Manuel Molina | Jaén www.ideal.es 13/04/08

Desde que llegué al mundo y tuve más o menos conocimiento, al menos un poco, siempre he oído la palabra latín acompañada de dos sintagmas, por una parte uno tal vez rimbombante como es lengua clásica, con su pedigrí literario y todo, pero por otra, de forma paralela y subyugada, la machaca otro sintagma demoledor: lengua muerta.
Sin embargo, me resulta más acertada, puestos ya a darle caña al mono, la acepción zombi, de lo contrario un grupo de mujeres no sé qué no la culparían como difunta de los males sexistas lingüísticos o la librería Amazon no ofertaría los siguientes títulos entre su catálogo: Harrius Potter et philosophi lapis, Winnie ille pu, Alicia in terra mirabili, Insula thesauraria, o el fantástico Carmen ad festum nativitatis liber, es decir, Cuento de Navidad de Charles Dickens.

La cuestión de para qué sirve el latín entronca directamente con aquellas que pertenecen a lo humanístico, pariente en realidad que entronca como matriarca con la razón de ser de la literatura, la poesía, la filosofía y todos aquellos saberes alejados de lo inmediato, lo tangible o lo tecnológico.
Como Sísifo, estas artes están condenadas a repetir cada cierto tiempo las razones de su utilidad, casi siempre con el objetivo de rehuir un empitonamiento de la ignorancia, como está demostrándose en las IV Jornadas de Cultura Clásica que se llevan a cabo en la Universidad Internacional de Andalucía durante este fin de semana. En ellas el concepto latín va más allá y se hermana con el de griego y con el de humanismo, de ahí su celebración en tal ciudad. Doscientas y pico personas en una especie de aquelarre invocando una lengua muerta, y lo más extraño es que han acudido de casi toda la geografía nacional y desde el extranjero, más allá de las zonas de barbarie, para hablar latín como el caso de un joven con tan sólo veinticinco años, presidente de una asociación que lo habla. ¿Pero no estaba muerto? Tal vez de parranda. Se ha presentado en tal encuentro un avance más de un método creado por el ilustre Hans H. Orber, ( Lengua latina per se ilustrata), que oferta como novedad didáctica la enseñanza de latín como lengua viva. Claro exponente éste de que en realidad existe el más allá si se considera enterrada la lengua de Horacio, con un intento de traerla más acá.
Hay que ver lo que nos gusta disfrutar, a casi todos, de una imagen desnuda, escoja cada cual su opción. Los cuerpos que retocados o privilegiados nos han mirado con deseo tienen que ver con ideas que surgieron entre los griegos en el siglo V y desde ahí han sobrevivido hasta alzarse en grandes vallas publicitarias. De esto sabe como nadie Mercedes Madrid, que habló del desnudo masculino en Grecia, como tantos otros elementos básicos de nuestra cultura gestados en donde se hablaba griego o latín. También se habló de Comenius, ese nombre que reúne a cientos de profesores de toda Europa en proyectos comunes. En este caso porque apenas se conoce que el tal Comenius, padre de la pedagogía moderna escribió en el siglo XVII su obra en latín, pese a ser polaco. Han sido tantos y tan grandes los autores que han escrito en latín que nada más por esa circunstancia es una ofensa calificarla de lengua muerta. El saber como la energía se transforma, no se destruye, por más que a diario reciba su poquito de arsénico. Si hacemos caso al profesor Luigi Miraglia («el uso del latín activo no persigue aprender a hablarlo, sino hablarlo para aprender») parece que tal máxima es un tanto esperanzadora.
¿Y qué decir del teatro y el cine que se rinden a temas de origen tan clásico como Aquiles, Troya, las Termópilas y se entregan a las superproducciones para ser de lo poco que llena las salas casi vacías de los cines o las butacas ahítas de contenido de los teatros? Vaya razón para una cultura muerta. Puede que nosotros hayamos cambiado el papel y nos hayamos convertido en otros, sin saber qué está en verdad muerto o qué está vivo. Abrimos el diccionario de la academia y buscamos la acepción lengua, nos encontramos: «Sistema de comunicación verbal y casi siempre escrito, propio de una comunidad humana». Vale.