«Elektra»
Álvaro Guibert
Barenboim y la Staatsoper repitieron triunfo en Madrid con la «Elektra» de
Richard Strauss. El Teatro Real se vino abajo de nuevo entre aplausos y
bravos, pero con menos estrépito que con el «Tannhauser» de hace unos días.
Es normal. «Elektra» es una tragedia esencial que le sacude a uno el alma,
pero no le incita precisamente al arrebato de júbilo. Ya lo era en Sófocles,
pero pasada por el genial taller del dúo Strauss/Hoffmansthal, «Elektra»
se hace aún más brutal.
«Elektra» es una ópera total, un espectáculo músico/teatral
integrado, el logro del ideal wagneriano. El remolino de Elektra nos absorbe
y nos conduce al fondo de la cuestión, no por la palabra, ni por la acción
y ni por la música, sino por todo ello en conjunto y a la vez. Cuando las
sopranos cantan sus temores, las oleadas de la orquesta las anega y les
muerde constantemente el registro central, convirtiendo muchas de sus melodías
en un Guadiana de agudos oídos y de graves imaginados. Y no es defecto: no
es que a la voz de las chicas les falte peso, no siempre, al menos, ni que
Barenboim se pase de decibelios. Así es «Elektra», sencillamente, está
pensada así y así nos gusta.
Strauss puso en esta partitura todos los colores de su
paleta. O sea, todos los colores del mundo, sin dejar uno, y ayer los oímos
todos. Barenboim hizo vibrar el Real con los violentos chirridos de Elektra y
con sus cálidos idilios, que también los tiene. El trío de griegas
(Connell, Silja, Valayre) subió alto, pero no tanto como el de 1998 en el
Real (Marton, Rysanek, Ana María Sánchez). Hanno Müller, por otra parte,
es un espléndido Orestes. La puesta en escena de Dieter Dorn es muy buena.
Se beneficia de una espacio sencillo, útil y elegante de Jannis Kounellis,
de un maravilloso vestuario del propio Kounellis y de una soberbia iluminación
de Max Keller. Un único defecto en la dirección de actores: Elektra no
puede jurar venganza, ni morirse, ni hacer ninguna otra cosa creíble, si a
la vez está marcando con los brazos el compás de compasillo. Bastantes
limitaciones tiene el juego escénico en la ópera como para andarse además
con ingenuos solfeos.
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