La batalla de Cannas (216 a. C.) en la Segunda Guerra Púnica, que enfrentó al general Aníbal Barca contra las fuerzas romanas, fue el peor desastre militar de la historia de Roma
David Soria Molina www.larazon.es 14/05/2023
Apenas podía verse nada por encima de las cabezas y los cascos de los compañeros. Hasta los estandartes parecían desdibujarse entre la polvareda asfixiante, mientras la incomprensión y el terror empezaban a apoderarse de todos.
Resulta difícil hacerse una idea real de la clase de horror que debieron de vivir los legionarios del ejército romano durante los momentos decisivos de la batalla de Cannas, aquel fatídico 2 de agosto de 216 a. C. Habían embestido con decisión la delgada línea central de las fuerzas púnicas, integrada por fuerzas combinadas galas e íberas, y a punto habían estado de arrollarlas por completo con su decidido ataque y la mera masa de sus formaciones. Durante unos instantes, el constante retroceso de sus adversarios, el reguero de muertos enemigos y las exhortaciones casi triunfales de los oficiales, probablemente hicieron pensar a veteranos y bisoños que, al fin, estaban dándole al odiado –y temido– Aníbal la clase de lección que merecía. Atrás quedaban los temblores, las arcadas y la orina, reemplazadas por una sobredosis de triunfal adrenalina, sobre todo entre quienes todavía no habían hecho otra cosa más que avanzar siguiendo a sus enseñas y las consignas de sus mandos.
Antesala de la ruina
Todo cambió cuando semejante progresión se ralentizó hasta detenerse. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso íberos y galos no corrían por sus vidas, sino que se estaban dejando matar in situ? Seguramente una buena razón habría para que el avance de las legiones se hubiera estancado. En cualquier caso, para la mayoría de soldados rasos lo único claro era que sus estandartes seguían allí y que, por todas partes se veían compañeros con esa misma expresión de triunfalismo bañado en una incertidumbre, que era ya antesala habitual del desastre.
En los flancos, sin embargo, todo se veía más claro: habían pasado casi de largo junto a la infantería pesada púnica y libia la cual, de repente, alzó sus picas, giró 90º sobre sí misma y volvió a descender sus armas contra las formaciones romanas cercanas, las cuales se aprestaron, gallardas, a contraatacar. Rechazados, empero, en estos puntos, los romanos comenzaron a retroceder, obligando a las unidades centrales y de retaguardia a apretarse unas contra otras. Mientras tanto, en vanguardia, el centro cartaginés resistía, tozudo. Poco a poco, los bisoños legionarios de las líneas traseras empezaron a comprobar que el espacio entre unidades se reducía, hasta entrar en contacto unas con otras. Después, sumergidos en una nube de polvo cada vez más densa, cada soldado comenzó a perder el necesario espacio vital para blandir sus armas… y hasta para moverse.
Pocos entendían lo que estaba pasando; muy pocos, se dieron cuenta de que el bárcida había cerrado, una vez más su trampa, la más letal que hubiera creado nunca su asesino ingenio militar. Solo el miedo, fiel hija de su madre –la incertidumbre humana–, parecía saber qué estaba sucediendo. Ese miedo que se leía en los ojos desorbitados de chicos que, disfrazados de soldados, querían, simplemente, entender. Las miradas de unos cuantos comprendieron, al fin, cuando la caballería de Aníbal cayó sobre sus espaldas desde retaguardia, cerrando el abrazo de garrote que atenazaba al mayor ejército jamás reunido por Roma. Una vez más, los jinetes de la ciudad del Tíber y sus aliados itálicos habían cedido ante sus superiores adversarios, dejando inerme a la infantería pesada.
En vanguardia hacía tiempo que los legionarios no recibían ya relevo. No había espacio para ejecutar tan eficiente maniobra y, para colmo, incansables, hispanos y celtas contraatacaron con renovado y cruel entusiasmo. En los flancos, las picas púnicas cosechaban las vidas de quienes aún tratan de infiltrarse entre ellas para alcanzar las manos que las sostenían. Muchos trataban huir pero, atrapados entre la masa de sus compañeros, en idéntico estado de pánico desbocado, no podían hacer el más mínimo movimiento. Tan comprimidos estaban que sus escudos no caían al suelo, a pesar de que no pocos los habían soltado. Solo les quedaba gritar, bamboleándose de un modo siniestro sobre una nueva alfombra de orina y heces que no tardaría en conocer la sangre.
Al final, la presión, la mera lucha por la supervivencia y el agotamiento de las fuerzas cartaginesas permitió escapar, espantados, a varios millares de romanos, desde soldados rasos hasta tribunos y otros mandos. Otros tantos fueron cautivos. En el recuerdo de Roma permanecería ya, sin embargo, imborrable, la memoria de una tragedia, de una jornada de horror, pavoroso y sangriento ornato del genio de Aníbal, que otros comandantes tratarían –y siguen tratando– de replicar con dispar fortuna, fieles marionetas del tan humano afán por el fratricidio.
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