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29
de
septiembre
de 2002 |
EL
PAÍS,
Madrid |
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Aristóteles
y el Padre
Simeón
MARIO
VARGAS LLOSA
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© Mario
Vargas Llosa,
2002. ©
Derechos
mundiales de
prensa en
todas las
lenguas reservados
a Diario El
País, SL,
2002.
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La
aldea de
Ouranoupolis,
en el norte
de Grecia,
está cerca
de las ruinas
de Stagira,
donde nació
Aristóteles
y, además,
es el puerto
obligado para
quienes
peregrinan al
vecino Monte
Athos, centro
espiritual de
la Ortodoxia.
El hotel
donde me
alojo lleva
el nombre del
filósofo que
fue preceptor
de Alejandro
y el
encuentro al
que asisto se
titula: 'La
tragedia,
entonces y
ahora: de
Aristóteles
al tercer
milenio'.
Nada más
bajar del
autobús que
me trajo
desde Salónica,
zangoloteando
entre
olivares,
cipreses y
enjambres de
turistas
alemanes, me
presentan al
pope que me
había
propuesto
conocer
aunque fuera
filtrándome
de
contrabando
en la montaña
sagrada de
las iglesias
orientales:
el Padre Simeón.
Me habló de
él hace un
par de
noches, en
Atenas, mi
amigo
Stavros,
mientras cenábamos
en una
terraza
impregnada de
aromas, bajo
un cielo
lleno de
estrellas
parpadeantes:
'Si vas al
Monte Athos,
tienes que
conocerlo. Es
un
monje-sacerdote,
ermitaño,
pintor,
poeta, místico,
reverenciado
en toda
Grecia, una
de las
figuras más
destacadas de
la Iglesia
Ortodoxa. Y,
cáete de
espaldas, el
Padre Simeón
no es griego
sino
peruano'.
Desde
entonces,
este
compatriota
no se ha
apartado de
mi mente ni
un solo
momento. Y
aquí me lo
encuentro,
entre los
congresistas,
invitado para
hablar de la
Poética de
Aristóteles,
la tradición
mística y su
propia poesía.
Es un hombre
de cincuenta
y dos años,
de luengas
barbas y
plateada
cabellera,
ojos claros y
largas manos
que mueve al
hablar con la
misma
elegancia con
que lleva el
imponente hábito
que, a su
paso,
concentra
todas las
miradas. Es
verdad: todos
los griegos
presentes lo
rodean, lo
siguen, lo
acosan con
una
curiosidad
efusiva a la
que él
parece
consentir no
sin
dificultad.
Es afable,
cortés y
habla
despacio,
como luchando
contra el
aturdimiento
que deben
producirle
tantas voces,
tanta gente,
tanto trajín,
comparados
con el
silencio y la
quietud de la
ermita
erigida en
una ladera
cercana al
monasterio de
Stavronikita,
donde ora,
medita,
escribe y
pinta, solo
con su fe,
desde que en
1987 abandonó
su clausura
en el
monasterio de
Agios
Grigorios
para hacer
vida de
anacoreta.
Todo es
griego en él,
salvo su español,
limeñísimo
a más no
poder. Un
español muy
suavecito,
perezoso con
las sílabas
finales de
las palabras,
y
musicalizado,
de alta clase
social,
procedente de
Miraflores o
San Isidro, y
forjado en un
colegio de
curas para niños
bien: ¿el
Santa María
o la
Inmaculada?
Él se ríe:
'Frío, frío.
Estudié en
el
Claretiano'.
Su apellido
es de la
Jara, una
familia que
ha dado al
Perú
juristas y
políticos
destacados,
una célebre
promotora de
la música
criolla y la
bohemia, y
una pareja,
los padres de
Simeón,
excepcionalmente
comprensiva,
pues, cuando
en los años
sesenta, su
hijo, alumno
destacado en
el colegio,
les anunció
que 'para no
hacer
concesiones
al
establishment'
había
decidido no
presentarse a
los exámenes
de fin de año
y por lo
tanto
cerrarse las
puertas de
una profesión
liberal, en
vez de hacer
un dramón
griego, se
resignaron.
Para
entonces,
Miguel Ángel,
el futuro
Padre Simeón,
un muchacho
rebelde y soñador,
se había
convertido en
el primer
hippy
peruano. Leía
a los
surrealistas
y a Rimbaud,
sobre budismo
y taoísmo, y
se había
dejado el
cabello hasta
los hombros.
Su apariencia
indignó a
una patota de
jóvenes
sanisidrinos,
que le dio
una tremenda
paliza, a
resultas de
la cual
estuvo varios
días en el
hospital, con
amnesia.
Cuando salió,
sus prudentes
padres
optaron por
enviarlo al
extranjero.
