J.
ANTONIO
GONZÁLEZ
IGLESIAS
En
el
fondo,
lo
que
hizo
fue
desviarse
de
una
tradición
-la
española-
que
le
resultaba
insatisfactoria
por
incompleta |
El
amor
entre
hombres
no
era
lo
que
más
le
interesaba
de
Grecia.
Lo
primordial
para
Cernuda
es la
relación
del
poeta
con
la
naturaleza |
Este
ha sido
el año
que ha
consagrado
a Luis
Cernuda
como clásico
en el
sentido
más
amplio,
como
poeta
aceptado
por toda
una
sociedad,
con las
implicaciones
estéticas,
morales
y
educativas
que
tiene
una
escritura
considerada
ya
ejemplar
para
todos
los
ciudadanos.
Sin
duda, su
singular
entronque
con la
tradición
grecolatina
ha
contribuido
a esa
clasicidad
contemporánea.
Como un
brote
temprano
surge
en él
la
herencia
griega,
vinculada
a los clásicos
españoles,
pero con
una
diferencia
insoslayable.
Égloga,
elegía,
oda
permitió
a
Salinas
hablar
del
clasicismo
de
Cernuda.
Nadie
discute
su
comparación
con
Garcilaso,
fray
Luis o
san Juan
de la
Cruz:
por la
soledad,
la
serenidad
o el
infinito
deseo
amoroso.
Lo que
le daba
una
humanidad
plena, más
acorde
con los
antiguos,
es que
pasa,
tempranamente,
la
prueba
del
cuerpo
en
estado
puro,
que es
la
prueba
del
eros,
dos
pruebas
que han
sido
casi
siempre
insuperables
para las
letras
hispanas.
No me
refiero
al amor
(terreno
en el
que
nuestra
literatura
es
inigualable)
ni al
sexo,
sino al
eros,
que en
griego
se decía
deseo.
Ésa es
la
aportación
helénica
que hace
Cernuda
de
manera
absoluta
y
sustantiva:
resumirse
en la
palabra
deseo,
nombrarse
como
eros y
contraponerse
así a
la
realidad
del
mundo.
'Vivo,
bello y
divino /
un joven
dios
avanza
sonriendo',
canta el
poeta
inaugural,
con una
fuerza
serena
que
desequilibra
nuestra
monótona
literatura.
Años
después
anotará:
'Cambian
las
modas
literarias,
pero la
poesía
de
Garcilaso,
como la
de Teócrito,
como la
de
Virgilio,
aparece
hoy tan
fresca y
tan
bella
como
ayer,
como
acaso ha
de
parecer
siempre'.
La
conexión
general
con las
literaturas
antiguas
va a ser
casi
siempre
a través
de los
clásicos
modernos:
de los
nuestros
primero,
y después,
según
su
propia
biografía,
de los
ingleses,
de Hölderlin
o de
Gide,
que
constituyen
distintos
modos de
declinar
lo
griego y
lo
romano.
Al
estudiar
a los
poetas
ingleses
buscó
lo que
éstos
habían
elaborado
a partir
de su
propio
oficio,
apartándose
'de las
poéticas
clásicas
o
clasicistas
que son
bien
conocidas
en España'.
En el
fondo,
lo que
hizo fue
desviarse
de una
tradición
-la española-
que le
resultaba
insatisfactoria
por
incompleta:
'No
puedo
menos de
deplorar
que
Grecia
nunca
tocara
el corazón
de la
mente
española,
los más
remotos
e
ignorantes
en
Europa
de 'la
gloria
que fue
Grecia'.
Bien se
echa de
ver en
nuestra
vida,
nuestra
historia,
nuestra
literatura'.
En otro
momento
renegará
de una
historia,
no sólo
literaria,
dedicada
durante
siglos
'a
acotar
el
amor'.
En
Shakespeare,
en
Milton,
en
Swinburne
-hasta
en el
paradójico
Blake-,
encontró
una
relación
mayor y
mejor
con los
antiguos.
Nunca
olvidó
su
formación
cristiana,
más
bien la
incrementó.
Transmutado
en poeta
inglés,
leía
todas
las
noches
la
Biblia
del Rey
Jacobo y
se sentía
orgulloso
de haber
incorporado
a su
poesía
el
aliento
de
aquellos
versículos.
