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ABC, Madrid, 3 de mayo de 2002
Sombras de Nueva York: Orfeo baja al infierno en Brooklyn
ALFONSO ARMADA
Nadie ignora que su destino está escrito, que a pesar de todas las advertencias volverá la vista atrás, porque tendrá miedo de haber sido engañado, porque no siente a Eurídice, no escucha sus pisadas leves sobre la rampa que conduce al reino de las tinieblas y que él, gracias a su amor, ha podido visitar antes de que le llegara su hora. Convenció a Proserpina y logró despertar a la razón de su existencia y devolverla a este lado del tiempo, el único de que disponemos. Nadie ignora que Orfeo cometerá la imprudencia que le costará la vida, por segunda vez y esta para siempre, a su querida Eurídice, y a él le hará lamentarlo por el resto de sus días, aunque enjugará sus lágrimas contemplándola en los astros.
Nadie ignora que no se puede alterar lo escrito, aunque el propio Orfeo acaba de demostrar que hay fervores que consiguen lo imposible. Pero no dos veces. Alguien, en medio del público que asiste con el aliento suspendido, exhalará un dramático suspiro en el instante en que Orfeo (Lawrence Dale, un tenor de hechuras románticas y un cierto aire beethoveniano) se vuelve para asegurarse de que Eurídice (la delicadísima, con el pelo corto como una Audrey Hepburn de la Laguna Estigia, Valéry MacCarthy, soprano de registro cristalino, que deja a su paso fugaz un rastro como de rocío sobre helechos y feldespatos) le sigue. No por esperado, el gesto, y la condenación eterna, deja de sobrecogernos. Por sus consecuencias, por lo irrefutable. Resulta especialmente valiente y explicativo, verosímil hasta la incomodidad, moderno y hasta juguetón el «Orfeo» que con el Chicago Opera Theater ha montado Diana Paulus, una de las directoras que ha probado las mieles de Broadway y aquí exhibe su particular desenfado a la hora de encararse con una de las tres óperas supervivientes de Claudio Monteverdi y la última que la Brooklyn Academy of Music ha convocado en esta primavera neoyorquina de nubes y claros, grandes aguaceros y cielos que en su movilidad parecen una reafirmación más de nuestros deseos que de nuestras sospechas, cielos altos de Nueva York contra los que, cuando deja de llover y el sol abrillanta los haces y las ramas, hay rascacielos que parecen recién plantados en el patio de juego de la existencia por un dios endiabladamente humano.
«¿Sabes quién es el más grande de todos los músicos?», le preguntó una vez Simone Weil a su amiga Simone Pétrement (autora de la más esclarecedora y hermosa biografía sobre quien escribió «La gravedad y la gracia»). «Una música tan sencilla, tan serena, tan suave, tan de danza», dijo de «La coronación de Popea». Con Monteverdi, confesaba Weil, tenía la sensación, como con Bach, Sófocles y Homero, de comunicarse «de alma a alma». Paulus no ha tenido miedo de traer a Orfeo a nuestro tiempo, vistiendo a los personajes como para una fiesta elegante, con frac y pajarita negra ellos, con trajes de noche ellas, y todos (salvo Orfeo y Eurídice) con antifaces, a cada cual más animalesco, más llamativo, máscaras que nos revelan. También se sirvió del fondo de tonos rojos, ocres, sienas, vinos y magentas de la pared del teatro como el mejor «decorado» del infierno, vistió a Plutón con batín de seda y a Proserpina con tacones y velos.
Acaso algo de misterio se evaporó en la traslación, y sin embargo el mito llegó limpio y turbador hasta nosotros gracias a la música prodigiosa de Monteverdi, «una de esas maravillas», como escribió Simone Weil, «cuyo recuerdo persiste durante toda una vida». Música que nos acompaña en el infierno virtual de Brooklyn, que acaso haga pensar a algunos que un teatro o una ciudad como Nueva York están a salvo de las penurias del mundo. Pero no es así, y Simone Weil, con su amor por Monteverdi, lo ejemplificó como nadie, experimentando con su propia vida todos los sufrimientos de los otros. Monteverdi es una luz en un celemín de cobre que nos llevamos a los labios en medio de la noche. Orfeo se atrevió a violar la prohibición de ver lo que no puede ser visto, y su castigo fue eterno. Pero su gesto es todavía nuestra grímpola.
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