[Photo de Despina Galani en Unsplash]

Diego S. Garrocho  ABC.es  09/01/2022

A veces los tontos son indistinguibles de los malos. Por este motivo decía Platón, o al menos así lo leemos en sus escritos, que todo vicio es una forma de ignorancia. Tan imposible es conocer el bien y no practicarlo como perpetrar un mal a sabiendas. La íntima proximidad entre el desconocimiento y la falta se nos hace presente en la vida ordinaria y en demasiadas ocasiones no sabemos a quién imputar una catástrofe, si a la ignorancia o a la perversa condición humana. No disimulen. En ambos rasgos sabemos reconocernos demasiado bien.

Basta echar un ojo a la nueva reforma educativa para actualizar la paradoja del intelectualismo platónico. ¿Puede un Ministerio de Educación lesionar de forma consciente la enseñanza de la filosofía, del griego o del latín? ¿Es verosímil que se emprenda una iniciativa legislativa que truncará el cultivo espiritual de miles de jóvenes? ¿Hay algún gramo de progresismo en destrozar la educación? Quienes denuncian que existe una conspiración planeada y decidida contra las humanidades son, sin duda, grandes optimistas. Si además son capaces de imputar una coordinación criminal entre el capitalismo tirano y el Gobierno-más-progresista-de-la-Historia, están demostrando una fe ciega en el animal humano. A la vista del desarrollo de la reforma educativa, no cabe duda de que las humanidades están heridas de muerte, aunque esa persecución no tenga otro origen que la ignorancia militante.

Casi da pudor tener que escribirlo, pero hace un par de semanas cientos de personas nos congregamos en la puerta del Ministerio que fue de Isabel Celaá y hoy es de Pilar Alegría para reivindicar la impartición de asignaturas de filosofía en la enseñanza media. Chavales y puretas, chicas con el pelo rojo (siempre creo que a la salud de Chesterton) y mozalbetes con zapatos castellanos unieron sus voces para reivindicar que no se impida a los más jóvenes acercarse a la tradición filosófica. A los más jóvenes de las clases populares, claro está, porque los hijos de la élite tienen a Plutarco en edición bilingüe en el salón, o así era hasta hace poco. La única justicia social en la que creo es aquella que pone en un libro de Séneca en la mano de un chico de Orcasitas, pero el espíritu de nuestro tiempo ha querido que el fuste y el contenido sobre el que se levantó Occidente se vea sustituido por equilibrios psicoafectivos, emociones participativas y otra bisutería del parvulario sentimental.

No creo, a pesar de lo que dicen algunos, que esa sustitución responda a un plan perverso. Ni siquiera sospecho que quienes perpetran este delito de lesa cultura sean conscientes, aunque en este caso el desconocimiento no debiera eximirles del dolo. Fíjense en la sintaxis de esos nuevos gurús que balbucean la neojerga pedagogista y lo entenderán todo. Intenten alcanzar en el fondo de esos ojos alguna malignidad sofisticada, acaso algún propósito más o menos complejo que justifique la combustión irresponsable de nuestra herencia cultural. Hagan ese esfuerzo para fracasar en el intento porque no encontrarán absolutamente nada. Sólo humo y ceguera.

El ataque a las humanidades, que supera con mucho la agresión a la filosofía, no tiene otro motor que la sonrisa alucinada de la ignorancia complaciente. Una ignorancia afelpada, taimada y juguetona que celebra jubilosa el compromiso de las grandes causas sin preguntarse, al menos, cuál es el suelo ético y conceptual sobre el que los problemas del mundo se harían inteligibles. Sin Kant no hay ODS, pero ellos no lo saben. Cacarean que vivimos en una era disruptiva, de transiciones digitales y afectos satelitales. Trasegar las páginas de un Nietzsche nos haría conscientes de la miseria propia y de la ajena, pero ellos nunca podrán confesar lo que desconocen.

Hay quienes saben reconocer la negligencia de la iniciativa del Gobierno pero en demasiadas ocasiones obvian que la amenaza resulta transversal en lo ideológico. Un partido conservador culturalmente robusto e ideológicamente armado sabría proteger el patrimonio tradicional que ahora se pone en riesgo. No existe una oposición veraz en términos educativos y no existe un proyecto moral o civilizatorio desde el que ejercer una defensa decidida de nuestro patrimonio humanístico. Todo proyecto educativo incorpora consigo un ideal de humanidad: aquella hacia la que se quiere conducir a los educandos. En nuestra derecha, creo, ese ideal resulta irreconocible. La única crítica que hemos encontrado desde posiciones liberal-conservadoras se fundamenta en la titularidad de los colegios y en la defensa de la concertada, volviendo a hacer del egoísmo un único y aislado motor emocional. El ‘qué hay de lo mío’ traducido a políticas públicas no puede resumir ningún proyecto verosímil. Si tanto les inquieta a algunos el ocaso de Occidente, mejor harían en poner a salvo de la quema lo mucho y valioso que la tradición cultural nos ha legado.

Resulta, también, incomprensible la falta de reacción de nuestros jóvenes. A una edad en la que la rebeldía es casi un imperativo orgánico, es muy desalentadora la indolencia de quienes serán las víctimas de este crimen. Les están vendiendo democracia en el aula y aprobados para todos a cambio de arrebatarles el único utillaje cultural y espiritual con el que podrían orientarse en la vida. Pocas causas más legítimas para la rebelión y la protesta. Con la atención rota por las pantallas, los nervios destrozados por la ausencia de futuro y todas las energías revolucionarias y transformadoras neutralizadas en causas remotas, las humanidades podrían ser uno de los últimos refugios para capear la tempestad que viene. Cuando la soledad acabe con nosotros recordaremos que una memoria llena de versos era también una forma de compañía.

Quienes ahora les fallan mantendrán la sonrisa y el afecto de una moral de lejanías al tiempo que retoman la agenda política del abrazo y la salud mental. Ni siquiera son malos. La maldad entraña una complejidad y una gramática sofisticada que les resulta del todo ajena. Son sólo ignorantes, los pobres, y no tienen culpa, por más que hayamos tenido la desgracia de decidir que nos gobiernen. Después de todo, su fondo es bueno y yo también creo en la educación sentimental. Lo que pienso, y lo defendería hasta la última letra, es que no hay otra forma de cultivar los afectos que leyendo a Leopardi o a Flaubert.

FUENTE: ABC.es