Al
tiempo,
paradójico
también
él,
desanduvo
la
historia
de la
literatura
hasta
alcanzar
una
paganidad
que era
la de su
corazón.
Ese rayo
de
antigua
luz
pagana
ilumina A
un
muchacho
andaluz,
El joven
marino,
Urania
o David-Apolo
de
Miguel-Ángel,
y vierte
su
plenitud
en Poemas
para un
cuerpo.
Si
alguien
piensa
que el
amor
entre
hombres
era el
aspecto
de
Grecia
que más
le
interesaba,
se
equivoca.
Lo
primordial
para él
es la
relación
del
poeta
con la
naturaleza.
En el
momento
en que
se
retrata
como
refractario
a la
metrópoli
y afecto
al campo
es
cuando
apunta
'Teócrito
y
Virgilio
siempre
fueron
para mí
poetas
predilectos'.
En
cambio
será
muy crítico
con la
lectura
homosexual
militante
que su
admirado
André
Gide
realiza
del Corydon
virgiliano.
El otro
aspecto
que le
atrae
desde niño
es el de
una
religión
mitológica,
vinculada
con la
filosofía
en la
promesa
de una
perduración
dulce
por
inconcreta.
Lo
cuenta
en 'El
poeta y
los
mitos',
texto de
Ocnos
que, por
sus críticas
al
'sufrimiento
divinizado'
de la
religión
propia,
hubo de
conocer
censuras
editoriales.
En su
madurez
consideró
extremadamente
reveladora
la
lectura
-en alemán
y en
inglés-
de Los
fragmentos
de los
presocráticos,
de
Diels:
los de
Heráclito
le
parecieron
'lo más
profundo
y poético
que
encontrara
en la
filosofía'.
Griego,
romano,
en última
instancia
es el
uso
general
de la
mitología
como
literatura
al
servicio
del
poeta.
Sería fácil
verlo en
los
propios
mitos clásicos
que tan
a menudo
asoman
en los
poemas
de
Cernuda,
pero
creo que
es más
interesante
ver cómo
convierte
en
mitología
literaria
los
elementos
de la
religión
cristiana
que le
son
necesarios
para
decir su
verdad:
el arcángel
personal,
convertido
en sinónimo
del
demonio
socrático.
En sus
versos,
Lázaro
o los
tres
Reyes
Magos
son
mitos
humanísimos.
Sin
embargo,
sería
injusto
reducirlo
a una
paganidad
feliz.
'Apenas
si
conozco
nada de
Grecia',
se
lamentaba.
Quizá
por
falta
del
conocimiento
directo
de los
textos,
le faltó
una
comprensión
íntegra
del eros
griego.
Cuando
se queja
de que
la edad
le
impide
amar a
los jóvenes
('mano
de viejo
mancha /
el
cuerpo
juvenil',
'mi
situación
de viejo
enamorado
conllevaba
algún
ridículo')
deja de
ser un
griego,
así de
claro. Píndaro,
Sócrates,
su
admirado
Teócrito,
son
altos
emblemas
de cómo
vivieron
los
griegos
ese
asunto,
motor de
su
cultura.
La
'armonía
espiritual
y corpórea'
que
tanto
valoraba
en
Grecia
no
siempre
se
transmite
en su
poesía.
Títulos
como Remordimiento
en traje
de
noche,
Los
placeres
prohibidos
o Si
el
hombre
pudiera
decir lo
que ama
son síntomas
de la
represión
que su
época
consiguió
imponerle.
Con
ingredientes
clásicos
acabó
construyendo
un yo
romántico,
lo que
no deja
de
remitirlo
a
coordenadas
cristianas.
La elegía
pesa más
que la
oda. De
manera
laica y
contemporánea,
se erige
en
aquello
que más
detestó
siempre:
'El
sufrimiento
divinizado'
(la alta
poesía
es una
forma de
divinización
cultural).
Su
desolación
última
resume
un
proyecto
doliente
que lo
aboca
-en esto
otra vez
griego-
a la
tragedia
como
aceptación
de un
destino
amarguísimo.
Que los
poderes
políticos
y mediáticos
que
ahora lo
han
convertido
en un clásico
sean
consecuentes
-hasta
la
educación,
hasta la
política,
no sólo
en las cáscaras
huecas
de lo
que
muchas
veces se
llama
cultura-
con todo
lo que
eso
significa.
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