Lola Galán www.elpais.com 02/09/2007
La digitalización de fondos podría prevenir los robos en la Biblioteca Nacional.
En varios meses, sólo una persona pidió consultar la Cosmografía de Claudio Ptolomeo, impresa en 1482, que custodia la Biblioteca Nacional. Para la mayoría, la noticia de su existencia coincidió con la de su robo. Mejor dicho, con el descubrimiento de que, de sendos ejemplares idénticos, faltaban dos grabados que describen la geografía del mundo, según Ptolomeo, astrónomo y geógrafo, que vivió en Alejandría en el siglo II y pasa por ser el padre de la geografía.
Un golpe tremendo para una institución de tanta solera, que acumula un vasto patrimonio. La Nacional es una de las grandes bibliotecas del mundo, comparable sólo a la British Library, a la Biblioteca Nacional Francesa, a la Municipal de Nueva York o a la del Congreso de Washington, por poner algunos ejemplos. Fundada por Felipe V en el siglo XVIII, reúne los fondos bibliográficos de los Austrias, los que aportó el primer monarca Borbón y los que se han ido sumando después, especialmente en el siglo XX. En el reinado de Isabel II dejó de ser Biblioteca Real para abrirse al público. Una gran noticia que representaba también un gran reto: ¿cómo gestionar la institución?, ¿con una política de puertas abiertas, ausencia de controles, con todos los riesgos que eso representa, o con una política de rigor, primando la seguridad?
Su última directora, la escritora Rosa Regàs, pareció apostar por lo primero, obsesionada con abrir la institución a la gente, y quizá habría triunfado en su empeño de no ser por el robo de los dos grabados, incluidos en dos valiosos incunables (libros impresos en los primeros años de existencia de la imprenta, hasta 1500).
Son joyas que se encuentran a disposición de cualquiera en posesión de un carné de investigador de los que otorga la biblioteca con cierta facilidad. Y es que, mientras el escándalo político crecía, por la cabeza de muchos expertos rondaba una pregunta: ¿es sensato prestar estas reliquias a la gente, por muy investigadora que sea, cuando está demostrado que no es posible velar por su seguridad al cien por cien? En la sala Cervantes, de donde fueron sustraídos los mapas, no se custodian sólo incunables o libros antiguos, sino también textos raros, como un guión de cine redactado por Federico García Lorca en el papel de un hotel de Cuba. ¿No sería más sensato concentrar las energías en digitalizarlo todo y permitir las consultas sólo en este soporte?
Hay quien piensa que el contacto con el libro es imprescindible para el investigador verdadero. Pero ese argumento no choca tampoco con la digitalización de fondos, que es ya una realidad en algunas de las bibliotecas más importantes del mundo.
«Es la solución a la que apuntamos desde un principio», dice Regàs, que acaba de abandonar la dirección. «Llevábamos dos años trabajando en la digitalización de incunables, pero no es fácil. Además, ¿de dónde íbamos a sacar el dinero, los miles de millones de pesetas que cuesta un trabajo así? Se puede recurrir a Google, pero no me parece que se deba contar con una empresa privada para algo así». En la biblioteca hay quien le reprocha, sin embargo, haber gastado fuertes sumas en organizar eventos tan discutibles como El Quijote hip hop, una versión rapera que se escenificó en la escalinata de entrada coincidiendo con el cuarto centenario de la publicación de la obra inmortal de Cervantes, en 2005.
Aun así, la ex directora considera que los riesgos de sufrir un robo son similares en todas las grandes instituciones de este tipo. De hecho, la Nacional ha sido víctima de sistemáticos saqueos a lo largo de su vida. «Hasta hace unas pocas décadas era frecuente que los historiadores de fama se llevaran legajos a su casa», dice Ángel Alloza, historiador e investigador del CSIC, que conoce a fondo el mundillo.
Las cosas cambiaron con la llegada a la dirección del historiador Juan Pablo Fusi, en 1986. Fusi hizo instalar controles electrónicos en entradas y salidas, contrató un equipo de guardias de seguridad, hizo unificar los carnés y endureció las condiciones para otorgarlos. El ex director recuerda la sorpresa general cuando se pusieron en marcha todas aquellas medidas. «Los primeros días se detectó una cifra asombrosa, una media de cinco o seis personas diarias que se llevaban libros de la biblioteca».
Dos años después recibió una llamada de la policía, que le informó de que se había identificado a un asiduo visitante de la institución como el autor de numerosos robos de libros. El sujeto en cuestión, un hombre conocido y estimado por ujieres y funcionarios, se había llevado más de 250 libros antiguos de las salas a lo largo de unos pocos años. Un botín valorado en 1.000 millones de pesetas de las de entonces (seis millones de euros). Temerosos de la investigación policial, algunos ladrones ocasionales abandonaron bolsas con libros sustraídos en los jardines de la biblioteca.
