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La Razón, Madrid, 14 de marzo de 2002

Crítica: «Elektra»

Gonzalo ALONSO
La «Elektra» de Strauss cumplirá pronto cien años. Han pasado muchas cosas en lo musical desde 1909 y una buena parte de ellas debe su nacimiento a una partitura que, sorprendentemente, disgustó a Mahler la primera vez que la vio, hasta el punto de salirse del teatro. Es alentador que, en la décima parte de tiempo, se haya pasado en España de casi la nada a poder disfrutar en varios teatros de obras tan complejas como la presente. El público sevillano se levantó de sus asientos para vitorear y ovacionar el espectáculo y sus razones tenía.
   El currículo de Janice Baird la califica como soprano dramática. No lo es, aunque cante repertorio dramático. Sin embargo convence mucho como Electra por tres motivos: una perfecta presencia escénica, aunque debería haberse bruñido su tendencia a la sosería; una voz de lírica -casi «spinto» si se quiere- que sabe colocar para lograr su máxima proyección y su acierto en no moverse de la tumba de Agamenón, en el centro de la embocadura y casi sobre la orquesta.
   Desde allí se le escuchó todo, hasta los graves más inaudibles. Perderse en los recuerdos de Nilsson es ocioso. Si Baird fue alumna de Astrid Varnay, Ana María Sánchez lo fue de Leonye Rysaneck. Posiblemente recibiera las mayores ovaciones y es que su Crisotemis está entre lo mejorcito del presente. Lástima que Ana María no se decida a perder unos kilillos. Canta este dramático repertorio sin olvidar que hay pasajes en donde ha de introducirse el «legato» del italiano.

Sin maldad

La mítica Renata Scotto sacó adelante como pudo ¬con ayuda de amplificación incluida- el personaje de Clitemnestra. Le falta maldad y, sobre todo, potencia vocal. Ello no quita para que dejara constancia de su gran clase en algún momento de la increíble música que escribió Strauss para la escena del relato del sueño. Compuso Ángel Odena con mucho acierto la parte vocal de Orestes, tras un dubitativo inicio. El resto del reparto, con la siempre inestimable Mabel Perelstein en él, acertó en sus cometidos. Stephan Barlow dirigió a una orquesta a la que se notó disfrutar con eficacia y que logró un éxito en ese siempre problemático final del dúo de las dos hermanas. Se escuchó a ambas sin que la orquesta ¬que había sido ligeramente reducida para que pudiera entrar en el foso- perdiera contundencia. El apartado más flojo correspondió a la puesta en escena, con una confusión total en el vestuario, falta de profundidad en las caracterizaciones y alguna escena secundaria entre comparsas bien prescindible.


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