiendo el aspecto de una puta”.

FUENTE: http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/5889/Shakespeare_y_el_embrujo_de_la_antigua_Roma

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