Después de lo que ha vivido, Fusi es totalmente partidario de digitalizar los fondos. «Es algo prioritario», dice, aunque reconoce que los presupuestos de Cultura suelen ser cicateros. El historiador Alloza apunta a otro factor clave para explicar los problemas de la institución. «A los españoles nos falta interés y respeto por nuestro propio patrimonio». Por eso no le extraña que los incunables robados llevaran meses sin ser consultados cuando se produjo el robo. «Hace años, cuando preparaba mi tesis doctoral sobre la criminalidad en la España del siglo XVIII, encontré en uno de los libros de la época el puñal que había sido el arma de un crimen». Pero el desinterés general no es incompatible con la codicia de los bibliófilos caprichosos. Por eso, las bibliotecas apuestan por perpetuarse en el soporte digital.
SI COLÓN NO HUBIERA CONSULTADO LOS MAPAS DE PTOLOMEO…
La pasión por los mapas antiguos, quizá espoleada por las sagas literarias que explotan historias de tesoros secretos o de verdades ocultas, se ha disparado en todo el mundo occidental. La casa de subastas Sotheby’s lo ha constatado en el aumento creciente de los precios de la cartografía. En octubre de 2006 vendió un ejemplar de la Cosmografía de Ptolomeo, impreso en 1477 y dotado de varias páginas con mapas, por más de tres millones de euros. «Hay que hablar con propiedad. Los mapas no son de Ptolomeo. Vaya usted a saber quién los dibujó», precisa Fernando Aranaz, vicepresidente de la Sociedad Española de Cartografía y profesor de esta materia en la Universidad de Alcalá de Henares. Es cierto que la geografía de Ptolomeo ha llegado a nuestras manos a través de traducciones al árabe primero, y al latín después, en la Italia renacentista. También lo es que algunas de las copias que se imprimieron, nada más inventarse la imprenta, a mediados del siglo XV, eran ejemplares sin mapa alguno, y que fueron autores de ese siglo los que realizaron el trabajo cartográfico a partir de las indicaciones del texto ptolomeico. Pero aun así, Aranaz es el primero en reconocer el valor de la pérdida. «Son mapas con un valor histórico-artístico enorme. Por eso me parece una canallada total arrancarlos de un libro que está en una biblioteca que es de todos». La realidad, dice Aranaz, es que con la invasión de los bárbaros desaparece la cartografía de Ptolomeo. «A partir del siglo X comienzan a aparecer mapas que llamamos de T en O». Son mapas que configuran el mundo a partir de Jerusalén, y en los que la ciencia geográfica está totalmente sometida a la religión.
También la Cosmografía de Ptolomeo contenía algunos errores. Hay quien piensa que su fallo colosal al situar Asia demasiado cerca de la costa oriental española estimuló el descubrimiento de América. De haber sabido Colón la distancia real, quizá no habría emprendido nunca la aventura que había de aportar a la cartografía las verdaderas dimensiones del mundo real. «Los mapas sustraídos son piezas de mucho valor. Piezas de museo, de biblioteca importante. Están en el Vaticano, en la Biblioteca de París, en un par de bibliotecas italianas», añade Aranaz. Pero el primer mapamundi completo, por así decir, tardaría en llegar. «Cuando Colón descubre América, Martin Behaim realiza el primer globo terrestre. Un mapamundi de 50 centímetros de diámetro que se conserva en la Biblioteca Germánica de Nuremberg». Eso no impide que Ptolomeo siga vendiendo.n varios meses, sólo una persona pidió consultar la Cosmografía de Claudio Ptolomeo, impresa en 1482, que custodia la Biblioteca Nacional. Para la mayoría, la noticia de su existencia coincidió con la de su robo. Mejor dicho, con el descubrimiento de que, de sendos ejemplares idénticos, faltaban dos grabados que describen la geografía del mundo, según Ptolomeo, astrónomo y geógrafo, que vivió en Alejandría en el siglo II y pasa por ser el padre de la geografía.
Un golpe tremendo para una institución de tanta solera, que acumula un vasto patrimonio. La Nacional es una de las grandes bibliotecas del mundo, comparable sólo a la British Library, a la Biblioteca Nacional Francesa, a la Municipal de Nueva York o a la del Congreso de Washington, por poner algunos ejemplos. Fundada por Felipe V en el siglo XVIII, reúne los fondos bibliográficos de los Austrias, los que aportó el primer monarca Borbón y los que se han ido sumando después, especialmente en el siglo XX. En el reinado de Isabel II dejó de ser Biblioteca Real para abrirse al público. Una gran noticia que representaba también un gran reto: ¿cómo gestionar la institución?, ¿con una política de puertas abiertas, ausencia de controles, con todos los riesgos que eso representa, o con una política de rigor, primando la seguridad?
