Roma | EFE 19/02/2009
Las viejas decoraciones de Roma, algunas de ellas entre las más bellas del mundo, son uno de los reclamos de millones de turistas que visitan la capital italiana.
Las hay con nombres legendarios, como la de Los Cuatro Ríos, diseñada por Bernini, y las hay discretas como las dos que decoran la Piazza Farnese, cuyas piletas provienen de las Termas de Caracalla, pero todas contribuyen a dar a Roma el carácter y el aspecto que el mundo asocia con una ciudad digna del adjetivo «eterna».
Grandes y pequeñas, bellas y menos bellas, todas dan servicio al tradicional gusto romano por las aguas públicas. Desde la Antigüedad, cuando 11 acueductos trasladaban el agua desde torrentes y manantiales cercanos a las termas y fuentes de la capital, los romanos han sido amantes de estas construcciones diseñadas tanto para el gozo de los sentidos como para el obvio servicio del suministro de agua.
Las hay a cientos en Roma, pero probablemente la más conocida en todo el mundo sea la Fontana de Trevi, inmortalizada por Federico Fellini en «La Dolce Vita», un elegante desenlace, iniciado por el Papa Urbano VIII, para el punto final del acueducto Aqua Virgo.
Cuando la visitan los turistas les es difícil evocar lo que tenían en el recuerdo, esas imágenes en blanco y negro de la voluptuosa Anita Ekberg invitando a Marcello Mastroianni a refrescarse en las aguas de la fuente.
Más bien el visitante desearía verse libre de los cientos de turistas de todo el mundo que se sacan fotos entre ellos, con el fondo de la construcción iniciada por Bernini, la mayor de las fuentes barrocas de Roma.
Siempre queda el consuelo de las dádivas que promete el lanzar monedas a la Fuente o Fontana de Trevi, con promesas como el amor o la más modesta de un retorno asegurado a la ciudad eterna, dependiendo de la cantidad de monedas que se sacrifiquen.
Durante la historia de Roma, muchas de las fuentes han sido trasladadas de localización, de algunas de ellas han manado polémicas entre artistas y probablemente todas han supuesto un manantial de inspiración para autores posteriores.
Los cuatro ríos en la Piazza Navona
Entre las grandes fuentes destaca la de Los Cuatro Ríos en la Piazza Navona, diseñada por Bernini y flanqueada por la Fuente del Moro y la Fuente de Neptuno. Bernini personificó a los cuatro grandes ríos conocidos en la época, el Nilo, el Danubio, el Ganges y el Río de la Plata en el centro de la Piazza Navona, una de las más importantes de la ciudad.
La masa de piedra que queda ligeramente suspendida es la base de un obelisco egipcio de la época romana, uno de los muchos que se pueden encontrar en un paseo por el centro de la ciudad.
La fuente de Neptuno, construida en 1576 por Giacomo della Porta a pocos pasos de la de Los Cuatro Ríos, está dedicada a un personaje omnipresente en las fuentes romanas, por algo es el dios de todas las aguas.
En el otro extremo de la Piazza Navona está la Fuente del Moro, frente a la cual hoy en día saltimbanquis, vendedores de chucherías y trompetistas lúgubres se ganan la vida.
De vuelta a las fuentes señeras de la ciudad, una de las más observadas por turistas y locales es la Fuente de la Barcaza, diseñada por Pietro Bernini.
Este hombre hizo el milagro de dar vida a una barca de piedra que parece flotar sobre las aguas, pero quizá mayor fue el milagro de engendrar un artista que le superó en fama y diseño algunas de las más reconocidas fuentes de Roma, su hijo Gian Lorenzo Bernini.
La Fuente de la Barcaza está en la base de la escalinata de la Plaza de España y su diseño se inspiró, al parecer, en una barca que quedó allí tras una inundación del Tiber en 1598.
Bernini padre se dedicó, entre otras cosas, a las fuentes y se encargó de varias en Roma y Nápoles, pero su hijo fue un verdadero maestro del arte de fundir la piedra y el agua.
Además de las fuentes de los Cuatro Ríos y del Moro, ya comentadas, Bernini hijo se encargó de la Fuente del Tritón, una de las de más solera de Roma, y de la de las Abejas, también con temática animal.
Esta última representa una gran concha abierta en cuya base se agazapan unas pocas abejas, el símbolo de la familia Barberini a la que pertenecía el Papa Urbano VIII, que al parecer le pidió al autor que las incluyera en su obra.
Ninguno de los Berninis, ni el padre ni el hijo, diseñó la gran fuente del Agua Feliz, bautizada así en honor del Papa Sixto V, que se llamaba Felice.
Esta fuente también es el fin de las aguas de un acueducto, el Alessandrino, que fue restaurada a petición del Papa para acercar el agua a los nuevos barrios surgidos en la ciudad.
Quizá no todas las fuentes que quedan en Roma sean tan bellas como las del Agua Feliz ni tan monumentales como las que debieron existir en las termas de la Roma Imperial, pero las que quedan en la ciudad eterna siguen cumpliendo a la perfección sus dos misiones: suministrar agua y posar pacientes para los turistas.