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EL PAÍS, Madrid 23 de septiembre de 2001
Una tragedia devastadora
JULIO A. MAÑEZ
La apuesta era difícil, pero Irene Papas, con la ayuda de Ramón Irigoyen, lo
ha conseguido. Ha logrado unas Troyanas de menos de hora y media de duración
que consiste sobre todo en una serie de recitados yuxtapuestos, todo al
servicio, como es lógico, de la condición femenina y de la protesta amarga
contra la guerra.
La acción que sustenta el texto se la supone aquí de oídas, o bien se la refiere, pero nunca la vemos sobre el escenario. El acontecimiento es sustituido por su explicación, y la emoción queda muchas veces sólo al alcance de los espectadores conocedores de la tragedia de Eurípides con anterioridad a su visita a Sagunto.
Esa limitación se ve reforzada muchas veces por las dificultades de la gran trágica griega con la prosodia castellana, lo que la lleva a una curiosa cadencia de entonación tónica que convierte en muchas ocasiones al texto en algo ininteligible. Nadie va a discutir ahora las cualidades interpretativas de Irene Papas, su sabiduría para llenar varios metros de escenario con su sola presencia, su potencia expresiva regida por una economía del gesto muy alejada del tremendismo, su habilidad para convertir en algo definitivo el leve movimiento de una mano que se alza. Pero su castellano escénico es tan trabajoso y encrespado que a menudo el espectador está deseando que termine la frase antes de que se enrede más en ella. A este problema, de cierto calibre, y por seguir con la interpretación, se une la circunstancia de que el resto de actores y actrices principales, como suele ocurrir en montajes de esta clase, va cada uno a la suya, confiando en que el texto y las situaciones deparen una homogeneidad que no se ha dispuesto en los ensayos. Así, Rosana Pastor está extrañamente risueña y exultante en su Casandra, mientras que Marina Saura recurre a una especie de pedagogía explicativa y Manuel de Blas hace gala, sobre todo, del indudable poder de su esqueleto, aunque se le va el tonillo en los finales de frase. La impresión es la de un puzzle resuelto con precipitación en el que brillan algunas piezas aún en el caso de que se descuide su ensamblaje con otras.
Claro está que la espectacularidad del montaje queda asegurada tanto por el recinto que lo acoge, una enorme nave industrial abandonada y prácticamente derruida, como por la escenografía dispuesta por el arquitecto Santiago Calatrava, en especial por esos 15 enormes tubos móviles que lo mismo son cañones que aluden a las entrañas del órgano o se convierten en columnas.
Desviar la atención
Esa multiplicidad de usos escénicos es lo más llamativo del montaje, aunque no lo más destacado, y en ocasiones se abusa de su movilidad como signo de puntuación, desviando la atención dramática del espectador. Como se trataba sobre todo de construir un gran espectáculo, la colaboración de La Fura dels Baus viene aquí como anillo al dedo, fieles a su tradición más o menos provocativa y a unos pinitos digitales de los que aquí no termina de estar clara su función.
Estas Troyanas, más bonitas de ver que de escuchar, vienen firmadas en la dirección escénica por Irene Papas y Jürgen Müller, de La Fura dels Baus, y en ese difuso territorio se deja ver una cierta proclividad hacia lo bonito y la confianza resolutiva en los movimientos más o menos de masas, tal vez lo más logrado del montaje, mientras que el trabajo de los actores principales queda bastante más difuso, hasta el punto de que a ratos se tiene la impresión de asistir a dos espectáculos distintos que el azar o la obstinación unió en uno solo. Algunos momentos brillantes, la determinación de Irene Papas o la omnipresente colaboración de Santiago Calatrava no bastan para dibujar con precisión y sutileza los terribles avatares de un texto que, más allá de su tremendo carácter trágico, requiere también de una cierta intimidad.
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