Estuvo en el
swinging
London de
finales de
los sesenta,
y después en
París, y
luego
-naturalmente-
en la India y
en Nepal,
haciendo yoga
y estudiando
budismo e
hinduismo,
pero no se
quedó allí,
dice, porque
el espectáculo
callejero de
la miseria
multitudinaria
y eterna llegó
a alterarle
el sistema
nervioso.
Regresó a
París, se
instaló en
el Barrio
Latino y
estaba
aprendiendo
chino cuando
un buen día,
en un
restaurancito
modesto, lo
intrigó un
religioso de
hábitos
ampulosos que
comía solo.
Era un
sacerdote
ortodoxo
griego, de
origen suizo,
cuya amistad
cambiaría su
vida de raíz.
'Dios se hizo
hombre para
que el hombre
pudiera ser
dios'. Dice
que esa
frase, que
escuchó a
aquel pope en
la primera
conversación
que
celebraron,
todavía le
resuena en la
memoria,
treinta años
después.
La primera
consecuencia
de esa nueva
amistad fue
que Miguel Ángel
reemplazó el
chino por la
hagiografía
y se puso a
aprender a
pintar íconos,
en el taller
de Leonide
Ouspensky, a
la vez que
empezaba leer
a los teólogos
y místicos
de la Iglesia
Ortodoxa. En
1972, luego
de un viaje
recorriendo
iglesias
ortodoxas de
Serbia y
Grecia, se
convirtió
formalmente y
al año
siguiente
decidió
hacerse
religioso.
Fue aceptado
como novicio
en el
monasterio de
Agios
Georgios (San
Jorge), en la
isla de Evia
o Euboia, a
la que llegó,
a sus veintidós
años, sin
hablar una
palabra de
griego. Pero
me asegura
que, a los
seis meses,
ya podía
entenderse
con los otros
monjes, y
que, en todo
caso, su
maestro de
novicios
chapurreaba
algo de inglés.
El Padre Simeón
tiene una
manera de
contar los
episodios de
su
extraordinaria
vida, que, se
diría, no
hay en ellos
nada de insólito
ni
excepcional,
sino una
sucesión de
ocurrencias
de una
bostezante
banalidad.
Cuando yo,
malogrado por
mi vocación
truculenta,
le replico
que no pudo
ser tan fácil
ni tan
simple, que
cambiar de la
noche a la mañana
de lengua, de
régimen de
vida, de
cultura, de
estado, tener
que
levantarse a
medianoche y
pronunciar un
millar de
veces al día
el nombre de
Jesús y
cumplir con
las
agobiantes
jornadas de
trabajo físico
y espiritual
en aquel
monasterio en
el que fue,
por un buen
tiempo, un
total
extranjero,
debió
costarle
esfuerzos y
sacrificios
desmedidos,
dudas
atroces,
sufrimientos,
él niega con
la cabeza y
adopta una
expresión de
disculpas,
como apenado
de
decepcionarme.
'Fue una
experiencia
muy hermosa',
insiste.
'Desde el
primer
momento en el
monasterio,
comprendí
que había
encontrado
por fin lo
que andaba
buscando'.
No sólo lo
encontró en
la religión;
también en
la cultura y
la lengua de
Grecia, que
se fueron
haciendo
cuerpo de su
espíritu y
recreando su
personalidad.
Cuando, a
mediados de
los años
setenta, toda
la comunidad
de monjes de
Agios
Georgios se
trasladó al
Monte Athos,
el Padre Simeón
ya leía y
hablaba el
griego y
hasta había
empezado a
garabatear
sus primeros
poemas en esa
lengua. En
los trece años
que permaneció
en el
monasterio de
San Gregorio,
en el Monte
Athos, se
ordenó
sacerdote, y
su trabajo
intelectual y
teológico
debió dejar
una huella en
su comunidad
pues desde
1983 sale de
Grecia a dar
conferencias
sobre la
Ortodoxia y
el Monte
Athos (¡Una
de ellas en
la sede de la
OTAN¡) y en
esa década
se publican
sus primeros
ensayos
religiosos y
sus libros de
poemas. El último,
Me Imation
Melan (Con
Manto Negro)
contiene,
además,
reproducciones
de sus
grabados y
pinturas, un
arte que había
practicado de
joven, en
Lima, y que
retomó al
retirarse del
monasterio de
Agios
Georgios en
1987 a la
ermita donde
hasta ahora
vive.
