Luis Miguel Orbaneja García | Madrid 02/12/2012

Ahora que estamos a punto de asistir al abandono definitivo del estudio del Griego Clásico como base de un contacto humanístico con los autores antiguos, ya no tenemos siquiera la percepción de nuestros predecesores de que tal apuesta vital y educativa sea un grave retroceso. Admitámoslo. Si otras voces más autorizadas que nosotros ya repararon antes en que “el griego puede ser sin duda una buena adquisición, pero que se compra demasiado cara”, ¿cómo evitar pensar que se trata de unas alforjas excesivas para tan exiguo viaje? ¿Cómo no sentirse solidario con el dictamen del sociólogo que muestra que la necesidad suprema de la mayoría es ante todo vivir pensando correctamente para actuar, y no esa elitista habilidad erasmiana de saber hablar con arte? ¿Cómo no plantearnos, en definitiva, que la antedicha desatención no sea un avance importante en el largo camino del progreso humano hacia la verdadera educación?

Y sin embargo… Si fuera cierto lo que nuestra tradición reconoce del griego clásico (y del latín), que son lenguas que han quedado como “paradigma de humanidades no sólo por su elegancia literaria o por sus virtudes filológicas para analizar los idiomas derivados de ellas” (que también), “sino igualmente por los contenidos de ciencia y conocimiento no revelados por la fe a los que podía llegarse utilizándolas”, es decir, por “su preferencia por lo racional…”; si tal punto de partida resultase verdad, digo, entonces tendremos que admitir que en nuestras escuelas ya no habrá espacio para el estudio de las Humanidades. Pues humanistas, lo que son verdaderamente humanistas, histórica y objetivamente, son ante todo los que amaron y respetan tales textos escritos en griego y latín clásico. Y aunque no sea menos cierto que el modelo clásico no es el único que forma parte de la llamada formación humanística, en él se puede seguir reconociendo aún la idea de “la generalidad de lo humano, de la fecha y lugar que sea, a la vez que una humana e infinita variabilidad y relatividad de lo humano”. Y todo ello, basado en “la cultura literaria y en la cultura estética, pero también no menos en la formación científica y atemporal del andamiaje matemático y la experimentación…”

Ahora que con la nueva ley se vislumbra el alejamiento de una de estas lenguas clásicas, renunciaremos al auxilio del griego en la labor de leer y hacer comprensibles a un número significativo de aquellos hombres, de donde surge nuestra larga historia de la literatura occidental (y, por ende, de la Universal).

Con ello no sólo estaremos privándonos de explicar a estos escritores partiendo de ellos mismos, tal y como aspiraron en su día la generaciones precedentes. También estaremos dando la espalda a una parte considerable de lo que somos y de nuestro propio pasado común. Hay que saber que dimitiremos no sólo en lo tocante a la multiplicación de comentarios para arrojar luz sobre sus obras en nuestro propio idioma y con nuestra propia manera de expresarlos, sino también a pensar por nosotros mismos, y desde nosotros, los temas sobre los que dichos autores disertaron y escribieron; preocupaciones e intereses en los que, muchas veces, seguimos aún su estela.

Igualmente desistiremos no sólo de entender la luminosidad de aquellos colores con los que concibieron estos autores sus obras, sino además del valor de incorporarlos a nuestro particular concepto del cuadro que pretendamos pintar. Y así la barrera lingüística que separa a estos creadores de nosotros será insalvable en nuestro propio idioma para las generaciones futuras.

Estaremos desmantelando, pues, una aproximación de primera mano a los clásicos por antonomasia, y cediendo a otros un puesto en la primera fila del idioma, la cultura y los valores que con tanto desvelo nos guardaron las generaciones precedentes de estudiosos y “enamorados-de-la-palabra” (verdaderos “hombres buenos, cuadrados de manos, de pie y de espíritu”, como dijera el poeta heleno). Y así también –desmintiendo a Petrarca–, la ausencia de esfuerzo de su estudio ya no apagará el ansia de la sed, por la sencilla razón de que no habrá sed que nos desvele. Volveremos a acudir perezosamente a otras lenguas para que, desde ellas, vuelquen a la nuestra sus propias aproximaciones originales a los clásicos: cesaremos de intentar desvelar nuestros orígenes con nuestros propios ojos, y, en buena medida, el conocimiento de nosotros mismos se desdibujará con nuevos obstáculos lingüísticos y culturales. Ya nadie entenderá de raíz la sutil relación de la catedral con la cadera, ni el galimatías según Mateo, ni verá que no es otra sino la Justicia la que late en todo sindicato; por no hablar de los matices con que la humanidad pronunció por primera vez la democracia, tan ligada a veces lamentablemente a la demagogia. Sin instrumentos auxiliares de la filología clásica para iluminar esos textos, nuestro más lejano y profundo suelo cultural se nos volverá impenetrable, oscuro, (caótico decía el mito), inestable…

