Todo hombre libre ama el mar. Todo amante del mar es griego aun sin saberlo. Cuando los soldados de Jenofonte, de regreso a casa desde el corazón de Persia, avistaron las aguas corrieron hacia ellas porque, allí donde otros ven una barrera, ellos veían un puente y un camino a casa. En un tiempo de barreras, fronteras y obstáculos, deberíamos volver la vista a Grecia y al griego antiguo para recordar quiénes somos.

Por supuesto, uno podría preguntarse para qué sirve estudiar griego clásico cuando lo importante es aprender habilidades. Una respuesta rápida sería que no todo ha de enseñarse por su utilidad, pero induciría al error de pensar que el griego clásico es, en efecto, inútil.

No lo es.

Proporciona una excelente base para aprender otras lenguas como el ruso y otros idiomas eslavos. Es el origen de buena parte del vocabulario técnico y especializado en disciplinas como la medicina. Fue hasta bien entrada de Edad Media una de las cuatro lenguas de cultura del Mediterráneo y del Occidente junto al latín, el hebreo y el árabe. Todo historiador, filólogo y, en general, humanista que desee serlo en serio necesitará cierto conocimiento de la lengua de Homero y Tucídides. Ahora bien, si poca gente desea dedicarse a las humanidades, no se debe a que éstas estén en crisis, sino a que la humanidad misma está bajo asedio.

Y así nos va, claro.

Por eso, hay que recibir con gritos de “νῑ́κη”, ¡victoria!, que la editorial barcelonesa Elba haya publicado “El puente del mar azul”, del helenista Nicolau d´Olwer (Barcelona, 1888-Ciudad de México, 1961), cuya trayectoria política -militó en la Liga Regionalista y en la Acción Catalana- no debería empañar una cultura humanística vastísima y una mirada enriquecedora y sugestiva sobre el pasado griego. Quede, pues, dicho: nuestro hombre era un nacionalista catalán, pero también “el que sabe más griego de España, pero no quiere que se sepa” como sentenció Unamuno. Olvidemos, entonces, la política y zarpemos hacia el Oriente.

Con un formidable dominio de la toponimia en diversas lenguas desde el griego hasta el árabe, d´Olwer nos lleva de viaje por Túnez, Sicilia y Grecia en busca de la presencia catalana en el Mediterráneo. El autor navega desde Túnez hasta Malta pasando por Sicilia y el estrecho de Mesina rastreando la historia cultural del Mediterráneo: Yerba, Kairuán, Túnez, Cartago, Siracusa, Palermo…. A partir de la Antigüedad y la Magna Grecia, llegamos al tiempo de los Almogávares e incluso echamos un vistazo al siglo XX desde la altura de los siglos. Es inevitable recordar otros libros que bien podrían dialogar con éste como “El mediterráneo”, de Braudel, o “Breviario mediterráneo”, de Predrag Matvejevic. Por todo este mar resuena, de costa a costa, el eco de la lengua griega. Recoge d´Olwer en Siracusa un epitafio memorable: “el pueblo de Siracusa sepulta con el dispendio de doscientas minas a Timoleonte, hijo de Timodemo corintio, y dispone honrarlo eternamente con fiestas musicales, hípicas y gímnicas, puesto que él ha abatido a los bárbaros, ha repoblado las mayores ciudades antes devastadas y ha devuelto a los griegos de Sicilia leyes y libertad”. Una civilización que deja de honrar a los difuntos no puede sobrevivir. Tal vez por eso vivimos estos días turbulentos en nuestro país: se ha olvidado de dónde venimos -de Grecia, de Roma, de Jerusalén- y así es muy difícil encontrar el rumbo.

Este libro constituye, de algún modo y aunque el autor no lo pretendiese así, un canto a la presencia catalana y aragonesa, es decir española, en el Mediterráneo Es una parte de la historia de España, ¡ay!, de la que se habla poco y, de nuevo, así nos luce el pelo. España no fue sólo una potencia atlántica, sino también mediterránea y, quiéralo o no el autor, fue España la que dejó una huella profunda desde Algeciras hasta Lepanto y a ella se le deben algunas de las páginas más brillantes del humanismo.

Sirva de ejemplo el gran proyecto del cardenal Cisneros: la Bíblia políglota. España nunca estuvo lejos de esa tradición griega que recorre Europa como un venero del que beber cuando la cultura corre el riesgo de secarse. Ahí está el testimonio de Heródoto acerca de la presencia griega en España, que se remonta al siglo VII A.C. cuando Coleo de Samos, mercader, arribó a Tartessos y los comerciantes de Focea se lucraron del comercio con el reino de Argantonio. Rosas y Ampurias eran puertos que se conectaban a través del Mediterráneo con las ciudades y las islas griegas hasta el Mar Negro. Decía el llorado Rodríguez Adrados que desde lo griego se llega a todas partes. Cabría apuntar que esto incluye, pues, los propios orígenes de España.

Si Borges dejó escrito que el hebreo era “la lengua del Paraíso”, no es exagerado afirmar que el griego es la lengua de los ángeles, que tampoco está mal.

Pero no hemos de estudiar griego sólo por la historia, sino también por el espíritu. Si Borges dejó escrito que el hebreo era “la lengua del Paraíso”, no es exagerado afirmar que el griego es la lengua de los ángeles, que tampoco está mal. No en vano, el arcángel Gabriel saludó así a la Virgen María: “Χαίρε, Μαρία, κεχαριτωμένη”, que la Vulgata tradujo como “Ave Maria, gratia plena”. Hay mucho escrito sobre el “kejaritomene” y no vamos ahora a revolucionar la teología. Baste indicar que, allí donde al evangelista le basto una palabra, necesitamos nosotros tres: “llena de gracia”. Después de transmitir un mensaje que cambiaría la historia de la humanidad -y la salvaría no por sus merecimientos, sino por el amor y la misericordia de Dios- Gabriel se “retiró de su presencia”. De nuevo el griego nos da un matiz: quien es menos entra a la presencia de quien es más y de ella se retira cuando concluye su tarea. Si un ángel entra en la presencia de la Virgen, es que esta virgen de Nazaret es superior a los ángeles. Díganme que no enriquece la lectura del Evangelio saber algo de griego.

Naturalmente, a uno puede no interesarle ni el mar, ni la libertad, ni el regreso a casa, ni navegar ni la salvación del mundo, pero entonces quizás esté dormido y recorra el mundo así hasta despertar en el Hades. En realidad, nuestra vida es eso -una travesía mar adentro, una peregrinación por tierras desconocidas, un regreso a casa- que los griegos cantaron en esta lengua bellísima que resuena de costa a costa del Mediterráneo. Volver a ella es regresar a casa.

FUENTE: democresia.es (Pensamiento)