Su última directora, la escritora Rosa Regàs, pareció apostar por lo primero, obsesionada con abrir la institución a la gente, y quizá habría triunfado en su empeño de no ser por el robo de los dos grabados, incluidos en dos valiosos incunables (libros impresos en los primeros años de existencia de la imprenta, hasta 1500).
Son joyas que se encuentran a disposición de cualquiera en posesión de un carné de investigador de los que otorga la biblioteca con cierta facilidad. Y es que, mientras el escándalo político crecía, por la cabeza de muchos expertos rondaba una pregunta: ¿es sensato prestar estas reliquias a la gente, por muy investigadora que sea, cuando está demostrado que no es posible velar por su seguridad al cien por cien? En la sala Cervantes, de donde fueron sustraídos los mapas, no se custodian sólo incunables o libros antiguos, sino también textos raros, como un guión de cine redactado por Federico García Lorca en el papel de un hotel de Cuba. ¿No sería más sensato concentrar las energías en digitalizarlo todo y permitir las consultas sólo en este soporte?
Hay quien piensa que el contacto con el libro es imprescindible para el investigador verdadero. Pero ese argumento no choca tampoco con la digitalización de fondos, que es ya una realidad en algunas de las bibliotecas más importantes del mundo.
«Es la solución a la que apuntamos desde un principio», dice Regàs, que acaba de abandonar la dirección. «Llevábamos dos años trabajando en la digitalización de incunables, pero no es fácil. Además, ¿de dónde íbamos a sacar el dinero, los miles de millones de pesetas que cuesta un trabajo así? Se puede recurrir a Google, pero no me parece que se deba contar con una empresa privada para algo así». En la biblioteca hay quien le reprocha, sin embargo, haber gastado fuertes sumas en organizar eventos tan discutibles como El Quijote hip hop, una versión rapera que se escenificó en la escalinata de entrada coincidiendo con el cuarto centenario de la publicación de la obra inmortal de Cervantes, en 2005.
Aun así, la ex directora considera que los riesgos de sufrir un robo son similares en todas las grandes instituciones de este tipo. De hecho, la Nacional ha sido víctima de sistemáticos saqueos a lo largo de su vida. «Hasta hace unas pocas décadas era frecuente que los historiadores de fama se llevaran legajos a su casa», dice Ángel Alloza, historiador e investigador del CSIC, que conoce a fondo el mundillo.
Las cosas cambiaron con la llegada a la dirección del historiador Juan Pablo Fusi, en 1986. Fusi hizo instalar controles electrónicos en entradas y salidas, contrató un equipo de guardias de seguridad, hizo unificar los carnés y endureció las condiciones para otorgarlos. El ex director recuerda la sorpresa general cuando se pusieron en marcha todas aquellas medidas. «Los primeros días se detectó una cifra asombrosa, una media de cinco o seis personas diarias que se llevaban libros de la biblioteca».
Dos años después recibió una llamada de la policía, que le informó de que se había identificado a un asiduo visitante de la institución como el autor de numerosos robos de libros. El sujeto en cuestión, un hombre conocido y estimado por ujieres y funcionarios, se había llevado más de 250 libros antiguos de las salas a lo largo de unos pocos años. Un botín valorado en 1.000 millones de pesetas de las de entonces (seis millones de euros). Temerosos de la investigación policial, algunos ladrones ocasionales abandonaron bolsas con libros sustraídos en los jardines de la biblioteca.
Después de lo que ha vivido, Fusi es totalmente partidario de digitalizar los fondos. «Es algo prioritario», dice, aunque reconoce que los presupuestos de Cultura suelen ser cicateros. El historiador Alloza apunta a otro factor clave para explicar los problemas de la institución. «A los españoles nos falta interés y respeto por nuestro propio patrimonio». Por eso no le extraña que los incunables robados llevaran meses sin ser consultados cuando se produjo el robo. «Hace años, cuando preparaba mi tesis doctoral sobre la criminalidad en la España del siglo XVIII, encontré en uno de los libros de la época el puñal que había sido el arma de un crimen». Pero el desinterés general no es incompatible con la codicia de los bibliófilos caprichosos. Por eso, las bibliotecas apuestan por perpetuarse en el soporte digital.