Con el olvido del Griego Clásico, en fin, alejaremos la posibilidad de hacer comprensible y de comentar desde el propio idioma cómo sucedió en griego la platónica búsqueda del hombre en el hombre o la contradictoria esencia de ese extraño ser que Sófocles, Ulises o el Enigma llamaron el “anthropos”: efímera mortalidad consciente.

Ahora que en la nueva ley se barrunta el declive de los textos griegos en nuestra educación, podremos enmendar por fin el exceso verbal de uno de sus más conspicuos enseñantes, Miguel de Unamuno, y darle la vuelta al dicho exclamando: ¡Que lean ellos!

Transcribimos aquí, en homenaje al recién desaparecido maestro, A. García Calvo, las hermosas lecciones de su libro titulado Lalia: ensayos de estudio lingüístico de la Sociedad, para ilustrar esa labor nuestra que ahora declina sin más esperanzas: la del filólogo de textos griegos.

Λέξιν ἄρ ̓, ὦταρ ̓, ἑλόντες ἀνασχίζωμεν ἑκάστην,
ἐν φιλότητί γ ̓, ἐπεὶ φιλόλογοι κλύομεν·
Αἳ γὰρ τ ̓ οὐ τι γ ̓ ἴσασι κακῶν ὧν πάντα μογεῦμεν
ἤματα, νύκτας τ ̓ αὖ κυκλοφορεύμεθ ̓ ὄναρ,
ἄνθρωποι δὲ δυσάνθρωποι, καταδουλωθέντες
χρήμασι, καὶ δούλαις λέξεσι κεχρέαται.
Αἳ δ ̓ ἔμπης ἀσινεῖς τε καὶ ἤπιαι · ἦ μὲν ὑπ ̓ αὐταῖς
κόσμος ὅδ ̓ ὕφασται ψευδέα ποικίλ ̓ ἅπας·
ἢν δ ̓ ἀναλύσας σφᾶς τις ἀφῇ ποτ ̓ ἐλευθέρα πράσσειν,
ἂψ ἀνυφαίνουσιν ψεύδεα τὰ σφέτερα·
οἵη Πηνελόπεια κατ ̓ ἦμαρ φέρβεν ἄνακτας
ἐλπίσι, νυκτὸς δ ̓ αὖ εἰς ἔτυμα στρέφετο.

Este epigrama “estaba en su primera redacción escrito sobre la puerta del centro de estudio libre de filología que funcionó algunos años en la Facultad de Letras de Sevilla y viene a decir algo como esto:

Las palabras, pues, camarada, cojámoslas y vayamos descuartizándolas una a una
amor, eso sí, ya que tenemos nombre de ‘amigos-de-la-palabra’;
pues ellas no tienen por cierto parte alguna en los males en que penamos día
tras día, y luego por las noches nos revolvemos en sueños,
sino que son los hombres, malamente hombres, los que, esclavizados
a las cosas o dinero, también como esclavas tienen en uso a las palabras.
Pero ellas, con todo, incorruptas y benignas: sí, es cierto que por ellas
este orden o cosmos está tejido, engaños variopintos todo él;
pero si, analizándolas y soltándolas, las deja uno obrar como libres alguna vez,
en sentido inverso van destejiendo sus propios engaños ellas,
tal como Penélope por el día apacentaba a los señores
con esperanzas, pero a su vez de noche se tornaba hacia lo verdadero.”

(*) Luis Miguel Orbaneja García es Profesor de Griego del I.E.S. Santa Eugenia de Madrid.

FUENTE: www.estudiosclasicos.org/reforma-del-griego