Como
corresponde
a los
tiempos
que
corren,
lo
primero
que
debería
comentarse
de la
brillante
inauguración
que
vivió
el sábado
la
temporada
liceísta
es su
propuesta
teatral,
pero
para
rememorar
viejos
tiempos,
mejor
mirar
al
foso.
La
Sinfónica
del
Liceo,
reducida
por
exigencias
de
Richard
Strauss
a una
treintena
de músicos,
tradujo
con
bastante
energía
la
compleja,
brillante
y
embrujadora
partitura
de
esta
obra
maestra,
con
un
Friedrich
Haider
que,
desde
el
podio,
si
bien
en
todo
momento
caminó
de la
mano
con
los
intérpretes,
no
alcanzó
a
marcar
un
sello
personal,
limitándose
a una
correctísima
lectura,
aunque
también
es
cierto
que
alcanzó
momentos
especialmente
cautivadores
al
subrayar
el
lirismo
de
los
pasajes
pertinentes.
Sobre
el
escenario,
las
voces
mostraron
un
plantel
desigual,
especialmente
cargado
a los
extremos:
si
Edita
Gruberova
impactaba
nuevamente
por
la
punta
que
le
sacó
a un
papel
de
tantas
aristas
como
es el
de
Zerbinetta,
con
ella
compartían
escenario
voces
menores
en
papeles
igualmente
importantes.
La
soprano
de
Bratislava
se
mostró
en su
salsa,
dándole
sentido
hasta
al más
ínfimo
de
los
trinos,
hasta
la
coloratura
más
rebuscada.
Gruberova,
una
vez más,
se
convirtió
en la
«reina
del
mambo»,
coronada
con
una
lluvia
de
octavillas
de
colorines
que
cayeron
desde
los
pisos
altos
de «su»
Liceo
que
celebraban
el
cuarto
de
siglo
de
fidelidad
de la
diva
para
con
el
teatro
barcelonés.
Después
de su
aria,
la
función
quedó
interrumpida
durante
varios
minutos
por
el
terremoto
de
cariño
que
le
brindó
el público.
La
cantante
se
mostró
encantada
dirigiéndole
al
podio
miradas
de
dulce
complicidad
al
quejarse
de
los
hombres
una y
otra
vez
por
boca
de su
personaje.
Volviendo
a ese
mar
de
mediatintas
vocales,
el
compositor
de
Heidi
Brunner
consiguió
un éxito
merecido,
exhibiendo
un
trabajo
maduro
aunque
con
cierta
tendencia
a dar
de más
tanto
en el
terreno
dramático
como
vocal;
su
voz
corre
con
facilidad
y su
tesitura
parece
moverse
feliz
en lo
sopranil.
El
debut
de
Adrianne
Pieczonka
resultó
ser
uno
de
los más
importantes
de
los
últimos
años
en
Barcelona,
cuyo
hermoso
timbre
dibujó
una
Ariadna
ideal
especialmente
gracias
a la
zona
media
y
aguda
de su
amplio
registro,
dueña
de un
fraseo
único
y con
un
control
del
«fiato»
apto
para
ligar
las
frases
que
hicieran
falta.
El
maestro
de música
de
Wolfgang
Brendel
realizó
una
clase
de
estilo,
mientras
que
Mariola
Cantarero
-impecable
en
los
sobreagudos-,
Heather
Buck
e
Itxaro
Mentxaka
amalgamaban
sus
voces
de
manera
perfecta
en su
complicada
empresa.
El
Scaramuccio
de
Francisco
Vas
estuvo
mucho
más
cómodo
que
el
Truffaldino
de
Simon
Orfila
-decididamente
no es
el
papel
de su
vida-
y que
el frío
Arlequín
de
Wojtek
Drabowicz,
a
quien
siempre
le
costó
entrar
a
tiempo.
El
mayordomo
de
Dieter
Weller
impactó
por
presencia
y
desenvoltura.
Absolutamente
insuficientes
resultaron
los
desempeños
vocales
de
Steven
Cole
y
Jordi
Casanovas
a
pesar
de
sus
evidentes
esfuerzos
y
espléndidas
caracterizaciones,
mientras
que
el
apretado
Baco
del
tenor
John
Horton
Murray
alcanzó
con
dificultad
la
extrema
tesitura
de su
endemoniado
papel.
La
propuesta,
imaginativa
y
elegante
de
Uwe
Eric
Laufenberg
-que
monta
en
casa
del
rico
vienés
una
isla
con
aires
de
balneario
de
principios
del
siglo
XX-,
le
otorga
especial
importancia
a las
ansias
de
muerte
de
Ariadna
ayudándola
a
suicidarse
y, de
paso,
salvándola
de
esa
angustia
a la
que
la
obliga
su
sueño
eterno
con
el
ingrato
Teseo,
presente
en
ese
laberinto
de mármol
del
suelo.
Su
Dioniso-Baco,
más
que
devolverle
la
ilusión,
la
salva
de un
infierno
lleno
de
monstruos
con
la
ayuda
del
Compositor,
quien
reaparece
al
final
para
unir
a la
feliz
pareja
y
para
quedarse
con
Zerbinetta,
un «happy-end»
que
deja
a
todos
contentos.
Los
personajes
aparecieron
enfundados
en el
espléndido
y
detallista
vestuario
de
Jessica
Karge
y en
medio
de
los
prácticos
ambientes
creados
por
la
escenografía
de
Tobias
Hoheisel
y la
iluminación
de
Wolfgang
Göbbel.