Parece que el Gobierno del «no dejar a nadie atrás» no se ha hecho cargo todavía de la popularidad de los clásicos o, conociéndola, tiene interés en ocultarla y, lo que es más grave, en hurtársela a nuestros jóvenes
Javier Andreu Pintado www.larazon.es 17/01/2022
En mi condición de Vicedecano de Alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, me gusta dirigir unas palabras a los nuevos alumnos en la jornada de bienvenida que abre cada curso. El pasado septiembre, delante de centenares de ilusionados estudiantes que daban comienzo a sus estudios en Historia, Filología, Literatura y Escritura Creativa, Filosofía, Humanidades o Filosofía, Política y Economía, articulé mis palabras en torno a la idea romana del orator, del buen político que, en tanto que conocedor de la retórica era, además, un bonus uir, una buena persona en el sentido más ético y comprometido del término. Acompañé mis reflexiones de citas de Plutarco, Cicerón y, muy especialmente Quintiliano, el célebre maestro de retórica de Calagurris (Calahorra) que tanto éxito tuvo en la Roma del emperador Domiciano.
Tras las mascarillas adiviné sonrisas y emoción en los ojos de tan singular auditorio. Al terminar mi disertación pude conversar con algunos de esos estudiantes –que han frecuentado mi asignatura de Mundo Clásico o han tenido especial relación conmigo por cursar el Diploma de Arqueología que coordino– y comprobé que muchos habían oído hablar de estos y de otros autores clásicos a los que fui haciendo alusión convencido como estoy de que, en tanto que «supervivientes» del pasado, esos autores tienen todavía mucho que enseñarnos, más en estos tiempos difíciles. Fue reconfortante. De hecho, dos mil años después el legado de estos autores se ha convertido, casi, en un icono pop. Ahí están las cifras de ventas de los ensayos de las filólogas clásicas Mary Beard o Irene Vallejo o del arqueólogo Néstor Marqués o de las novelas del escritor Santiago Posteguillo que traen a nuestro tiempo y evocan la perennidad del legado de las sociedades antiguas base de nuestra propia identidad cultural occidental y también hispánica.
Sin embargo, parece que el Gobierno del «no dejar a nadie atrás» –que en tantas cosas presume de estar al cabo de los problemas de los ciudadanos– no se ha hecho cargo todavía de esa popularidad de los clásicos o, conociéndola, tiene algún interés especial en ocultarla y, lo que es más grave, en hurtársela a nuestros jóvenes estudiantes. Así, en el último trimestre de 2021, a través del Portal del Sistema Educativo Español del Ministerio de Educación y Formación Profesional, hemos ido conociendo detalles sobre el insignificante papel que las Humanidades –ya no sólo las clásicas, también la Filosofía o los periodos medieval y moderno de nuestra Historia– van a pasar a tener en el currículo de Secundaria y de Bachillerato de la LOMLOE, la denominada «Ley Celaá».
Destacados colectivos profesionales como la Red Española de Filosofía y la Sociedad Española de Estudios Clásicos han orquestado justificadísimas campañas para reaccionar ante el atropello que de la Filosofía –que desaparece de la Enseñanza Secundaria– o del Latín y del Griego –reducidos a una expresión mínima en los planes de estudio– pretende perpetrar esta ley, aprobada hace algunos meses. Este mismo periódico ha emprendido en los últimos dos meses una sensacional campaña a la que se han sumado las plumas de destacados colegas historiadores que han denunciado el olvido al que condena la nueva ley –especialmente en Bachillerato– a cualquier acontecimiento anterior a 1812.
En sus «Lecciones de Ética», Kant afirmaba que las ciencias llamadas «humaniora», es decir, las Humanidades, conferían al hombre «refinamiento y apacibilidad», hacían más hombre al hombre. Sin embargo, el mismo Gobierno que acusa de crispar a cualquiera que le recuerde sus errores, renuncia a las Humanidades y no las contempla ni para refinar nuestra sociedad privando a nuestros estudiantes preuniversitarios de conocer algunas de las más sublimes creaciones del hombre y algunos de los más singulares episodios de nuestra Historia.
