García Gual ofrece todas las versiones de la historia de Prometeo, el dios que robó el fuego a Zeus para donarlo a la humanidad y sacarla de las tinieblas

José María Sánchez Galera www.eldebate.com 19/03/2022

Uno de los mitos con mayor número de aristas y de mayor crudeza quizá sea el de Prometeo. No era un humano, sino un ser de naturaleza divina cuyo rasgo principal fue robar el fuego —hasta entonces, privilegio de los dioses— para entregarlo a los hombres. Zeus castigó este gesto por partida doble. Por un lado, encadenó a Prometeo y lo condenó a que un águila le devorase, día tras día, el hígado. La entraña se le regeneraba de noche, para que el ave volviese a darse un festín con ella al salir el sol.
Por otra parte, y con la ayuda de varias deidades como Atenea o Hermes, el rey del Olimpo pergeñó el castigo para los mortales, que se habían beneficiado con el fuego: la mujer. Pandora, por tanto, es un «mal apetecible» que Zeus ha deparado para los hombres. El mito no se acaba aquí tampoco, pues Prometeo será liberado por Heracles, y la misma Pandora que desata todas las miserias y pesadumbres es también la portadora de la esperanza. Sin duda, un mito cuajado de implicaciones teológicas y antropológicas, y, en consecuencia, muy elocuente sobre la visión que la antigua cultura griega tenía sobre los dioses, los hombres… y las mujeres.
En este libro, el egregio helenista García Gual traslada las interpretaciones o narraciones del mito, desde Hesíodo hasta Goethe, Nietzsche o Kafka, y con versiones íntegras de diferentes textos. En este sentido, es un compendio de todas las maneras como se ha contado la historia de Prometeo. Lo cual enlaza con un aspecto esencial del mito: es abierto —era abierto ya en la propia Antigüedad— y no se agota en una formulación canónica.
Este catedrático emérito también acompaña cada relato de una explicación cabal, así como de exposiciones generales a cargo de otros especialistas, como Karl Reinhardt (páginas 163–164). García Gual analiza cómo las diversas interpretaciones interpelan en cada momento y en cada contexto histórico y social. La apertura del mito evita que se fosilice en mera erudición. Algo que hemos de agradecer a su origen helénico y a la entidad de su contenido metafórico y poético, repleto de carga antropológica.
A lo largo de variados autores y épocas se ha visto a Prometeo mediante distintos prismas y colores. Por un lado, el problema que suponen sus excesos, así como la imagen del fuego en tanto que profunda innovación técnica que acerca el hombre al dios y lo distancia de la bestia. Una técnica no meramente material o instrumental, sino también civilizatoria o ética, lo que implícitamente podría dar pie a un concepto de evolución moral —para bien o para mal— de la humanidad.
Por tanto, el mito de Prometeo nos hace preguntarnos adónde nos lleva la técnica. Mary Shelley, con su doctor Frankenstein, aventuró cómo sería el «moderno Prometeo». Una reflexión que, sin duda, nos anticipa lo que Aldous Huxley, Elon Musk o Yuval Noah Harari han planteado acerca del transhumanismo: el hombre convertido en su propio dios y creador, merced a su completo dominio de la ciencia, o sea, el fuego del conocimiento. Prometeo como el símbolo de la libertad y la verdad al alcance del hombre, y en rebeldía contra Dios, los dioses o las leyes de la naturaleza. Pero también puede verse Prometeo como una metáfora de los procesos de humanización y relación con lo divino. Cada interpretación, a su vez, nos postula una visión basada en la esperanza o el pesimismo. Un mito que, por ende, nunca deja de ser actual.
Sin embargo, el aspecto que menos aborda García Gual en este libro es la relación entre Prometeo y el cristianismo. Apenas se limita a aludir a Lactancio —Dios es el auténtico creador del hombre, y no Prometeo— y Tertuliano —Cristo es el verdadero salvador de la humanidad, no el contestatario hijo del titán Jápeto. No entra, pues, al fondo del tema, al conflicto que hay entre lo cristiano y, por ejemplo, la modernidad, época prometeica —o fáustica, si así se prefiere denominar. Porque, a fin de cuentas, el mito de Prometeo entraña una visión sombría de la divinidad, así como una perspectiva más bien misógina y opuesta al relato del Génesis, en el que Dios concede al ser humano poner el nombre a todos los animales y dominar la entera Creación. Un Génesis que asegura que, cuando Dios creó al hombre y a la mujer —«no es bueno que el hombre esté solo»—, vio que todo aquello era «muy bueno».