Jacinto Antón | Madrid www.elpais.com 28/05/2011
Trece excepcionales retratos del Fayum, primeras representaciones reales de personas que se conservan y que se colocaban en sus momias en el Egipto romano, se exhiben en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid en el marco de PhotoEspaña.
Hay solo un acto, escribió Malraux, sobre el que no prevalecen ni la indiferencia de las constelaciones ni el murmullo eterno de los ríos: es el acto por el que el hombre arranca alguna cosa a la muerte.
Podría haber estado pensando en los misteriosos y bellos retratos del Fayum, los retratos de momias, que eran una de sus obsesiones. «Resplandecientes con la llama de la eternidad», dijo de esas pinturas funerarias de hace dos milenios en las que artistas anónimos preservaron una conmovedora galería de rostros del Egipto romano, hombres, mujeres y niños, los primeros retratos auténticos, representaciones reales de personas que existieron, que se conservan. Un conjunto de 13 de ellos, procedentes del British Museum, se presentan ahora en una exposición en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid en el marco de PhotoEspaña -se los propone como antecedentes de la fotografía, y es verdad que tienen algo ¡de fotos de carné!- y junto a un vídeo del reconocido artista albanés Adrian Paci.
A Malraux, como también le ha sucedido a Giacometti o a John Berger, le fascinaban esas miradas hipnóticas, esas turbadoras presencias evadidas de la muerte. En un viaje oficial a Egipto, Malraux desapareció durante la privilegiada visita que le habían organizado al Museo Egipcio de El Cairo y, tras mucho buscar, lo encontraron en la recóndita y polvorienta sala dedicada a las pinturas del Fayum absorto ante uno de los retratos cuya mirada lacerante, decía, le perseguía desde su anterior visita diez años antes.
Cualquiera que haya repetido la experiencia de Malraux -salvando las distancias- en el pequeño espacio de la primera planta del museo cairota (tan cerca y a la vez tan lejos de los rutilantes tesoros de Tutankamón) o en cualquiera de los numerosos museos que poseen alguno de esos retratos -hay un millar repartidos por todo el mundo- se habrá visto atrapado de la misma manera. El tiempo parece detenerse cuando te enfrentas a un rostro del Fayum suspendido en su presente eterno, mientras tratas de entender por qué te apela de esa manera, de descifrar su enigma y su arcana melancolía. Muertos de mirada viva, parafraseando al poeta Miquel Martí i Pol. Sueños de una sombra. Vivos en la muerte, según Jean-Christophe Bailly (véase su sugerente monografía La llamada muda, Akal, 2001).
En realidad ignoramos mucho de las circunstancias de su creación. Los retratos, en encáustica -pigmentos mezclados con cera que proporcionan un aspecto similar al óleo- o en témpera -mezclados con clara de huevo o goma arábiga que otorga un resultado parecido a la acuarela-, fueron realizados en los siglos I al IV después de Cristo y han aparecido en todo Egipto, aunque las mayores concentraciones de hallazgos proceden de la zona fértil del Fayum, y especialmente de er-Rubayat (la antigua Filadelfia) y Hawara (Arsinoe, la capital provincial) -estos últimos son de mucha mayor calidad pictórica-. Están pintados en su mayoría sobre delgadas planchas de madera (también a veces en sudarios) que se colocaban sobre la momia a la altura del rostro, confiriéndole identidad individual. Representan en general a gente acomodada, de la élite provincial romana, aunque los nombres -algunas momias lo llevan inscrito, incluso su profesión: «Hermione gramatiké», institutriz; desconcertantemente briosa es la anotación que acompaña a otra: «Makros Antinos empsuchi», ¡ánimo!- muestran a menudo que son de ascendencia griega. Los peinados, las joyas y otros elementos nos revelan datos de los personajes: la época concreta, el rango (la estrella de siete brazos de la diadema revela a un sacerdote de Serapis; el sagum, la capa militar, a un oficial del ejército). La vida de los retratados, cruce de tres civilizaciones, se debía parecer a la expresada en los papiros de Oxirrinco (véase La ciudad del pez elefante, de Peter Parsons, Debate, 2009). La calidad artística es muy variada: desde verdaderas obras de arte, dignas del pincel de los maestros de la historia de la pintura (tondo de los dos hermanos de Antinoópolis, la joven de los labios dorados, la niña de Demos, la joven del Louvre), a producciones muy sencillas, de un naif entrañable. Todas, sin embargo, con el común denominador de una pose bastante estándar, frontales, observándonos con grandes ojos -pavesianos: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», nunca mejor dicho- y una expresión seria, de ensombrecida distancia, tristeza incluso, en la que es imposible no proyectar (vista la procedencia) fúnebres meditaciones existenciales y el rimbaudiano «quoi?, l’eternité».
Está claro, vista la variedad, la definición expresiva y el hecho de que los análisis anatómicos y algunas reconstrucciones faciales modernas de las momias han arrojado indiscutibles parecidos con las pinturas, que se trata de verdaderos retratos. Se discute si se pintaban con el modelo vivo o no. Si los futuros muertos posaron, si lo hicieron conscientemente para ese fin (pero ¿y los niños?). Algunos retratos se utilizaron sin duda primero como cuadros antes de insertarlos en la momia. Hay quien sostiene que lo que se colocaba eran copias de pinturas domésticas hechas con anterioridad al sujeto.
Hasta 1887 eran casi desconocidos. Entonces, un coleccionista austriaco poco escrupuloso, Theodor von Graf, que había adquirido varias docenas, excavados en se ignora qué circunstancias, los presentó en Europa y América, donde causaron asombro por su insólita mezcla de elementos egipcios, griegos y romanos (hoy mismo no se sabe muy bien dónde colocarlos en los museos). Al año siguiente, Flinders Petrie halló más en sus excavaciones de Hawara. Aparecieron agrupadas en pozos en la arena, sin sarcófagos. El gran egiptólogo creía que se exhibían durante años y eran objeto de culto de las familias antes del entierro.
Retratos de Fayum + Adrian Paci: Sin futuro visible. Museo Arqueológico Nacional. Serrano, 13. Madrid. Del 30 de mayo al 24 de julio.