Los esclavos fueron objeto del deseo de sus dueños, masculinos o femeninos que canalizaban así las pulsiones sexuales que no satisfacían dentro de matrimonios concertados.

Pedro Ángel Fernández Vega www.historia.nationalgeographic.com.es 15/05/2023

«Loados sean los dioses porque, fecunda, ha dado hijos a su virtuoso marido y porque, siendo joven, espera yernos y espera nueras». Así alababa el poeta hispano Marcial a Claudia Rufina, de origen bretón, aunque por su conducta irreprochable y modélica, «las matronas de Italia pueden creer que es romana».

En el último tercio del siglo I d.C. algo estaba cambiando en la moral sexual de Roma. Hoy nos sorprende un modelo familiar así, pero porque somos herederos de una tradición que emerge en ese momento y que el cristianismo asume: la que venera la monogamia, el matrimonio duradero y estable como un vínculo fundado en la castidad y la fidelidad mutuas. Lo relevante aquí no es exclusivamente el comportamiento de Claudia Rufina, que se ajustaba a los cánones que la tradición secular fijaba para las matronas romanas como vientres pudorosos, castos y fecundos, sino el hecho de que su esposo mereciera también el calificativo de «virtuoso».

LA PERMISIVIDAD ROMANA

Si otorgamos verosimilitud a las plumas más críticas de la literatura romana, progresivamente se habría ido produciendo una decadencia moral en el seno de la sociedad latina. Esta se manifestaba no tanto en la libertad de goce sexual para el varón no esclavo, algo que nunca se cuestionó, como en la drástica reducción de la práctica del matrimonio legal entre los sectores privilegiados de la sociedad y en la ostensible emancipación y censurable libertinaje en el que (a ojos de sus contemporáneos) incurrían algunas divorciadas o viudas acaudaladas que eran, por lo demás, codiciosamente observadas por ojos varoniles a la caza de fortunas.

En el origen de prácticas tan permisivas, y que habían tendido a liberalizarse a regañadientes a favor de las mujeres romanas, había un condicionante previo decisivo, y diversas y conocidas válvulas de escape. 

El condicionante derivaba de los pactos matrimoniales, pues eso eran exactamente las uniones de derecho: pactos entre el marido y el padre de la novia en los que se establecían unas arras por parte del marido, comúnmente un hombre maduro, y una dote aportada por el padre para la novia, habitualmente una adolescente apenas núbil que dejaba sus muñecas en ofrenda a los dioses del hogar la víspera del matrimonio. Cuando los intereses pecuniarios primaban, poco espacio quedaba para los afectos, al menos de entrada. El matrimonio era, pues, el medio para lograr descendencia legítima, no una unión por amor.

En cuanto a las válvulas de escape que podían aliviar las presiones en un hogar fundado sobre acuerdos pecuniarios y convencionalismos sociales, consistían en las prácticas amorosas fuera de la casa (adulterio, prostitución) o dentro de la misma, canalizadas hacia los esclavos.

ESCLAVOS Y AMANTES

Los esclavos fueron, pues, objeto del deseo de sus dueños, masculinos o femeninos. Padres con hijas casaderas y maridos de buena posición, desconfiados o preocupados por preservar con garantías la legitimidad de su progenie, mandaban custodiar a sus mujeres por eunucos que las acompañaban fuera del hogar o vigilaban sus aposentos durante la noche.

El emperador Domiciano (81-96 d.C.) intentó erradicar las prácticas del adulterio y la castración, con pobres resultados. Curiosamente, la castración no bastaba como garantía de castidad: un eunuco castrado en la pubertad, y no de niño, aún podía satisfacer veleidades sexuales sin riesgo de embarazo ni necesidad de abortivos.

En torno a la mujer romana y su vida cotidiana se creó un gran velo de silencio. De vez en cuando, sin embargo, emergen retazos de conductas ejemplares y otras especialmente reprobables que nos colocan ante posiciones extremas. Así, el poeta hispano Marcial nos habla del caso de Marulla, esposa de Cinna, al cual se dirige el poeta: «Te ha hecho padre de siete hijos de condición no libre; pues ninguno es tuyo, ni es hijo de un amigo o de un vecino, sino que concebidos en camastros y en esteras ponen de manifiesto con sus cabezas los deslices de su madre».

En este caso, Marcial denuncia el adulterio, pero, sobre todo, la transgresión de un convencionalismo: no se trata de que Marulla haya tenido amores con sus esclavos, sino de que se haya quedado embarazada y en los rostros infantiles de sus hijos se reconozca a los del cocinero, el panadero, el bufón… es decir, a sus propios servidores.

ESCARCEOS FURTIVOS

Las matronas, pues, podían proyectar la satisfacción de sus deseos sexuales sobre el personal servil. Pero tales prácticas debían realizarse de modo furtivo, puesto que resultaban infamantes para ellas y sus maridos.

Por el contrario, siempre estuvo admitido que el patrono utilizara a su servidumbre libremente en el plano sexual. Durante siglos se suceden los ejemplos de amantes esclavas que gozaron de la mejor consideración por parte de sus patronos y que con frecuencia merecieron la libertad como prueba de reconocimiento, de gratitud o de amor. Desde ese momento el concubinato adquiría otra consideración: se tornaba honorable en la medida en que se trataba de la relación con una mujer libre. Una unión de hecho ciertamente, pero cuyos descendientes poseerían la condición libre, en tanto que un hijo de patrono y esclava hubiera sido esclavo.

EL ROL DE LAS CONCUBINAS

¿Y qué se esperaría de la esposa hacia un marido que mantenía relaciones con una esclava? Los amores con esclavas parecen haber sido aceptables y frecuentes, y llegaron a convertirse en una estrategia para evadir el matrimonio entre los nobles romanos de finales de la República y comienzos del Imperio. Así, del emperador Augusto (27 a.C.-14 d.C.), que intentó remediar el agotamiento de linajes sin descendencia legítima restringiendo esas libertades, se sabe que su propia esposa, Livia, le procuraba esclavas para satisfacer su apetito sexual.

En cierto modo, pues, el concubinato constituyó finalmente la forma oficiosa y socialmente aceptada de canalizar no tanto veleidades libertinas como relaciones fundadas sobre afectos y que no podían sancionarse con el vínculo matrimonial. El amor unía así lo que las fronteras del derecho separaban inexorablemente.

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