Ese ostracismo al que se destinan las Humanidades en el nuevo currículo de la LOMLOE resulta especialmente doloroso en el caso de la asignatura Historia de España de 2º curso de Bachillerato. Hasta hoy, la tan criticada «Ley Wert» articulaba el temario de esa asignatura en varios bloques de los cuales cuatro atendían «a los comienzos de nuestra historia, desde los primeros humanos a la monarquía visigoda; a la Edad Medida, desde la conquista musulmana de la península (…) y a la Edad Moderna hasta las vísperas de la revolución francesa» y el resto, hasta ocho, a «la Edad Contemporánea».
Ahora esos primeros bloques se omiten y la atención a «las culturas y civilizaciones que se han desarrollado a lo largo de la Historia Antigua, Medieval y Moderna» –la cita es de la nueva ley– se reserva sólo a algunos contenidos mínimos de 1º y 2º de Enseñanza Secundaria Obligatoria cuando los jóvenes escolares no están todavía críticamente preparados para valorar el legado de esos periodos históricos. Pero, el maltrato a esos momentos esenciales para entender la Historia de nuestro país resulta hasta cínico si se hace una lectura detenida de los objetivos de esa asignatura en la nueva ley.
Así, ésta afirma que se pretende que el estudiante de Bachillerato, al estudiar la Historia de España, pueda «conocer y valorar críticamente las realidades del mundo contemporáneo, sus antecedentes históricos y los principales valores de su evolución»; que sea capaz de «valorar el patrimonio histórico y cultural como legado y expresión de la memoria colectiva, identificando (…) los usos públicos que reciben determinados acontecimientos (…) por medio de la historiografía y del pensamiento histórico»; que llegue a «reconocer el valor geoestratégico de la península Ibérica, identificando el rico legado histórico y cultural generado a raíz de su conexión con procesos históricos relevantes»; y, por último, no esquiva, como es meritorio, «la cuestión nacional: conciencia histórica y crítica de fuentes para abordar el origen y la evolución de los nacionalismos y regionalismos en la España contemporánea» en aras de alumbrar «los usos públicos de la historia».
Si esos son los objetivos de una materia que, desde un punto de vista temático, sólo cubre desde 1812 a la España reciente, el Gobierno de España está negando entidad de antecedente histórico y cultural del mundo contemporáneo a los tiempos antiguos o medievales; está afirmando que el patrimonio arqueológico milenario que atesora nuestro país –y cuyo consumo como producto turístico arroja cada año cifras más positivas– tampoco forma parte de ese «legado y expresión de la memoria colectiva»; está, también, afirmando, sorprendentemente, que la crítica de fuentes y la conciencia histórica nada tienen que ver con quienes –como Tucídides o Polibio– fundaron la Historia como conocimiento y reflexión del pasado dotándola de método. De igual modo, parece que ni fenicios, ni cartagineses, ni griegos ni romanos –que, como escribió Tácito en los «Annales», hicieron de Hispania «un ejemplo para todas las provincias»– percibieron el «valor geoestratégico de la península» o que la Romanización, el primer gran ejemplo de globalización cultural que conoció el Mediterráneo, y también, nuestro suelo, no es un «proceso histórico relevante».
Parece, además, que los teóricos de esta ley desconocen que muchos de los movimientos nacionalistas de corte esencialista en nuestro país arrancaron a partir de una tergiversada utilización de las identidades que Roma fomentó en sus siglos de presencia en la península, identidades que la nueva ley no considera de interés suficiente como para que los estudiantes preuniversitarios formen, a través de su estudio, ese juicio crítico que se asegura querer fomentar. Mal camino es olvidar nuestras raíces y llevar esta incomprensible cultura de la cancelación también a un espacio que debería ser sagrado para el futuro de nuestra nación como son las aulas de colegios e institutos.
Como afirma en su web, el Ministerio ha difundido los borradores del aparato normativo de la ley para fomentar «el debate público». Ese debate no debe quedarse sólo en una discusión para la galería. Ante este despropósito el eufemístico sintagma «nuestros políticos» –tan repetido en estos días– debe sustituirse por el deíctico, acusador e inculpatorio «nuestro Gobierno» que, al fin y a la postre, será –es ya– el responsable de tirar a la basura del olvido no sólo disciplinas que, desde más de veinticinco siglos han permitido a las sociedades del pasado rehacerse cultural e ideológicamente sino, también, de cancelar algunos de los episodios más dignos de nuestra Historia en aras de la defensa de una memoria colectiva y democrática que, paradójicamente, destierra a aquellas culturas que están en la raíz misma de la creación de los valores que han marcado –y lo seguirán haciendo, mal que les pese a algunos– nuestra propia identidad cultural.