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Ángela
Molina y Alejandro Granado, durante la representación de Troya, siglo
XXI. ( EFE ) |
Un pastiche flamenco troyano
inaugura el Festival de Mérida
Rafael Amargo, lo
mejor de 'Troya, siglo XXI
PABLO LEY | Mérida
Con Troya, siglo XXI
se inauguró el jueves por la noche el Festival de Teatro Clásico de Mérida
que, con centro en el hermosísimo teatro romano, se prolongará hasta el 16
de agosto. El espectáculo inaugural, una reflexión poética sobre la
guerra con el aliciente del debut escénico de la actriz Ángela Molina
-además de la fusión múltiple de la música y la danza clásica y
contemporánea con el flamenco- sólo llenó algo más de la mitad de las
gradas.
Tal vez el problema de Troya,
siglo XXI esté en la excesiva ambición del punto de partida que Jorge
Márquez, director del espectáculo y director del Festival de Mérida,
explicaba en el programa de mano y luego reiteró en declaraciones a la
prensa después de la función. Troya, siglo XXI tiene como punto de
partida la conmoción del pasado 11 de septiembre. La necesidad de
reflexionar sobre este tema en un marco clásico llevó a Márquez
directamente a Troya. Pero, a partir de aquí, se pierde el hilo de su
militancia discursiva que queda en un hermoso retablo de coros y danzas muy
al gusto de los festivales de verano de otrora. El resultado es de un
esteticismo escénico nada comprometido en sus grandes palabras pero sí
sumergido en espectaculares efectos escénicos como la súbita explosión en
llamas, ante la ira de Apolo, del teatro romano de Mérida.
Todo lo que narra Troya,
siglo XXI es la muerte de Tenes (Rafael Amargo), hijo de Apolo
(Alejandro Granados), a manos del guerrero Aquiles (Matteo Levaggi), que
también ha aniquilado a La Paz (María Giménez). Es todo él una metáfora
de que la guerra sólo destruye a la cultura y al hombre. Ángela Molina, en
el papel de Tetis, madre de Aquiles, es la única voz que explica lo que,
expresado con el lenguaje de la danza, sucede en escena. Poco teatro es el
que hace la actriz, dejada libre en su gestualidad frente a las columnas
corintias, pequeñísima en un escenario muy exigente tanto por su amplitud
como por la dispersión de la mirada que favorece.
Aunque así lo define la
publicidad del espectáculo, difícilmente cabe calificar Troya, siglo
XXI como danza teatro. Más bien se trata de números sucesivos de
danza, ya clásica, ya contemporánea, ya flamenca, más o menos engarzados
sin que en ningún momento se tenga la sensación de un hilo continuo ni la
de una auténtica voluntad en la fusión de géneros. Ante la atonía del
conjunto, es lógico que, al final, brillara con luz propia un arte que,
como el flamenco, es de lucimiento personal.
Rafael Amargo tuvo, en sus
solos, momentos de bravura que electrizaron al público y arrancaron las
mejores ovaciones de la noche. También el veterano Alejandro Granados logró,
en sus breves apariciones, captar la atención de los espectadores. Por su
parte, la compañía de Rafael Amargo tuvo un protagonismo muy menguado. Y
la compañía de danza contemporánea del Teatro de Turín presentó
coreografías imprecisas, poco elaboradas, notablemente insulsas. Tan poco
atractivas como las interpretadas, de puntillas, por María Giménez. Como
la danza, también la música de Joan Valent, en colaboración con el Niño
Josele, parece concebida en un recorta y pega de géneros en el que se
mantiene a flote, por su personalidad indiscutible, el flamenco.
Desgraciadamente, Troya,
siglo XXI es uno de esas obras nacidas para ser nada más que espectáculos
de festival, es decir, espectáculos de gran presupuesto, con el atractivo
de nombres prestigiosos, con un despliegue de medios que los hacen vistosos,
y planudos para un público del que sólo cabe pensar que está de
vacaciones.
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