En su
conferencia,
dicha en
griego, y de
la que los
intérpretes
nos dan una
versión
probablemente
muy
rudimentaria,
el Padre Simeón
explica que
para él
escribir es
una manera de
vivir más
profundamente
la naturaleza
que lo rodea
en la montaña,
y otro modo
de orar y de
encontrar
momentánea
redención y
consuelo, y
hace sutiles
aproximaciones
entre el
ejercicio de
su vocación
y la
descripción
aristotélica
de la
catarsis. Son
razonamientos
que sigo con
dificultad,
pero quien
habla no es
un pedante ni
un farsante,
sino alguien
que, a ojos
vista, hace
denodados
esfuerzos
para
comunicar con
total
sinceridad
una
experiencia
que, por lo
demás, sabe
muy bien no
es totalmente
racionalizable.
Es la misma
impresión
que me da en
las charlas
que
celebramos
estos días,
paseando por
las calles de
Ouranoupolis
-a las que el
turismo ha
vuelto idénticas
a las de la
Costa del Sol
o a las de
los
balnearios de
la República
Dominicana- o
escabulléndonos
de los
psicoanalistas,
filólogos y
filósofos
del congreso:
un hombre
sencillo, que
no parece
medir en toda
su dimensión
la notable
aventura de
la que ha
sido
protagonista.
Cuando se lo
insinúo,
rehuye la
respuesta con
risueñas
evasivas: 'Y
las aventuras
que espero
vivir todavía'.
Como estuvo
cerca de 24 años
sin hablar
español, de
pronto tiene
un blanco,
una duda lo
asalta y se
resiste a
continuar
hasta que,
del fondo de
la memoria,
rescata la
palabra
perdida.
Entonces, se
le iluminan
los ojos y
dilata su
cara una
sonrisa de
alivio. Su
vida de monje
y de ermitaño
no lo ha
aislado del
siglo: recibe
una
correspondencia
diluviana -le
escriben
muchos
presos, por
ejemplo-,
numerosas
personas lo
vienen a
visitar, y,
cada cierto número
de años,
obtiene
permiso de su
comunidad
para hacer un
largo viaje.
El último,
por China y
Asia del Sur,
le llenó la
cabeza de imágenes
que ha
volcado en
poemas, pequeños
como haikús,
y en dibujos.
Ahora se
dispone a
partir a
Etiopía, en
un largo
periplo que
lo hará
recorrer todo
Egipto.
Cuando le
bromeo que,
tal vez, de
esa
peregrinación
resulte que
la Iglesia Etíope,
de monjes
cenicientos
maravillosamente
enturbantados,
gane un nuevo
adepto, no se
ríe. Se
encoge de
hombros y, la
mirada
perdida en
una súbita
ensoñación,
murmura: 'Quién
sabe'. La
verdad es
que, pensándolo
bien, el
Padre Simeón
parece una de
esas raras
excepciones
de la especie
humana capaz
de cambiar de
vida todas
las veces que
haga falta,
incluso
ahora. ¿Para
qué lo haría?
Para no
apolillarse
en la rutina
ni
convertirse
en una
estatua; para
seguir
explorando
las infinitas
posibilidades
del mundo y
de la vida
hasta el último
aliento con
esa
curiosidad
regocijada
con la que me
interroga
sobre todo lo
que sé y no
sé. Cuando
le digo que
su historia
me recuerda
mucho a la de
Thomas
Merton, el
poeta
norteamericano
que se hizo
cartujo y que
narró su
peripecia en
una hermosa
autobiografía,
me dice que
no la ha leído
y no parece
interesarse
mucho por
hacerlo. (En
efecto,
comparada a
su propia
historia, la
de Merton es
bastante
menos
original).
Pero sí
conoce
algunos de
sus poemas y
su libro
sobre los
padres del
desierto.
¿Por qué me
ha
impresionado
tanto conocer
al Padre Simeón
que, cuando
nos
despedimos,
tengo la
impresión de
separarme de
un viejo y
querido
amigo? Por su
rica calidad
humana, desde
luego. Pero
también, sin
duda, porque
su caso es
una ejemplar
demostración
de la manera
como la
libertad
cabalmente
asumida puede
emancipar a
un ser humano
de todos los
condicionamientos
gregarios
-religión,
patria,
cultura,
lengua,
costumbres-
que, para los
ciudadanos
del común,
funcionan en
la práctica
como otros
tantos campos
de
concentración,
y
reemplazarlos
por otros,
libremente
escogidos, de
acuerdo a sus
deseos y a
sus sueños.
Siendo agnóstico,
las
conversiones
religiosas me
suelen dejar
bastante frío.
Pero reducir
la historia
del Padre
Simeón a un
mero cambio
de fe, sería
desnaturalizarla.
Su historia
es la de un
desconcertado
joven hippy
que a fuerza
de valentía,
sensibilidad
y testarudez
fue capaz de
rechazar
todos los
destinos que
su tiempo, su
familia y su
país le tenían
asignados, y
construirse
uno a su
propia medida
y vocación,
un destino
que lo
enriqueció
personalmente
y que ha
enriquecido -¡todavía
más¡- a la
tierra de
Aristóteles. |
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